Cap 1

El reloj de pared marcaba las once y cuarenta y siete de la noche. En el estudio, una lámpara de escritorio derramaba un círculo cálido de luz sobre un mar de papeles, tazas de café frío y libros abiertos. En medio de todo aquel caos organizado, Eunice apoyaba la barbilla en una mano, con el lápiz aún atrapado entre sus dedos, mientras los párpados le pesaban cada vez más.
Su cabello castaño, corto y rizado, formaba un revoltijo indomable alrededor de su rostro. Los lentes, ligeramente torcidos sobre su nariz, reflejaban el brillo tenue de la lámpara. Había pasado tantas horas escribiendo que apenas notaba el hormigueo en sus muñecas.
Frente a ella, reposaba su tesoro: una edición de tapa dura de La corteza del bambú hacia nuestro amor, una de sus propias novelas y, sin duda, su favorita. La portada mostraba un bosque infinito, envuelto en neblina, con una silueta femenina en tonos carmesí avanzando hacia un horizonte desconocido.
Eunice (la escritora)
Eunice (la escritora)
—Solo un repaso más… —murmuró, hojeando una página.
Leyó una línea que siempre le provocaba una punzada de orgullo:
"Allí donde el bambú se alza más alto que los pinos y el viento canta entre sus hojas, la verdad y el peligro esperan al corazón que se atreva a buscarlos."
El bostezo le llegó sin permiso. Eunice intentó tomar un sorbo de café, pero la taza estaba vacía. El silencio del apartamento, roto solo por el tic-tac del reloj, se volvió pesado… hipnótico. Sus párpados se cerraron, y su frente se recostó sobre las páginas abiertas, como si buscara refugio en su propia historia.
Fue entonces cuando ocurrió.
Primero, una vibración suave recorrió el papel. El aire pareció calentarse, y una luz, tenue al principio, comenzó a brotar desde la línea central del libro, como si las letras mismas estuvieran ardiendo con vida propia. Eunice, entre sueños, frunció el ceño, pero no despertó.
La luz creció, expandiéndose como agua derramada, bañando el escritorio, el suelo, las paredes. El latido de su corazón se aceleró sin que ella entendiera por qué. Afuera, las ventanas se llenaron de un resplandor imposible, como si un segundo sol hubiera nacido en la noche.
El aire olía a lluvia y a hierba recién cortada.
Un último pulso de energía atravesó la habitación, y la luz la envolvió por completo. Eunice sintió que flotaba, que su cuerpo se volvía ligero, que todos sus sentidos se despegaban de la realidad como hojas arrastradas por el viento.
No hubo gritos. No hubo dolor. Solo un instante de silencio perfecto.
. . .
En el mundo real, su silla quedó vacía. El libro, aún abierto, reposaba inmóvil, y la lámpara iluminaba un espacio donde ya no había nadie.
Las noticias corrieron rápido. "La escritora Eunice desaparece misteriosamente en su propia casa", decían los titulares de la mañana siguiente. La policía encontró su apartamento cerrado por dentro, sin señales de entrada forzada. Amigos, lectores y periodistas llenaron las redes con preguntas, teorías y plegarias.
Pero Eunice ya no estaba allí.
. . .
Lo primero que sintió fue el viento. Un viento suave, fresco, cargado de aromas que no reconocía: flores dulces, tierra húmeda y hojas agitadas. Abrió los ojos lentamente… y lo que vio le robó el aliento.
Flotaba en un cielo de nubes doradas, como si mil hilos de luz salieran desde su pecho, descendiendo hacia un mundo que parecía pintado a mano. Los hilos se extendían, brillando, hasta perderse en la inmensidad.
Eunice intentó moverse, pero no había peso en su cuerpo, ni fuerza en sus manos. La sensación era extraña: no estaba cayendo… estaba siendo guiada.
Debajo de ella, un mar verde se extendía hasta donde alcanzaba la vista: el Bosque de Bambú. Sin embargo, no era el bosque que ella recordaba haber escrito. Los tallos eran tan altos y gruesos que empequeñecían a los robles más viejos. Entre ellos, corrían senderos de luz y sombra, y el viento hacía cantar las hojas como un coro distante.
Su cuerpo comenzó a descender lentamente, atravesando la neblina matinal hasta que, con un susurro de hierba aplastada, aterrizó sobre un lecho de pasto húmedo.
Abrió los ojos… y todo cambió.
Frente a un pequeño manantial, el reflejo que la miraba no era su rostro castaño y pecoso, sino el de Ámbar: cabello rojo como el atardecer, ojos verdes profundos, piel bañada por la luz suave de la mañana.
Eunice retrocedió un paso, tambaleante. Se tocó el rostro, el cabello, las manos. No había duda: estaba dentro del cuerpo de su protagonista.
Una sonrisa, primera incrédula, luego emocionada, se dibujó en sus labios.
Ambar
Ambar
—No puede ser… —susurró—. Si esto es un sueño, es el mejor de mi vida.
Y en ese instante, como si el destino lo hubiera decidido, el Bosque de Bambú comenzó a cantar con el viento… y Eunice supo que su historia apenas estaba comenzando.
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