capítulo 2

Fernando ya no regresaba a casa a la hora de la cena como solía hacerlo. El teléfono, que antes estaba a la vista y era accesible, ahora se había convertido en un tema de susurros y secretos conocidos por todos, lo que solo aumentaba la tensión en el ambiente. Las miradas llenas de cariño que antes intercambiaban se habían transformado en una gélida indiferencia, y el trato que solía ser afectuoso ahora se había vuelto estricto y autoritario, como si cada palabra fuera una orden.

Una noche, Alana decidió que quería salir y se lo comunicó a Fernando. Él, replicando con un tono despectivo y firme, le respondió: “No puedes salir sola, Alana. ¿Qué piensas hacer? ¿Buscar un trabajo de camarera? Olvídalo.” Su voz estaba cargada de desprecio, reflejando la creciente insatisfacción que sentía hacia su actitud independiente. La situación se tornó aún más crítica cuando, en una mañana que debería haber sido como cualquier otra, Fernando pronunció la peor de las prohibiciones, dejando a Alana completamente desorientada y angustiada.

No te atrevas a presentarte en mi oficina en la empresa. Eres mi esposa, no mi secretaria. No tienes nada que hacer en mi mundo.

En ese instante, mientras contemplaba el impasible mármol que adornaba su inmensa casa, Alana comprendió una verdad desgarradora: había dejado atrás una jaula antigua, fría y sombría, como la del orfanato, para entrar en otra de oro brillante, pero igualmente opresora, y sin posibilidad de escapar.

La orden de Fernando se dejó sentir en el salón como un golpe sordo, casi como una bofetada que resonó en el ambiente. No tienes nada que hacer en mi mundo, proclamó con una firmeza que no dejaba margen para la discusión.

Alana permanecía inmóvil junto a la chimenea, el mármol blanco que la rodeaba reflejaba una luz gélida, como una representación del frío que sentía en su interior. Había aprendido, a lo largo de su difícil experiencia matrimonial, a asociar el esplendor de esa casa con la fría indiferencia de su esposo. Era un lujo que, en lugar de confortarla, se le había vuelto asfixiante. Fernando, con una actitud despectiva, se había despojado de su traje, arrojándolo sobre el sillón Chesterfield. Su gesto, cargado de desprecio, evidenciaba el desgano con el que trataba todo lo que ella hacía, como si sus esfuerzos y su presencia fueran inconmensurables.

Desde aquel primer aniversario, la vida de Alana se había transformado en un ejercicio interminable de cálculo, donde cada gesto y palabra eran cuidadosamente sopesados para no incomodarlo. Sin embargo, esa noche, en su interior brotaba una mezcla de rabia y miedo que le provocaba una intensa punzada en el pecho. Se había casado por amor, pero también por una necesidad de sobrevivir; sin embargo, con todos los cambios que había experimentado en su matrimonio, comenzó a cuestionarse si Fernando, con su actitud, iba a llevarla a la ruina. Al menos, pensó, si iba a destruirla, que tuviera que mirarla a los ojos mientras lo hacía.

¿Tu mundo? preguntó Alana, con un tono de voz que vibraba con tensión. El mundo que mencionas es, en realidad, mi hogar también, el que tus padres nos obsequiaron. Además, yo soy tu esposa.

Fernando soltó una risa, un ruido seco que a Alana le resultaba particularmente desagradable. Mientras se desabrochaba los gemelos de su camisa, el destello del metal captó su atención y la distrajo momentáneamente.

Eres mi esposa en el papel, cariño. Es solo un detalle administrativo que ha simplificado las cosas para mi familia, ahorrándoles la incomodidad de tener que encontrar a alguien con quien casarme. Por favor, no estropees esto. Fernando pronunció estas palabras antes de dirigirse al baño. Sin embargo, se detuvo de repente en medio de su camino, como si hubiera recordado algo importante, y comenzó a rebuscar en los bolsillos de sus pantalones.

Alana observó cómo un pequeño destello llamativo atraía su atención: un recibo doblado se deslizó de la mano de Fernando y cayó al suelo. Se trataba de un papel de restaurante, y la curiosidad la invadió.

Él no se dio cuenta del recibo caído. Entró al baño y cerró la puerta tras de sí.

El corazón de Alana comenzó a latir más rápido, bombeando sangre a su sistema con una mezcla de pánico y adrenalina incontrolable. Había una regla no escrita en esa casa: nunca husmear en los asuntos del otro. Sin embargo, la curiosidad, alimentada por nueve meses de pequeñas migajas emocionales y desprecio acumulado, la impulsó a actuar.

Con un ligero temblor recorriendo su cuerpo, Alana se acercó al lavabo y, casi sin poder contenerse, recogió el papel que había caído sobre la superficie. Era un recibo de cena, fechado el día anterior. Al observarlo más de cerca, pudo ver que provenía de un restaurante de lujo situado en el bullicioso centro de la ciudad, aquel al que Fernando afirmaba haber ido solo, por negocios. La evidencia parecía arder en sus manos, llenándola de una mezcla de duda y desesperación, mientras su mente buscaba respuestas a aquello que había comenzado a sospechar.

Su mirada se posó en el último detalle, un elemento que no correspondía a un número:

**Postre:** Tartaleta de fresas (2 raciones)

**Bebidas:** Vino tinto (2 copas)

No se trataba de la cuenta del restaurante. Eran las dos raciones de postre y las dos copas de vino. La realidad se hacía evidente: no había cenado solo, y desde luego, la ocasión no había sido una cena de negocios.

Justo en ese momento, cuando Fernando emergió del baño, vistiendo una bata de seda negra que se ajustaba elegantemente a su cintura, se encontró con Alana. Ella permanecía de pie en medio de la habitación, sosteniendo el pequeño recibo entre su pulgar e índice como si se tratara de una evidencia irrefutable de un delito.

Los ojos de Alana y Fernando se cruzaron en un instante que pareció congelarse en el aire. El rostro de Fernando, que por lo general se mantenía impasible y duro como una roca, evidenció un breve destello de sorpresa. Sin embargo, ese momento efímero fue rápidamente desplazado por una ira contenida y fría que inundó su expresión.

—¿Qué llevas en la mano, Alana? ¿Acaso te has dedicado a husmear en mis bolsillos ahora? —preguntó, con un tono de desprecio que resonó en sus palabras—. Eres verdaderamente patética —susurró, lanzando la acusación como una serpiente que hiere con su veneno.

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Comments

Omis Mendoza

Omis Mendoza

que maldito ojalá ella sea más inteligente y sé largue de ese infeliz y sé haga una mujer fuerte y empoderada

2025-10-08

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