Katerina murió por salvar a una joven. No esperaba despertar en una historia que no era suya... con un destino aún más cruel.
Cuando abre los ojos, ya no está en su mundo. Ha reencarnado como Avery, una noble ignorada por su padre, despreciada por su hermana y condenada a morir junto a su madre en una historia que no escribió. Pero Katerina conoce ese final: lo leyó. Sabe quién mata, quién sobrevive… y quién sufre en silencio.
Solo que esta vez, ella no va a permitirlo.
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Capítulo 1
Una preciosa joven de presencia serena, como si el mundo aún no la hubiese tocado del todo. Su cabello, largo y suelto, tenía el tono dorado del lino al sol, y caía por su espalda como una cortina de luz tibia. No era rubio común, sino ese tipo de dorado que parece conservar el recuerdo del verano.
Sus ojos son almendrados, de un castaño claro con destellos de ámbar.
Ella, termina de atender a los últimos clientes del restaurante en el que ha estado trabajando el último tiempo. Estos, antes de irse, le dejan una buena cantidad de billetes como propina.
La muchacha sonríe alegre, pues con aquel dinero, podrá pagar una parte del alquiler.
Su jefe, el señor Wilson, la observa desde el umbral con una leve sonrisa que suavizaba las líneas de su rostro envejecido. Sus ojos, habitualmente severos, brillaban con un destello de genuino contento —. Sigue así, y serás la trabajadora del mes.
—Eso espero, me he esforzado mucho. Realmente quiero lograrlo —afirmó. De conseguirlo, un jugoso bono le ayudaría a apalear los gastos de los próximos dos meses.
—Confío en ti Katerina, ahora vete, es tarde, yo me ocupo de limpiar y cerrar.
Los ojos marrones de ella se abrieron ligeramente.
—No me mires así, seré un viejo pero aún puedo ocuparme de estas cosas.
Una carcajada salió de sus labios y sonrió, se acercó a él, y lo abrazó con suavidad —. Gracias, usted es el mejor jefe del mundo.
El hombre asintió mientras su corazón se llenaba de una tierna calidez por la joven a la que él consideraba, una hija. Se limitó a mirarla con ese aire de satisfacción tranquila, como un padre que ve florecer un talento bien cuidado.
De haber sabido que aquella sería la última vez que se verían, seguramente habrían detenido el tiempo para disfrutar tan solo un poquito más.
No obstante el destino es caprichoso, con un humor incierto, se entretiene en torcer los caminos, justo cuando creemos haberlos trazado rectos.
Katerina tomó su bolso, lo puso en su hombro y salió rumbo a las concurridas calles de la ciudad que la recibieron con su aliento húmedo y faroles que apenas vencían la sombra. Ya era de noche y la gente aún se encontraba caminando en las transitadas vías.
Sus ojos se movían entre los vehículos y las personas, que al igual que ella acababan de salir de sus trabajos. Era tarde, pero no tanto como para temer, o eso pensó al principio.
Iba por una calle angosta, donde los edificios parecían apretarse entre sí como si quisieran protegerse del frío. Entonces lo escuchó.
Un sonido seco, violento. Como un golpe contenido. Luego, un quejido.
Se detuvo.
El corazón comenzó a latirle en la garganta, pero no retrocedió. En vez de eso, metió la mano en su bolso y buscó a tientas el pequeño cilindro de gas pimienta que su abuelo le había dado años atrás, con una sonrisa grave y la frase “por si algún día lo necesitas”.
Avanzó, siguiendo los ruidos. El callejón era oscuro, estrecho, y olía a hierro y basura húmeda. Allí, bajo la tenue luz de un farol roto, lo vio: un hombre corpulento estaba sobre una muchacha, no mayor de trece años, sujetándola con violencia, su mano cubierta de sangre y su cuerpo doblado con una intención imposible de malinterpretar.
El mundo se detuvo un segundo. Katerina tembló. No era una heroína, nunca lo había sido. Pero algo en ella, más fuerte que el miedo, tomó el control.
—¡Suéltala! —gritó, y antes de que el hombre pudiera girarse del todo, apuntó el gas pimienta directamente a sus ojos y presionó.
El atacante rugió, soltando a la niña, que cayó al suelo sollozando.
—¡Corre! —le gritó Katerina—. ¡Corre y busca ayuda!
La niña, con el rostro cubierto de lágrimas y sangre, se echó a andar a trompicones, desapareciendo por la esquina.
Pero no fue suficiente.
El hombre, ciego de rabia y dolor, se lanzó sobre Avery como un animal herido. La empujó contra el muro con una fuerza brutal, haciéndole perder el aliento. Su mano se cerró alrededor de su cuello, apretando, apretando...
—Te mataré.
El mundo se volvió borroso, gris. Avery sintió cómo el aire se le escapaba y el cuerpo se le volvía ajeno. Pensó en su madre, en su abuelo, en aquella niña corriendo entre sombras.
Y entonces, con la última chispa de conciencia, recordó la llave. La llevaba en el bolsillo del abrigo, siempre. La sacó como pudo, y con un gesto desesperado, la hundió con fuerza en el cuello del hombre.
Él se detuvo. Jadeó. Y cayó.
Avery también.
Cuando la niña regresó con la policía, jadeando, señalando con manos temblorosas hacia el callejón, encontró a ambos cuerpos en el suelo. El hombre muerto. Y ella también.
Pero no con la mirada perdida. No con miedo. Si no con algo que parecía paz. Porque lo había hecho. Había salvado a alguien.
La niña dio un paso al frente. No lloraba ahora. No gritaba. Solo miraba a aquella mujer caída como si fuera la estatua de un ángel que se hubiese roto para salvarla.
—Ella me salvó —susurró.
Los agentes se miraron en silencio. Uno se quitó el gorro, con respeto. El otro pidió refuerzos por radio. Pero nada podía borrar lo que allí había sucedido: un acto de valor tan silencioso como feroz. Una vida entregada por otra.
Y en medio de esa noche manchada por la violencia, brilló —aunque fuera un instante fugaz— la dignidad de una mujer que no miró hacia otro lado.