Los Rebeldes capitulo 5

León y la mujer corrieron por un sendero oscuro, el corazón latiéndole con fuerza. Ella se detuvo, decapitando a un caminante con un golpe preciso de su katana. Limpió la sangre negra de la hoja y lo miró.

—Soy Zoe —dijo, firme—. ¿Quién sos vos, y qué hacías con el Capitán?

—Soy León. Estaba con mi hermana Ana y amigos. Nos capturaron, pero no trabajo para el Capitán, ¡te lo juro!

Disparos resonaron a lo lejos. Zoe señaló una casa abandonada.

—Ahí hay provisiones. Sé rápido.

Dentro, el aire olía a polvo. Zoe cerró la puerta y se apoyó contra la pared.

—Estoy con los rebeldes —dijo, seria—. Llevamos meses planeando derribar al Capitán.

León, nervioso, preguntó:

—¿Por qué me contás esto?

Zoe rió, seca.

—Porque estás temblando como hoja. No sos uno de sus perros.

León apretó los puños, ofendido.

—No soy cobarde —gruñó, acercándose a una caja con comida y cuchillos.

Zoe arqueó una ceja, impresionada.

—Tal vez tengas agallas.

Un golpe contra la puerta los congeló. Caminantes. Zoe sacó su katana.

—Salimos por la ventana trasera. Los rebeldes están al norte, cerca del río.

Rompió el cristal y saltó. León la siguió, tropezando, pero se levantó rápido. Corrieron, los caminantes astillando la puerta detrás.

En el bosque, la niebla los envolvió. Zoe se detuvo, señalando un claro.

—Ahí está el río, pero primero hay que limpiar el camino.

Tres caminantes emergieron. Zoe decapitó al primero con un corte limpio. León, temblando, clavó su cuchillo en el cráneo del tercero. Zoe lo miró, aprobadora.

—No está mal, pero no te confiés.

Un silbido cortó el aire. Una flecha se clavó en un árbol. Soldados del Capitán los habían encontrado. Zoe lanzó un cuchillo al líder, derribándolo. León golpeó a otro con una rama, y Zoe lo remató. Una flecha rozó el brazo de León, pero Zoe lo levantó.

—Es un rasguño. El río está cerca.

Corrieron hasta la base de los rebeldes, visible a lo lejos.

En un calabozo húmedo, Joel yacía encadenado, el frío mordiendo su piel. No había comido más que migajas mohosas, y la sed le raspaba la garganta. Su cuerpo estaba roto: costillas doloridas, un ojo hinchado, sangre seca en la cara. Los guardias lo habían golpeado sin piedad, riéndose mientras lo dejaban en un charco de sangre.

NOTA 5

Nombre: Joel (así me llaman)

Edad: 20 o 30

Ojos: marrón

Pelo: marrón

Encadenado en un calabozo, roto, apenas vivo. El Capitán me culpa por la explosión y la casa rodante, pero no fui yo. Ana fue llevada a la casa principal, León escapó, espero que esté con los rebeldes. La nota en la casa rodante decía: No os rindáis. No me rendiré, por ellos. 

Un guardia con una cicatriz en la mejilla entró, sosteniendo un cubo de agua helada. Lo volcó sobre Joel, que tosió y tembló.

—¡Despierta, inútil! —rugió el guardia.

Lo arrastró por el pueblo hasta una iglesia en ruinas, iluminada por velas. El Capitán esperaba en el altar, un hacha a su lado. Joel fue arrojado al suelo. Un recuerdo borroso lo golpeó: una mujer gritando, cabello oscuro agitándose. Pero el dolor lo trajo de vuelta.

—¿Qué sabés de la explosión? ¿Y del chico que escapó? —preguntó el Capitán.

—No sé nada —murmuró Joel, la voz rota.

El Capitán golpeó el hacha contra el suelo.

—Mientes.

Se acercó, su voz fría.

—Te atreviste a desafiarme. Por el bien de mi pueblo, alguien debe pagar. Pasarás por un juicio.

Ataron a Joel a un pilar. El Capitán ordenó:

—Preparadlo para mañana. Que todos vean qué pasa con los que me desafían.

La mañana llegó, y la iglesia estaba abarrotada. Rostros cansados y temerosos llenaban los bancos. Joel, atado al pilar, apenas podía mantenerse consciente. El Capitán alzó la mano, silenciando a la multitud.

—Hoy juzgaremos a este hombre sin nombre —dijo, señalando a Joel—. Es culpable de robar una casa rodante vital para nuestro pueblo y de la explosión que destruyó nuestra casa de armas, dejándonos indefensos.

La multitud murmuró, algunos gritando por justicia, otros dudando. El Capitán golpeó el hacha contra el altar.

—¡Decidan! ¿Lo perdonamos o paga con su vida?

Una mujer mayor susurró:

—Perdónalo, no parece un mal hombre.

Pero un hombre con una cicatriz gritó:

—¡Que muera! ¡Nos dejó a merced de los monstruos!

Joel, con la cabeza gacha, luchaba por mantenerse despierto, el eco de la mujer gritando en su mente.

En una celda húmeda, Mark y Robb estaban encadenados. Mark rompió el silencio.

—Nos sacaron a trabajar en el taller. Si jugamos bien, matamos a los guardias y escapamos con la casa rodante.

Robb frunció el ceño.

—¿Y Joel, Ana y León?

Mark lo miró, duro.

—Hijo, lo importante es sobrevivir. No somos sus salvadores. Mañana, cuando nos saquen, atacamos. Usa lo que encuentres.

Robb asintió, dudando, el peso de la decisión en su pecho.

Ana estaba en una habitación limpia, un contraste extraño con el pueblo. Un plato de arroz y carne y un vaso de agua estaban sobre la mesa, pero no los tocó, temiendo una trampa. Pensaba en León, en Joel, en la plaza. La incertidumbre la carcomía.

Caminó por la habitación, buscando una salida. La ventana estaba sellada, las paredes intactas. ¿Dónde está mi arco? pensó, vulnerable. Se desplomó, llorando. Recordó su promesa con León: luchar juntos, pase lo que pase. Las palabras de Joel resonaron: No te rindas, Ana.

Se levantó, arrancó su remera y la envolvió en su mano. Rompió un espejo, tomando un trozo afilado como arma. Cuando una chica entró con comida, Ana la sorprendió, presionando el vidrio contra su cuello. Podría haberla matado, pero no lo hizo. La empujó contra la pared y corrió bajando la escalera, decidida a encontrar a León.

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