En esta historia, se encontrarán con Ángel, una niña que fue abandonada al nacer y creció en una abadía, donde un grupo de religiosas le ofreció amor y cuidado. Sin embargo, a medida que Ángel va creciendo, comienza a sentir un vacío en su interior: el anhelo de tener un padre, como los demás niños que la rodean. A pesar de su deseo, no se atreve a manifestar sus sentimientos por miedo a lastimar a quienes la han criado, y su vida tomará un giro inesperado una noche fatídica.
Una enigmática mujer aparece y le revela a Ángel un oscuro secreto: es una heredera y debe buscar venganza por la muerte de su madre. Así inicia su transformación en la Duquesa Sin Corazón, una niña destinada a cumplir con un legado de venganza que no es suyo. ¿Qué elecciones hará Ángel en su camino? ¿Podrá encontrar su verdadera identidad en medio de la oscuridad que la rodea?
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CAPÍTULO 1. LA ABADÍA
LA DUQUESA SIN CORAZÓN.
CAPÍTULO 1. LA ABADÍA
En el corazón de un vasto bosque, donde la bruma se entrelazaba con los árboles y el canto de las aves al amanecer rompía el silencio, una figura cubierta con una capucha se movía rápidamente. En sus brazos llevaba un objeto envuelto en mantas que emitía leves gemidos. Era una noche gélida, y la luz lunar apenas iluminaba el estrecho camino que conducía a la entrada de una abadía solitaria.
La mujer, temblando de forma que iba más allá del frío, colocó cuidadosamente el objeto sobre el umbral de la robusta puerta de roble. Observó a su alrededor, como si tuviera miedo de ser vista, y sonó la campana de hierro que colgaba cerca de la entrada. Su sonido se desvaneció en la oscuridad. Sin esperar una respuesta, retrocedió rápidamente y se perdió entre los árboles, dejando atrás a la pequeña cuyo rostro prometió no volver a ver.
Cuando las puertas se abrieron, las monjas se encontraron con un bebé que tenía intensos ojos verdes y cabello rojo brillante. Estas características hicieron que intercambiaran miradas significativas. La abadesa, al alzar con cuidado la manta, notó que había dos iniciales bordadas: “A. M.”. Suspiró hondo, entendiendo de inmediato el mensaje que contenían esas letras.
—Es sangre del ducado —murmuró, más para sí misma que para las otras.
El descubrimiento fue recibido con sorpresa y respeto. Decidieron llamarla Ángel, por haber sobrevivido a la tormenta fría y la noche helada. Desde aquel momento, la pequeña quedó bajo el cuidado de la abadía, creciendo en un ambiente de oración, disciplina y trabajo duro. Las monjas, conscientes del riesgo que implicaba si descubrían su origen, mantuvieron su historia en el más estricto secreto. Alejada del mundo exterior, Ángel creció tras los muros de piedra, sin saber que en su sangre corría una herencia noble y prohibida.
La abadía era un lugar sencillo, pero repleto de una tranquila belleza. Durante la primavera, los jardines florecían con rosas blancas, y los vitrales de la capilla reflejaban colores danzantes sobre las piedras grises al amanecer. Aunque su vida estaba llena de estrictas reglas, Ángel encontraba consuelo en los libros de la biblioteca y en los cantos que provenían del coro. Sin embargo, en su interior, había un vacío persistente: una pregunta sin respuesta sobre quién era y de dónde venía.
Las monjas preferían no mencionar su pasado, pero la abadesa, en sus momentos de oración a solas, no podía evitar preguntarse cuánto tiempo más podrían mantenerlo en secreto. Los ojos verdes de Ángel y su cabello brillante eran muy notables, un recordatorio constante de su conexión con el ducado de Manchester. Y aunque la apodaban "Ángel" por su fortaleza y pureza, eran conscientes de que su existencia era un secreto que pronto saldría a la luz, más pronto que tarde.
La abadía de San Elías, un santuario de piedra gris tallada hace siglos, se mantenía oculta entre los espesos bosques del reino de Manchester. Su gran estructura se erguía como un símbolo de fe y tranquilidad, con altos muros cubiertos de musgo y gárgolas desgastadas que observaban en silencio desde lo alto. En su interior, el aire estaba impregnado del olor a cera de vela y hierbas secas. Los vitrales de colores proyectaban imágenes sagradas que se movían suavemente sobre las paredes, iluminadas por la luz del sol de la mañana.
Ángel, la pequeña que había llegado a este lugar como un susurro del destino, se había convertido en la fuente de felicidad para sus residentes. Las monjas, que estaban acostumbradas a la sencillez y el silencio de la vida en el monasterio, se turnaban con dedicación para cuidar de ella. Su cabello rojizo y sus ojos verdes —como el bosque tras la lluvia— escondían un misterio que nadie se atrevía a nombrar, aunque todas lo reconocían en silencio.
La rutina monótona de la abadía fue interrumpida una mañana por la llegada de un carruaje de madera oscura, tirado por cuatro caballos de pelaje negro como la noche. El sonido de las ruedas sobre el camino de tierra rompió la calma, resonando en el valle como una advertencia. Desde las ventanas, las novicias miraban con discreción, murmurando especulaciones. El carruaje, adornado con intrincados grabados y resguardado por un dosel de terciopelo, transmitía un sentido de dignidad y asuntos importantes.
De él salió un hombre alto, de aspecto severo: el arzobispo. Su sotana de lino negro, decorada con bordados dorados en los puños y el cuello, imponía respeto. A su lado, un sacerdote de vestimenta más simple, con una cruz de hierro colgando de su cuello, lo seguía en silencio. Ambos caminaban con firmeza, con rostros serios. La brisa movía sus vestimentas mientras la abadesa, con su hábito blanco impoluto y expresión seria, los esperaba en la entrada.
—Excelencia, es un honor tenerlos aquí —dijo la abadesa, inclinando la cabeza con respeto.
—Abadesa, siento la interrupción —respondió el arzobispo, su voz profunda resonando como un trueno contenido—, pero nuestra visita es extremadamente urgente.
Sin más palabras, los tres se adentraron en la oficina de la abadesa, una habitación sencilla con estantes llenos de libros religiosos y un escritorio de nogal bien cuidado. Bajo la tenue luz de un candelabro de hierro forjado, la conversación tomó un tono más serio.
—Abadesa —comenzó el arzobispo, entrelazando sus manos sobre la mesa—, debo confiarle una tarea delicada y de gran importancia. La niña que usted cuida… no es una niña ordinaria.
La abadesa, que hasta ese momento se había mostrado tranquila, levantó una ceja mostrando un interés sutil.
—¿Me está diciendo algo que ya sospechábamos? —contestó, con un tono que combinaba incredulidad y resignación—. Su aspecto lo confirma sin lugar a dudas.
El arzobispo asintió, su semblante se volvió aún más serio.
—Es la nieta de la duquesa de Manchester. Las letras en el medallón que porta y su cabello lo evidencian. Pero esto debe guardarse en el más estricto secreto. Hay quienes no dudarían en acabar con ella si supieran que sigue viva.
La abadesa cerró su boca con firmeza y dirigió su mirada al crucifijo que colgaba en la pared. El peso de la revelación empezaba a asentarse en su mente.
—¿Qué espera de mí? —preguntó al fin.
—Que la críe aquí, lejos del resto del mundo, hasta que sea seguro hablarle sobre su ascendencia. Nadie más debe saber quién es. Ni siquiera las otras hermanas.
La abadesa respiró hondo, acariciando el borde de la mesa con sus dedos. Era consciente de que aceptar esta tarea pondría en peligro la paz de su comunidad.
—Haré lo que me han pedido. Pero deben saber que no será simple mantener este secreto.
El arzobispo asintió, aliviado.
—Confío en que Dios guiará sus pasos, madre abadesa. Si ocurre algo, envíe un mensajero sin demora.
La visita fue corta. Cuando el carruaje se marchó, dejando atrás un aire tenso y muchas preguntas sin respuesta, Sor Magnolia se acercó a la abadesa, llena de inquietud en el corazón. La halló junto a una ventana, observando cómo la silueta del carruaje se alejaba en el horizonte.
—¿Por qué no se la llevaron? —preguntó con voz trémula—. ¿La niña se queda con nosotras?
La abadesa se dio vuelta lentamente. Sus ojos, normalmente firmes, mostraban una mezcla de cansancio y determinación.
—Ángel es ahora nuestra responsabilidad. Nadie más debe conocer su pasado.
Aunque intentaba aparentar firmeza, sabía que acababa de hacer un pacto con el destino. Esa noche, mientras las demás celebraban la estancia de la niña con cantos y una cena sencilla, la abadesa se quedó sola en su cuarto. A través de la ventana, miró los campos iluminados por la suave luz de la luna, preguntándose si había tomado la decisión correcta… y cuánto tiempo podría protegerla.