¿Patética? ¿O acaso estúpida?, respondió ella con voz firme, sintiendo que una oleada de valentía le subía por la garganta, casi quemándole. Con un gesto decidido, levantó el recibo que tenía en la mano. Tartaleta de fresas, Fernando. Tú me dijiste que anoche cenaste solo en la oficina. Entonces, ¿quién más estaba disfrutando de esa cena para dos? ¿Era esa persona que te prohíbe que yo vaya a tu oficina a visitarte, temiendo que arruine tu perfecto mundo?
Él avanzó un paso hacia ella, su sombra proyectándose sobre su figura, y Alana, sin poder evitarlo, retrocedió. La sensación de miedo resurgió en su interior, pero no logró silenciarla.
¿Sabes una cosa?, exclamó Fernando con un rugido en su voz, mientras apretaba su brazo con firmeza. Tienes razón. Anoche cené con una mujer que no se queja de mis horarios, que no tiene esa mirada de perro abandonado en los ojos y que sabe comportarse como una verdadera dama, no como una niña de un orfanato.
El último insulto resonó en el aire como una flecha que impacta en su objetivo. Alana sintió que el aire se le escapaba de los pulmones, como si alguien hubiera cortado el suministro vital que la mantenía en pie. La cruel realidad de sus palabras la hirió profundamente; él sabía exactamente cómo herirla en el lugar más vulnerable.
Me casé contigo porque no tenías a dónde ir, continuó, acercándose cada vez más, dejando entrever una atmósfera opresiva y amenazante. Te ofrecí mi apellido, una vivienda y un lugar al que llamar hogar. ¿Y cómo me lo agradeces? Intentando inmiscuirte en mis asuntos. Con estas palabras, soltó su brazo con desprecio, dejándola tambalearse, como si estuviera a punto de caer en un abismo del que no podría escapar.
“Si vuelves a meter tus manos en mis bolsillos, o si decides hacer una llamada a esa oficina, o incluso si se te ocurre mencionar a mis padres que estoy ‘llegando tarde’, te prometo que te vas a arrepentir de ello.”
Después de pronunciar esas palabras, se dio la vuelta con una calma sorprendente, como si nada de lo ocurrido tuviera importancia, y se acomodó en su lado de la cama.
Alana se quedó inmóvil, observándolo mientras se acomodaba en la cama. Su mano temblaba en el lugar donde él la había sostenido con firmeza, como si aún pudiera sentir la presión de su agarre. El recibo que llevaba en la otra mano había sido arrugado y abandonado, transformándose en una pequeña bola de papel sin valor, un símbolo más de la situación en la que se encontraba.
No había logrado salir victoriosa de esta pelea, pero había obtenido algo mucho más significativo: la certeza de que su relación carecía de amor verdadero; solo había control y manipulación. Aunque el dolor la invadía, comprendió que el hecho de estar sola en esta lucha significaba que era hora de comenzar a trazar un plan, ya fuera para escapar de esa realidad o para encontrar la manera de sobrevivir y seguir adelante con su vida.
Alana no derramó ni una sola lágrima. El manantial de lágrimas que alguna vez brotó en el orfanato se había agotado hacía mucho tiempo, y en su lugar había crecido una dureza implacable y fría en su interior. Fernando había tenido razón al apodarla perro abandonado, pero se equivocó al pensar que eso la sometería. En su lugar, la había transformado en una criatura guiada únicamente por su instinto. Si la jaula dorada que la rodeaba no le brindaba la protección que necesitaba, ella utilizaría ese mismo oro como su arma.
El único motivo que mantenía a Fernando atado a ella era la profunda admiración que sus padres sentían por la imagen de la pareja perfecta y joven que Alana les ofrecía. Para los Fuente, la relación de su hijo con Alana era mucho más que un simple romance; era una manifestación de éxito, juventud y felicidad que se exhibía ante los demás. Si Fernando llegaba a enturbiar esa cuidada imagen con un escándalo público relacionado con el adulterio, las repercusiones serían severas, pero no vendrían de ella, sino de sus propios padres, quienes no dudarían en reprenderlo y desacreditarlo.
Por lo tanto, la estrategia que Alana había planeado era sencilla en su concepción, aunque compleja en su ejecución: revelar la verdad de la situación sin que Fernando llegara a sospechar que ella estaba al tanto de lo que realmente sucedía. Ella sabía que la clave estaba en actuar con sutileza, creando las circunstancias adecuadas para que él mismo se viera obligado a enfrentar la realidad sin darse cuenta de que ella había sido la que había orquestado todo.
Alana aguardó hasta la mañana. Fernando salió de la casa a primera hora, sin dirigirse a ella ni una sola palabra, dejando a su paso una sensación de arrogancia y desdén. Ella se levantó de la cama, sintiéndose un poco perdida en medio de esa atmósfera tensa. Se enfundó en una bata ligera, tratando de encontrar un poco de confort en su entorno. Su mirada se posó en el traje que él había dejado tirado sobre el sillón la noche anterior, un recordatorio tangible de la ruptura en su relación y de lo que una vez había sido. Con determinación, se acercó al sillón, dispuesta a enfrentarse a lo que esa prenda significaba.
Con unos guantes de látex puestos, un hábito de limpieza que había integrado en su rutina para evitar la sensación de suciedad que le provocaba el desorden, comenzó a revisar los bolsillos de su abrigo. No lo hacía en busca de dinero, sino de pequeñas pistas o fragmentos de información que pudieran haber quedado allí.
Al inspeccionar el bolsillo interior del saco, el lugar donde solía guardar su cartera, se sintió un poco decepcionada al no encontrar nada.En el interior del bolsillo de la chaqueta, su mano se encontró con un objeto pequeño y sedoso que despertó su curiosidad. Al sacarlo, se dio cuenta de que era un pañuelo de papel arrugado, esos que frecuentemente utilizan las mujeres para retocar su maquillaje. Al inspeccionarlo más de cerca, notó que estaba manchado con un labial de un intenso color rojo brillante, un tono que sin duda Alana, conocida por su preferencia por los colores nude y sutiles, jamás se atrevería a llevar.
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