Iriel y la daga

Esperé a que el castillo cayera en su letargo nocturno, aunque según Iriel aquí siempre es de noche, la luna es el astro eterno. Las criaturas de la noche —como ella los llamaba —no soportaban la luz. Por eso una bruja muy poderosa había lanzado un hechizo para que en este lugar el sol no brillara nunca.

Eso significaba que en algún lugar, la luz reinaba. Así que se me ocurrió que cuando lograra escapar de aquí, y si no podía regresar a casa me quedaría en el sitio más luminoso que encontrara.

Uno de tantos días, esperé el momento preciso donde las antorchas menguaban, los pasos cesaban, y el silencio se volvía tan espeso como la niebla tras los vitrales. Me moví como una sombra, descalza, con el corazón martillándome en el pecho.

Golpeé tres veces la pared norte.

Una pausa.

Tres más.

Por un instante temí que no vendría. Que fuera una trampa, o peor aún, que ella ya no estuviera. Pero entonces, escuché un clic suave. Parte del panel se deslizó hacia un lado, revelando un estrecho pasadizo. Iriel estaba allí, envuelta en una capa marrón, y sus ojos se veían como cristales apagados.

—Entra —susurró.

Pasé y ella cerró el panel tras de mí.

Me llevó a través de un pasillo angosto con muros de piedra húmeda. Caminamos en silencio por varios minutos, hasta que llegamos a una pequeña habitación escondida en los cimientos del castillo. Apenas iluminada por un velador que colgaba de una cuerda en el techo, el aire olía a polvo, hierro y humedad. Había una manta en el suelo, una jarra con agua, y libros apilados con esmero. Parecía un rincón olvidado por todos, menos por ella.

—Este es mi verdadero cuarto, aquí estoy en paz—dijo con una sonrisa amarga.

Me senté sobre la manta. Iriel se arrodilló frente a mí y me miró largo rato. Como si no supiera por dónde empezar.

—¿Por qué me ayudas? —pregunté.

Ella bajó la vista.

—Porque antes de tí… yo estuve en el mismo lugar que tú. Yo fui la única.

El silencio cayó entre nosotras como una manta pesada. Hasta que, al fin, comenzó a hablar.

—Me llamaba Samanta antes de que él me transformara. Era humana, como tú. Vivía en una aldea lejos del bosque. Mi madre era herborista, y yo ayudaba en el mercado. Una noche, mientras regresaba a casa, una tormenta me obligó a refugiarme en una vieja capilla abandonada. Lo vi por primera vez allí. A Vaelric.

La voz de Iriel tembló al pronunciar su nombre, pero no se detuvo.

—No me atacó. No como uno espera. Fue… seductor. Galante. Me ofreció refugio, seguridad, incluso conocimiento. Me dijo que mi sangre tenía un eco antiguo, que éramos compatibles. Le creí.

Sus ojos se humedecieron, pero no lloró.

—Me trajo al castillo. Me vistió como una reina. Me alimentó de manjares, me leyó poemas, me habló de estrellas y amores eternos… y después me marcó. Como suya. Dijo que no necesitaba alimentarse de mí, que había algo más entre nosotros. Pero cuando vio que era débil, que lloraba, que suplicaba, se aburrió.

La rabia y la tristeza se mezclaron en su voz.

—Y como no fui suficiente para él. Me quitó el privilegio de su sangre, me prohibió salir, me hizo sirvienta. Pero no me dejó morir. Me mantiene aquí… como advertencia. Como castigo.

Me costaba respirar. Sentía el pecho apretado.

—¿Nunca trataste de huir?

—Una vez —dijo con una mueca —Pero no lo logré.

—¿Pero, por dónde?

—La puerta que lleva al bosque está protegida por magia antigua. Solo alguien con sangre viva, sangre no corrompida, puede cruzarla.

—¿Como yo?

Asintió con lentitud.

—Eres la primera en muchos años que puede caminar en este mundo sin pertenecerles aún.

Se levantó, caminó hacia una de las paredes, y sacó de una grieta una caja pequeña envuelta en una tela. Volvió a sentarse conmigo y la abrió. Dentro había una daga. Pequeña. Ligera. De hoja curva, con un mango de hueso tallado. Era hermosa… y letal.

—Esto fue lo único que guardé de mi intento de fuga. Yo no supe usarla a tiempo.

Me la tendió. No la tomé de inmediato.

—¿Quieres que lo mate?

—No —susurró con amargura —Nadie puede matar al conde con una simple daga. Pero puede darte la oportunidad de escapar.

—¿Y cuándo…?

Iriel me miró con los ojos llenos de advertencia.

—Cuando te dejen un vestido de encaje negro y te mande a buscar para “la ceremonia”… ese será el momento. Ese vestido es señal de que ha decidido marcarte. De que te va a convertir en su compañera eterna. Lo hace en privado. En la sala de los espejos. Nadie interrumpe. Nadie ayuda. Si entras allí… y no actuas… vas a terminar como yo. O peor.

Mi garganta estaba seca. Me obligué a tragar.

—¿Por qué?

Iriel tocó mi mano con suavidad. Por primera vez, parecía más hermana que extraña.

—Porque no lloras. No tiemblas. Porque cuando te vi resistir sin una lágrima… recordé quién fui antes de quebrarme. Y porque tal vez, solo tal vez, si logras escapar… algo de mí escape contigo.

Tomé la daga. La sentí caliente en mi mano.

—Gracias —dije.

Iriel asintió. Pero no sonrió.

—Ahora vuelve. Antes de que noten tu ausencia.

Regresé a mi cuarto por el mismo pasadizo, con el corazón latiendo como un tambor de guerra. Oculté la daga en el doble fondo del joyero de marfil que Vaelric me había regalado días atrás. Irónico.

Esa noche soñé con fuego. Con sangre. Y con un vestido negro que me envolvía como una tela de muerte.

Los días siguientes fueron extrañamente tranquilos. Vaelric no vino. Las otras vampiras seguían entrando y lanzando miradas de odio, pero ahora no hablaban. Como si supieran algo que yo no.

Iriel venía por las noches. Siempre por el pasadizo. Hablábamos un poco, le pregunté dónde estábamos y ella respondió qué efectivamente como había dicho mi compañero de celda estábamos en tierra de vampiros. También pregunté si aquí había humanos, ella respondió que tal vez quedaran algunos. Aunque no estaba muy segura de ello. A veces solo compartíamos el silencio.

Un día, una de las sirvientas dejó algo sobre mi cama. Una caja larga, con bordes dorados. La abrí despacio.

Y el vestido que Iriel había mencionado estaba allí.

Corto, de encaje negro. Delicado como una telaraña. La tela olía a rosas y algo más.

Una nota acompañaba el regalo:

“Esta noche...”—V.

Sentí el estómago dar un vuelco. La sangre se me heló.

Al parecer el momento mencionado por Iriel, había llegado.

Así que recordé cada una de nuestras charlas, me vestí, y una vez que estuve lista fui hasta el joyero. Saqué la daga. La envolví con una tela oscura y la até a la parte interna del muslo, asegurándola con un lazo.

Cuando salí de la habitación, los guardias ni siquiera me miraron. Me escoltaron como si llevaran a una novia a su altar… o a una víctima a su sacrificio.

Las puertas del salon de los espejos se abrieron solas. Dentro de él, Vaelric me esperaba.

Vestía una túnica negra con detalles plateados. Su cabello brillaba con la luz de los candelabros. Sonrió al verme. Pero esta vez, su sonrisa era más que peligrosa. Era… triunfal.

—Estás hermosa —dijo —Esta noche, todo cambiará.

Yo asentí.

Sonreí débilmente.

Y apreté el mango de la daga con fuerza.

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