El despertador sonó a las siete de la mañana, un horario que, hasta hacía unas semanas, le resultaba insoportable. Juliana se giró en la cama y miró el techo, dudando. Podía quedarse un rato más, envolverse en las sábanas como lo venía haciendo, hundirse en ese letargo que le recordaba su vacío. Pero algo en ella, un murmullo interno que había nacido tras la charla con Micaela, le decía que ya era momento de levantarse.
Se incorporó despacio, sintiendo el frío del piso en sus pies descalzos. Fue hasta el espejo y se miró detenidamente. Ojeras marcadas, el cabello sin brillo, los labios resecos. No le gustó lo que vio, pero tampoco bajó la mirada. “Sos vos, pero podés volver a encontrarte”, se dijo casi en un susurro. Ese día decidió, sin demasiada planificación, que iba a empezar a hacer pequeños cambios. Nada de transformaciones mágicas de un día para el otro. Solo pasos chiquitos.
Entró al baño y se dio una ducha larga, caliente, como no se permitía desde hacía tiempo. Dejó que el agua le recorriera la espalda, sintiendo que lavaba algo más que la piel: lavaba las lágrimas acumuladas, la rabia, la sensación de abandono. Salió envuelta en una toalla blanca y, por primera vez en semanas, buscó ropa que no fueran los pantalones de jogging con los que solía andar por la casa. Eligió un jean oscuro y una blusa sencilla, pero limpia, con olor a suavizante. Frente al espejo, se pintó apenas los labios y se acomodó el cabello. No era un cambio drástico, pero al menos se veía un poco más como esa Juliana que recordaba de antes.
Bajó a la cocina, donde la heladera todavía estaba llena de restos de las últimas visitas de Micaela. Se preparó un café fuerte y unas tostadas. Mientras comía, abrió la notebook y revisó los correos de su empresa. Había pasado semanas sin responder nada, dejando que sus socios y empleados se hicieran cargo de casi todo. Ese día, sin embargo, empezó a leer con atención: pedidos de clientes, actualizaciones de proyectos, incluso un recordatorio de una reunión que se había pospuesto por su ausencia. El corazón le latió fuerte. Esa empresa había sido uno de sus grandes orgullos, fruto de noches enteras de esfuerzo y de la pasión que ella ponía en cada detalle. Abandonarla había sido como renunciar a una parte de sí misma.
Con el café a medio tomar, Juliana abrió un documento y comenzó a escribir una lista de cosas pendientes: desde revisar presupuestos hasta hablar con Carolina, su socia y amiga de toda la vida. No se presionó a hacer todo en un día, pero anotarlo la hizo sentir que estaba recuperando un poco de control.
A media mañana, su celular vibró. El nombre de Martín apareció en la pantalla, como una punzada directa al pecho. El reflejo inicial fue contestar, pero su mano se quedó suspendida sobre el teléfono. La llamada insistía. Juliana lo observó y, después de unos segundos de respiración contenida, decidió rechazarla. No quería escucharlo, no todavía. Una parte de ella necesitaba explicaciones, gritarle todo lo que sentía, pero otra —la que estaba despertando lentamente— entendía que no iba a encontrar en él la paz que buscaba.
El silencio que quedó tras cortar la llamada fue extraño. Un vacío, sí, pero también una especie de alivio. “No quiero hablar con vos. Quiero hablar conmigo”, pensó, y dejó el celular a un lado.
El día transcurrió distinto a lo que había sido su rutina de duelo. Ya no se quedó tirada en el sillón mirando series sin sentido ni llorando hasta quedarse dormida. Hizo algo tan simple como ordenar el living, sacar la ropa que llevaba semanas amontonada sobre la silla y regar las plantas que parecían estar tan decaídas como ella lo había estado. En esos pequeños gestos, notó una chispa de energía, como si cada acción la acercara un paso más a la mujer que quería volver a ser.
Por la tarde, llamó a Micaela. Le contó que había trabajado un poco, que había rechazado la llamada de Martín y que había tomado la decisión de empezar a pensar seriamente en el divorcio. Al otro lado de la línea, su amiga suspiró con un tono de orgullo.
—Eso es, Juli. No se trata de correr, se trata de caminar derecho. Y hoy diste un paso gigante.
Esas palabras le llegaron al corazón. Sí, tal vez aún le faltaban noches de llanto, recuerdos que la partirían al medio y miedos que le gritarían al oído, pero también tenía la certeza de que ya no estaba estancada.
Esa noche, antes de dormir, Juliana abrió una libreta que tenía guardada en su mesa de luz. Empezó a escribir en ella, no lo que sentía hacia Martín, sino lo que sentía hacia ella misma: miedos, deseos, y hasta un pequeño sueño que había olvidado, como viajar a Italia algún día o retomar clases de danza. La tinta se deslizaba como si necesitara dejar todo en esas páginas.
Cuando terminó, cerró la libreta y la apretó contra el pecho. Se acostó, apagó la luz y, aunque todavía le costaba dormir, notó algo distinto: no era el insomnio de la angustia, sino la sensación de estar preparando el terreno para un renacer.
Martín seguramente insistiría, tal vez con llamadas, mensajes o promesas vacías. Pero Juliana empezaba a ver que ese capítulo debía cerrarse. Quizás no mañana, quizás no la semana próxima, pero estaba segura de que quería escribir uno nuevo, y en ese, Martín ya no tendría el papel protagónico.
Mientras se quedaba dormida, un pensamiento le cruzó la mente: “Este es solo el comienzo”.
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