Juliana volvió a casa con el cuerpo rígido, como si cada músculo hubiera decidido convertirse en piedra para impedirle caer al suelo. El viaje en auto se le hizo eterno, aunque solo eran veinte minutos. No recordaba los semáforos ni las calles, apenas la sensación de estar flotando en un vacío denso. Las manos le temblaban en el volante y, por momentos, debía obligarse a respirar.
Entró a la casa y el silencio la envolvió. Esa misma sala que tantas veces había imaginado como refugio ahora parecía extraña, como si no le perteneciera. Se dejó caer en el sillón, apretando con fuerza la cartera contra su pecho, como si ese objeto pudiera protegerla del dolor.
Las imágenes de Martín abrazando a esa mujer se repetían en su cabeza, como una película cruel en loop. La risa de ella, la voz de él, esas palabras cargadas de deseo que nunca le había dedicado a ella en los últimos años.
Un nudo en la garganta le quemaba, pero todavía no lloraba. Se repetía que tal vez lo había malinterpretado, que quizá solo era un error, una confusión. El corazón se resistía a aceptar lo obvio.
El sonido de la cerradura girando la sobresaltó. Martín entró, con su perfume habitual y la sonrisa cansada de siempre. Al verla en el sillón, arqueó una ceja, sorprendido.
—¿Llegaste temprano? —preguntó, mientras dejaba las llaves en la mesa.
Juliana lo miró fijo, con los ojos vidriosos. Su voz salió áspera, como si hubiera envejecido en esas horas.
—¿Quién es ella?
Martín se quedó quieto. Fue apenas un segundo, pero suficiente para confirmar lo que Juliana ya sabía. Esa mínima vacilación fue la confesión más clara.
—No sé de qué hablás —respondió, caminando hacia la cocina, evitando su mirada.
Ella se levantó de golpe.
—¡No me mientas, Martín! Te vi. Vi cómo la abrazabas, cómo le decías que era lo mejor que te había pasado.
El silencio se volvió insoportable. El ruido del reloj en la pared parecía retumbar como un tambor. Martín apoyó las manos sobre la mesada y suspiró.
—No quería que te enteraras así…
Juliana sintió que el piso se abría bajo sus pies.
—¿Entonces es cierto? —susurró, apenas audiblemente.
Él se giró hacia ella, con un gesto que pretendía ser compasivo pero solo transmitía frialdad.
—Hace tiempo que lo nuestro ya no funciona. No sos vos, soy yo… —empezó a decir, repitiendo las frases gastadas de todos los infieles del mundo.
—¡Callate! —gritó ella, con la voz quebrada. Una lágrima finalmente se escapó, rodando por su mejilla. —Yo te amaba, Martín. Yo aposté por nosotros todos los días. ¿Cómo pudiste?
Martín bajó la mirada.
—No quise hacerte daño. Simplemente… pasó.
Juliana soltó una carcajada amarga.
—¿Pasó? ¿Así, de la nada? ¿Una mujer se te cayó en los brazos y vos no pudiste hacer nada para evitarlo?
Él se quedó callado, sin atreverse a acercarse. Ese silencio fue como un puñal.
Juliana dio un paso hacia atrás, como si necesitara distancia para poder respirar. Se abrazó a sí misma, intentando contener el temblor que la recorría.
—¿Hace cuánto? —preguntó con la voz temblorosa.
—Unos meses… —admitió al fin.
Juliana cerró los ojos, y ahí sí, el llanto la atravesó sin piedad. Todo su cuerpo se sacudió con sollozos ahogados, como si las lágrimas fueran la única manera de vaciar ese dolor insoportable. Se cubrió el rostro con las manos, sintiendo que todo lo que había sido su vida se desmoronaba frente a ella.
Martín intentó acercarse, pero ella levantó la mano con firmeza.
—No me toques.
Él asintió, incómodo, y se quedó parado en el medio de la sala.
—Lo lamento, Juli. No quise lastimarte.
Juliana bajó las manos y lo miró con una mezcla de rabia y tristeza.
—No me digas que lo lamentás. Si lo lamentaras, no me hubieras mentido cada día.
Se hizo un silencio espeso. Ella lo rompió, con una determinación que la sorprendió a sí misma:
—Andate.
Martín frunció el ceño.
—¿Qué?
—Que te vayas. Ahora. No quiero verte, no puedo.
Él la observó un instante, como si evaluara discutir, pero finalmente recogió las llaves y salió de la casa sin una palabra más. La puerta se cerró con un golpe seco que resonó como un eco interminable.
Juliana quedó sola, de pie en medio del living. El cuerpo le pesaba toneladas, pero las lágrimas no paraban de fluir. Caminó hasta la habitación y se dejó caer sobre la cama. Hundió el rostro en la almohada, ahogando los gritos que le nacían del alma.
Horas después, seguía allí, abrazada a sí misma, con los ojos hinchados y la garganta ardida. Entre sollozos, su mente divagaba: recordaba el primer beso con Martín, las promesas de juventud, los planes de formar una familia. Todo eso ahora parecía un mal chiste.
La traición no solo le robaba a su esposo: le arrebataba los años invertidos, las ilusiones construidas, las certezas en las que había apoyado su vida.
En medio de ese mar de lágrimas, Juliana sintió algo nuevo, apenas un destello. Era un enojo profundo, un calor en el pecho que la obligaba a respirar más fuerte. No sabía cómo, ni cuándo, pero juró que no iba a dejar que ese dolor la definiera para siempre.
Por ahora, solo podía llorar. Pero en lo más profundo de su corazón, una semilla empezaba a germinar: la certeza de que, después de tanto vacío, algún día volvería a florecer.
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