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El Maestro Encantador

Capitulo 1:

El semestre estaba a la vuelta de la esquina.

 Solo de pensarlo, podía imaginar el bullicio de los pasillos abarrotados, las risas que rebotaban contra las paredes, las conversaciones a medias que se cruzaban en un mismo instante como un caos organizado.

 No era precisamente algo que me entusiasmara; detestaba sentirme atrapada en medio de la aglomeración, como si todo el aire me faltara de golpe.

Sin embargo, había algo que sí me impulsaba a seguir:

la certeza de que continuaría con mis estudios.

Me faltaba apenas un año para graduarme y cada día ponía todo de mí para alcanzar esa meta.

No buscaba títulos ni reconocimientos externos, mi verdadero sueño era construir mi propia marca, levantar algo que fuera mío, sin deberle nada a nadie.

La sola idea de trabajar en una empresa, obedeciendo órdenes de extraños, me revolvía el estómago.

Quizás muchos pensaban que era una muchacha engreída, fría, incluso antipática.

Lo escuchaba en los murmullos, lo leía en las miradas de quienes nunca se atrevieron a preguntarme nada de frente.

Si supieran… si tan solo se imaginaran lo que tuve que atravesar y el precio que pagué por mantenerme de pie, guardarían silencio antes de juzgarme.

Pero ya no me interesa corregir sus percepciones.

Es mejor que inventen sus propios motivos, que llenen con suposiciones el vacío de mi silencio.

Explicar significaría abrir heridas que aún sangran.

—Mi princesa —me saludó mi padre con esa calidez que solo podía transmitir en su idioma natal.

Lo dijo apenas me vio aparecer en el comedor.

Me senté frente a él, intentando dibujar una sonrisa que no terminaba de encajar en mis labios.

—Buenos días —murmuré.

Mi madre salió de la cocina con un canasto de tortillas recién hechas, aún desprendiendo ese vapor que se enredaba en el aire y llenaba la habitación con un aroma que me recordaba a hogar, a refugio.

—¿Sí pudiste descansar? —preguntó con ternura, dejando el canasto sobre la mesa.

Asentí, bajando la mirada al plato vacío frente a mí.

—Sí —respondí, sin dar más detalles.

Mentía.

Todas las noches se repetía la misma tortura:

esas malditas pesadillas me perseguían sin descanso.

Siempre regresaba a aquel día, a esos segundos que me marcaron para siempre.

Los recuerdos eran como cuchillas que desgarraban la poca tranquilidad que lograba construir durante el día.

Mi espalda se tensó solo de evocarlo, como si mi propio cuerpo me obligara a recordar lo que tanto me esfuerzo en olvidar.

Me llevé una tortilla caliente entre los dedos, más para ocupar mis manos que por hambre.

La verdad es que el apetito hacía tiempo que me había abandonado, y en su lugar quedaba ese nudo en el estómago que se apretaba cada mañana.

—Te ves cansada, hija —comentó mi madre con preocupación, ladeando un poco la cabeza.

—Estoy bien —mentí otra vez, tragando saliva con dificultad.

Era más fácil repetir esa frase que confesar lo que de verdad me estaba consumiendo.

¿De qué serviría cargar también a mis padres con mis demonios?

—En un par de días comienzas el semestre, ¿no estás emocionada? —mi madre insistió, con esa sonrisa que intentaba animarme a toda costa.

Yo clavé la mirada en el borde de mi plato, siguiendo con los ojos la línea irregular de la cerámica como si allí pudiera encontrar alguna salida.

—Sí… ya quiero que sea lunes —respondí al fin, intentando sonar convincente.

No era del todo mentira.

La arquitectura era lo único que aún me mantenía en pie, el único lugar donde sentía que mi mente se calmaba, que todo el ruido interior podía transformarse en planos, en estructuras, en algo sólido y tangible.

Construir sobre el papel me daba una paz que ninguna otra cosa lograba darme.

Mi padre asintió satisfecho, mientras mi madre seguía acomodando la mesa con el mismo cuidado de siempre, como si en cada detalle quisiera envolverme con un abrazo silencioso.

Mi hermano había salido temprano al gimnasio, así que aquella mañana desayunamos solo los tres.

El silencio entre bocado y bocado se sintió denso, como si todos supieran que mi ánimo era una cuerda floja que podía romperse con cualquier pregunta extra.

Apenas terminé, recogí mis platos y limpié todo antes de subir a mi habitación.

Encerrarme allí se había convertido en mi refugio.

Encendí la laptop y, como cada mañana, revisé el correo de la facultad de arquitectura.

Entre la rutina de circulares y recordatorios, un mensaje nuevo llamó mi atención.

El asunto decía:

Cambio en la Dirección de la Facultad.

Lo abrí de inmediato.

El correo explicaba que el decano Guadalupe había sido trasladado a otra universidad.

Él era quien impartía Diseño Arquitectónico, aunque, para ser sincera, apenas podía llamarse “enseñanza” lo que hacía.

Se pasaba las horas con una copa de vino en la mano y un cigarro en la otra, mientras nosotros dibujábamos como niños de kínder, sin dirección, sin crítica, sin nada que valiera la pena.

Mi corazón dio un pequeño salto al leer el nombre del nuevo decano:

Leonardo López.

Desconocido para mí, pero al menos representaba un cambio, una esperanza.

Quizá, por fin, aprenderíamos de alguien que realmente amara lo que enseñaba.

La técnica que tenía, la que me mantenía a flote, la había perfeccionado yo sola, a escondidas, con tutoriales en línea y horas interminables de práctica.

Tal vez ahora, con un nuevo profesor, podía aspirar a más.

Estaba a punto de cerrar sesión, incluso moví el cursor hacia el icono de salida, cuando apareció una notificación en la esquina de la pantalla.

Una sola palabra iluminó la bandeja de entrada.

Remitente: Pablo.

Sentí cómo la sangre se me helaba en las venas.

El mismo nombre que había destrozado mis noches, el culpable de cada pesadilla que me arrancaba el sueño con gritos ahogados.

Tragué saliva.

El corazón comenzó a golpearme el pecho con violencia.

No lo abrí.

No todavía.

Ni siquiera podía mover el cursor.

La simple presencia de esas letras en mi pantalla bastaba para que los recuerdos me envolvieran como sombras que no había pedido volver a ver.

Las palabras de mi madre volvieron a mi mente como un eco:

¿No estás emocionada?

Sí.

Estaba emocionada por el lunes, por los planos, por las líneas que podía dibujar para construir futuros.

Pero la realidad era otra:

el pasado había encontrado el modo de alcanzarme de nuevo.

Y lo había hecho con un simple correo.

Capitulo 2:

El mensaje me golpeó con la fuerza de una piedra lanzada directo al pecho:

"mi Reyna", cuánto tiempo sin saber de ti, ¿podremos vernos? Te extraño."

El asco me recorrió de inmediato, desde el estómago hasta la garganta.

Mis dedos temblaron sobre el ratón y cerré la ventana casi al instante, como si con eso pudiera borrar también la sensación de suciedad que me dejaba leerlo.

No entendía si era un enfermo que se convencía a sí mismo de otra realidad o si simplemente había decidido ignorar el peso de sus actos.

Pero lo que él me hizo tiene un nombre.

Y no importa si es aquí o en la mismísima China:

violación.

Mi respiración se agitó.

Sentí ese nudo en el estómago, el mismo que me había acompañado cada noche desde entonces.

Y, sin quererlo, los recuerdos me arrastraron de vuelta.

RECUERDOS

—Mamá, papá, prometo que no voy a tardar. Estaré aquí antes de la una de la madrugada. —Mi voz sonaba ansiosa, casi rogando.

Pablo me había invitado a una fiesta en su casa y no quería perder la oportunidad de compartir con sus amigos, de sentirme parte de su mundo.

Mi padre me miró con esos ojos serios que siempre lograban hacerme dudar.

—Mi princesa, ese chico no me da buena espina —dijo, con un tono firme que se clavó en mi pecho.

Me hervía la sangre.

Me crucé de brazos, conteniendo la rabia que me provocaba su desconfianza.

—Papá, ¡es mi novio! Y él nunca me ha faltado al respeto —recalqué, alzando la voz más de lo que debería.

Mi madre intentó suavizar la tensión, como siempre lo hacía.

—Ernesto, solo por esta vez déjala ir. Yo tampoco estoy de acuerdo en que vaya, pero… ella ya tiene veintidós años. Sabe cuidarse sola. —Sus palabras buscaban equilibrio, pero en mi interior sentí que me entregaban un voto de confianza que no quería defraudar.

Mi padre se pasó una mano por el cabello, frustrado, como si algo dentro de él le gritara que no debía ceder.

Finalmente suspiró y accedió.

—Está bien —dijo seco, sin mirarme a los ojos—. Pero tu hermano te llevará.

Un alivio me recorrió el cuerpo.

La emoción me nubló el juicio y lo abracé antes de que cambiara de opinión.

—¡Gracias, papá! Te lo prometo, voy a regresar temprano.

Esa promesa fue la primera que rompí.

Mi hermano me acompañó hasta la casa de Pablo, conduciendo el auto que mis padres le habían prestado.

Apenas llegamos, estacionó frente a la puerta y se inclinó hacia mí.

—¿Segura que no quieres que me quede? —

preguntó, desconfiado, con esa expresión que nunca podía esconder.

Rodé los ojos.

—Estaré bien, no seas exagerado. Es solo una fiesta, todos van a estar allí.

Él me observó unos segundos más, como si quisiera leer algo detrás de mi sonrisa forzada.

Pero al final se resignó.

—Está bien… pero cualquier cosa me llamas.

Asentí con rapidez, bajé del auto y caminé hacia la puerta iluminada de la casa de Pablo.

Nunca imaginé que ese sería el comienzo de mi peor pesadilla.

—¿Necesitas que me quede contigo? —

preguntó mi hermano, con esa mezcla de desconfianza y protección que siempre me incomodaba un poco.

Sacudí la cabeza, intentando sonar segura, aunque por dentro tenía ese cosquilleo extraño que no quise interpretar.

—No te preocupes, puedes irte a casa. Gracias, hermanito. —

Forcé una sonrisa, y él terminó devolviéndomela, como si quisiera transmitirme calma.

—Vendré por ti faltando un cuarto para la una —me advirtió, mirándome con seriedad.

Asentí sin darle mayor importancia.

Un abrazo rápido y luego lo vi marcharse en el auto, perdiéndose entre las luces de la calle.

Respiré hondo y me giré hacia la entrada.

Las puertas estaban abiertas de par en par, y el sonido de la música retumbaba hasta el suelo, vibrando en mi pecho.

El aire olía a alcohol mezclado con perfume barato y humo de cigarrillo.

Personas que apenas conocía bailaban, reían, se abrazaban como si el mundo fuera un carnaval sin fin.

Me abrí paso entre la multitud, saludando con un gesto tímido a quienes cruzaban sus miradas conmigo, hasta que lo vi.

Pablo estaba en la cocina, inclinado frente al refrigerador mientras acomodaba botellas de licor como si fueran tesoros.

Me acerqué hasta la isla, apoyando mis manos en la fría superficie de mármol.

—Hola, amor. Sorpresa. —

Mi voz sonó ligera, juguetona, como si realmente no hubiera tenido que convencer a medio mundo para estar allí.

Él levantó la mirada y sonrió, con un dejo de sorpresa en sus ojos.

—¡Vaya! Pensé que a Rapunzel nunca la iban a dejar salir de su torre. —

Soltó su típica broma, esa que siempre me hacía rodar los ojos, pero esta vez solo sonreí.

Pablo se dio la vuelta hacia el refrigerador, buscó algo en su interior y, segundos después, giró de nuevo hacia mí con una cerveza en la mano.

Ya estaba destapada.

—Toma. —

Me la extendió con naturalidad.

La miré con duda.

La espuma en la boquilla delataba que había sido abierta hacía unos minutos.

Mis dedos se quedaron flotando a pocos centímetros del vidrio, indecisos.

Él lo notó de inmediato.

—La había destapado para mí, pero puedes beberla tranquilamente. —

Me sostuvo la mirada con esa seguridad que me desarmaba, como si todo lo que dijera fuera incuestionable.

Tragué saliva.

En mi interior una pequeña voz gritaba que algo no estaba bien, pero la apagué.

Pablo era mi novio.

El chico al que había defendido con uñas y dientes frente a mi padre esa misma tarde.

¿Qué sentido tenía desconfiar de él ahora?

Tomé la botella y le di un sorbo.

El líquido frío me bajó por la garganta, arrastrando consigo mi resistencia.

Me convencí de que estaba exagerando, de que todo estaba bien, de que allí nada malo podía pasar.

Me equivoqué.

Capitulo 3:

La pesadilla comenzó cuando la cerveza ya iba por la mitad.

Al principio, traté de convencerme de que el mareo era simple producto de mi poca experiencia con el alcohol.

Nunca había sido de beber mucho, pero recordaba bien esas vacaciones en Acapulco, cuando había probado tequila

—duro, ardiente, fuerte—,

y ni siquiera entonces me había sentido así.

Esto era distinto.

La habitación empezó a girar lentamente, como si el suelo quisiera tragarse mis pasos.

Una sensación viscosa me trepaba por la garganta, y de pronto lo pensé:

quizá alguien le puso algo a la bebida.

El simple pensamiento me heló la sangre.

Con un esfuerzo enorme, busqué a Pablo.

Estaba en la sala, riendo con un par de amigos, su voz sobresalía entre las demás como un canto arrogante.

Me costaba un mundo moverme, cada paso era una batalla contra mis piernas que amenazaban con doblarse.

Me acerqué tambaleándome y apenas logré tocarle el hombro.

Él giró enseguida.

Su sonrisa se borró en un segundo.

—Mi Reyna, ¿estás bien? ¿Cuánto has bebido? —

preguntó con una mezcla de sorpresa y aparente preocupación.

Mis labios se movieron torpes, como si me costara articular palabras.

—Solo la mitad de la cerveza que me diste… pero me siento muy mal. Creo que… creo que le pusieron algo.

Por un instante, vi un destello extraño en sus ojos.

Apenas duró un segundo, pero me atravesó como un cuchillo.

Él reaccionó rápido, ofreciéndome una sonrisa tranquilizadora.

—Ven, te llevaré a mi habitación para que te laves la cara y descanses un poco.

Negué débilmente, aferrándome a lo único que todavía podía salvarme:

—No… voy a llamar a mi hermano. Me quiero ir a casa.

Sacudí la mano en busca de mi bolso, de mi celular, pero Pablo negó con la cabeza y sujetó mi brazo con firmeza.

—No, mi cielo. Ya estás aquí. Y yo… yo te voy a cuidar.

Quise protestar, gritar, pero la voz se me quedó atrapada en la garganta.

Todo alrededor se volvió borroso, las risas y la música se mezclaron en un zumbido lejano, como si estuviera bajo el agua.

La oscuridad me envolvió sin darme tregua.

Y ese fue el último recuerdo nítido de esa noche.

Cuando recobré el sentido, lo primero que me envolvió fue la oscuridad.

Todo estaba borroso, como si mis párpados pesaran toneladas y mis pensamientos se arrastraran en un pantano.

El aire olía a encierro, a alcohol derramado, a algo rancio que me revolvió el estómago.

Un dolor punzante en mi entrepierna me sacudió de golpe, como una alarma brutal que me devolvió a la realidad.

La respiración se me aceleró, y de pronto lo sentí:

unas manos recorriendo mi cuerpo sin mi consentimiento, invadiendo cada límite que alguna vez creí seguro.

El pánico me atravesó como electricidad.

Quise moverme, pero mis brazos apenas respondían, pesados, entumecidos.

La garganta me ardía, como si hubiera gritado en sueños o como si una fuerza invisible me negara la voz.

"No puede ser… no puede estar pasando."

Intenté abrir los ojos por completo, forzar a mi cuerpo a reaccionar, pero lo único que logré fue un jadeo quebrado.

Sentía mi piel arder bajo esas caricias ajenas, asquerosas, como brasas que quemaban más por la humillación que por el contacto.

—Shhh… tranquila, mi Reyna —

susurró una voz que conocía demasiado bien, pegada a mi oído.

La reconocí en el acto, y el mundo se me derrumbó.

Pablo.

Cada parte de mí gritaba que debía empujarlo, golpearlo, correr.

Pero mi cuerpo no respondía, como si me hubieran robado la fuerza junto con la dignidad.

Las lágrimas brotaron solas, silenciosas, resbalando por mis sienes.

Quise decir no, quise suplicarle que parara, pero las palabras se ahogaban en mi garganta, convertidas en un murmullo débil que apenas sonaba.

El dolor, la confusión y la impotencia se mezclaron en un torbellino insoportable.

Era como estar atrapada dentro de una pesadilla, pero con la terrible certeza de que no lo era.

La oscuridad volvió a reclamarme, arrastrándome otra vez hacia un vacío en el que no existía ni el tiempo ni el lugar.

Solo el miedo.

Solo la repulsión.

Solo la traición.

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