Juliana despertó un lunes distinto. No había nada particularmente especial en la fecha, pero la determinación que sentía era nueva. Había pasado días escribiendo en su libreta, reflexionando, y comprendió que no podía seguir dando vueltas en círculos. Necesitaba tomar decisiones concretas, por dolorosas que fueran.
El primer paso fue buscar en internet un abogado especializado en divorcios. No quería recomendaciones de conocidos, no quería que su decisión circulara entre voces ajenas. Quería que fuera suya y solo suya. Después de revisar varias opciones, eligió a la doctora Fernández, una profesional con buena reputación y, sobre todo, con una foto en la que transmitía firmeza y calidez a la vez.
Llamó y pidió un turno. La secretaria le ofreció un hueco esa misma semana. Juliana aceptó, sintiendo que el corazón le golpeaba el pecho con fuerza. Colgó el teléfono y respiró profundo. Ese simple acto de marcar un número la había dejado temblando, pero también con una extraña sensación de alivio.
Sin embargo, los altibajos eran inevitables. Esa misma tarde, cuando pasó por el cuarto matrimonial, se quedó mirando la cama. Se sentó en el borde, acarició las sábanas frías y de golpe el recuerdo de Martín se le vino encima con la fuerza de una ola. Lo extrañaba. No a ese hombre que la había engañado, sino al compañero con quien había compartido risas, viajes y silencios cómodos. Lloró en silencio, con la cara hundida en la almohada, preguntándose en qué momento todo se había quebrado.
Fue Micaela quien apareció sin avisar, como siempre hacía cuando intuía que Juliana se estaba apagando otra vez. Entró con dos cafés en la mano y la encontró con los ojos rojos.
—Juli… —dijo suavemente, dejándole el vaso en la mesa de luz—. No podés seguir así.
Juliana suspiró, secándose las lágrimas con la manga.
—Intento, Mica, pero me gana la nostalgia.
—¿Y sabés qué pasa con la nostalgia? —respondió Mica, sentándose frente a ella—. Es cómoda. Nos hace creer que lo perdido sigue ahí, pero en realidad solo nos atrapa. Tenés que soltar.
Juliana bajó la mirada.
—No sé cómo.
—Con un cambio radical —contestó su amiga sin titubear—. Mirate, Juli. Te aferrás a ese pelo largo porque sabés que a Martín le encantaba. ¿Y vos? ¿A vos te sigue gustando?
Juliana se quedó callada. Su cabello negro, largo y brillante había sido siempre un sello de identidad, pero últimamente lo veía pesado, cargado de recuerdos.
—No lo sé… —admitió.
—Yo sí lo sé. Es hora de un corte. De un corte en el pelo y en tu vida. Vamos.
Juliana protestó un poco, pero Micaela la arrastró casi a la fuerza a la peluquería de confianza. Frente al espejo, con la bata puesta y las tijeras en manos de la estilista, sintió vértigo.
—¿Seguro querés hacerlo? —preguntó la mujer del salón.
Juliana dudó apenas un segundo, pero al cruzar la mirada con Micaela, que le sonreía con complicidad, dijo:
—Sí. Quiero un cambio.
El sonido de las tijeras cortando mechones fue liberador. Cada hebra que caía al piso parecía llevarse un pedazo de dolor. Cuando terminó, Juliana se vio en el espejo con una melena hasta los hombros, ligera, enmarcando su rostro de una manera fresca y poderosa. Sus ojos, antes opacos, brillaban con una intensidad nueva.
—Estás preciosa, amiga —dijo Micaela con orgullo—. Y mirá que todavía falta lo mejor. Vamos de compras.
En un local cercano, Juliana eligió prendas que jamás hubiera considerado antes: un vestido ajustado en tonos burdeos, una blusa con transparencias, un jean que marcaba su figura. Al principio se sentía rara, casi disfrazada, pero Micaela la animaba.
—No se trata de vestirte para otro, Juli. Se trata de vestirte para vos, para que recuerdes que seguís viva, que seguís siendo hermosa y deseable.
Al volver a casa, cargada con bolsas y con el cabello nuevo, Juliana se miró otra vez al espejo. Por primera vez en mucho tiempo, se reconoció. No era la mujer que había sido con Martín, ni tampoco la que se había quebrado tras descubrir la traición. Era una Juliana distinta, en construcción, pero más fuerte.
Esa noche, mientras guardaba la ropa nueva, su celular volvió a sonar. Era Martín. El nombre iluminaba la pantalla como una vieja herida. Juliana dudó. Podía ignorarlo otra vez, pero algo le dijo que ya estaba lista para enfrentarlo.
—Hola —contestó, con voz firme.
Hubo un silencio breve al otro lado, como si él no esperara que ella atendiera.
—Juli… —dijo finalmente—. Necesitamos hablar.
—No —lo interrumpió ella—. Ya no necesitamos hablar. Solo quiero que vengas a retirar tus cosas. Están listas.
El silencio de Martín se sintió pesado.
—¿De verdad vas a hacer esto? —preguntó, con un tono que oscilaba entre la sorpresa y el reproche.
—De verdad —respondió Juliana, con una seguridad que ni ella misma sabía que tenía—. Mañana podés pasar. No más excusas.
Cortó antes de que él pudiera decir algo más. Se quedó unos segundos con el celular en la mano, el corazón latiendo a mil, pero sin lágrimas esta vez. Era como si, al fin, hubiera dado un paso definitivo hacia adelante.
Se sentó en la cama, respiró hondo y miró alrededor. El cuarto ya no le parecía tan cargado de sombras. Tal vez no estaba todo resuelto, tal vez todavía habría noches difíciles, pero esa noche supo que había empezado a recuperar su vida.
Y que, aunque doliera, la nueva Juliana ya estaba floreciendo.
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