Capitulo 3:

La pesadilla comenzó cuando la cerveza ya iba por la mitad.

Al principio, traté de convencerme de que el mareo era simple producto de mi poca experiencia con el alcohol.

Nunca había sido de beber mucho, pero recordaba bien esas vacaciones en Acapulco, cuando había probado tequila

—duro, ardiente, fuerte—,

y ni siquiera entonces me había sentido así.

Esto era distinto.

La habitación empezó a girar lentamente, como si el suelo quisiera tragarse mis pasos.

Una sensación viscosa me trepaba por la garganta, y de pronto lo pensé:

quizá alguien le puso algo a la bebida.

El simple pensamiento me heló la sangre.

Con un esfuerzo enorme, busqué a Pablo.

Estaba en la sala, riendo con un par de amigos, su voz sobresalía entre las demás como un canto arrogante.

Me costaba un mundo moverme, cada paso era una batalla contra mis piernas que amenazaban con doblarse.

Me acerqué tambaleándome y apenas logré tocarle el hombro.

Él giró enseguida.

Su sonrisa se borró en un segundo.

—Mi Reyna, ¿estás bien? ¿Cuánto has bebido? —

preguntó con una mezcla de sorpresa y aparente preocupación.

Mis labios se movieron torpes, como si me costara articular palabras.

—Solo la mitad de la cerveza que me diste… pero me siento muy mal. Creo que… creo que le pusieron algo.

Por un instante, vi un destello extraño en sus ojos.

Apenas duró un segundo, pero me atravesó como un cuchillo.

Él reaccionó rápido, ofreciéndome una sonrisa tranquilizadora.

—Ven, te llevaré a mi habitación para que te laves la cara y descanses un poco.

Negué débilmente, aferrándome a lo único que todavía podía salvarme:

—No… voy a llamar a mi hermano. Me quiero ir a casa.

Sacudí la mano en busca de mi bolso, de mi celular, pero Pablo negó con la cabeza y sujetó mi brazo con firmeza.

—No, mi cielo. Ya estás aquí. Y yo… yo te voy a cuidar.

Quise protestar, gritar, pero la voz se me quedó atrapada en la garganta.

Todo alrededor se volvió borroso, las risas y la música se mezclaron en un zumbido lejano, como si estuviera bajo el agua.

La oscuridad me envolvió sin darme tregua.

Y ese fue el último recuerdo nítido de esa noche.

Cuando recobré el sentido, lo primero que me envolvió fue la oscuridad.

Todo estaba borroso, como si mis párpados pesaran toneladas y mis pensamientos se arrastraran en un pantano.

El aire olía a encierro, a alcohol derramado, a algo rancio que me revolvió el estómago.

Un dolor punzante en mi entrepierna me sacudió de golpe, como una alarma brutal que me devolvió a la realidad.

La respiración se me aceleró, y de pronto lo sentí:

unas manos recorriendo mi cuerpo sin mi consentimiento, invadiendo cada límite que alguna vez creí seguro.

El pánico me atravesó como electricidad.

Quise moverme, pero mis brazos apenas respondían, pesados, entumecidos.

La garganta me ardía, como si hubiera gritado en sueños o como si una fuerza invisible me negara la voz.

"No puede ser… no puede estar pasando."

Intenté abrir los ojos por completo, forzar a mi cuerpo a reaccionar, pero lo único que logré fue un jadeo quebrado.

Sentía mi piel arder bajo esas caricias ajenas, asquerosas, como brasas que quemaban más por la humillación que por el contacto.

—Shhh… tranquila, mi Reyna —

susurró una voz que conocía demasiado bien, pegada a mi oído.

La reconocí en el acto, y el mundo se me derrumbó.

Pablo.

Cada parte de mí gritaba que debía empujarlo, golpearlo, correr.

Pero mi cuerpo no respondía, como si me hubieran robado la fuerza junto con la dignidad.

Las lágrimas brotaron solas, silenciosas, resbalando por mis sienes.

Quise decir no, quise suplicarle que parara, pero las palabras se ahogaban en mi garganta, convertidas en un murmullo débil que apenas sonaba.

El dolor, la confusión y la impotencia se mezclaron en un torbellino insoportable.

Era como estar atrapada dentro de una pesadilla, pero con la terrible certeza de que no lo era.

La oscuridad volvió a reclamarme, arrastrándome otra vez hacia un vacío en el que no existía ni el tiempo ni el lugar.

Solo el miedo.

Solo la repulsión.

Solo la traición.

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