La casa estaba envuelta en un silencio denso, casi antinatural, roto únicamente por los gruñidos guturales de los errantes que merodeaban al otro lado de las paredes. Era un coro irregular, a veces lejano, a veces tan cercano que parecía que los monstruos respiraban junto a ellos a través de las tablas de madera que tapiaban las ventanas. El crujido ocasional de la madera, forzada por el viento nocturno, se mezclaba con ese concierto macabro, amplificando la sensación de encierro. Afuera, el mundo parecía un cementerio viviente; adentro, un santuario frágil que podía derrumbarse en cualquier instante.
El grupo se había reunido en la sala, apiñado, con el corazón encogido y los nervios tensos como cuerdas a punto de romperse. Nadie hablaba. Nadie se atrevía siquiera a respirar con normalidad, como si cada inhalación demasiado sonora pudiera atraer la atención de las bestias del exterior.
El dron yacía en medio del suelo, un intruso silencioso que parecía no pertenecer a ese mundo carcomido por la decadencia. Su estructura metálica aún vibraba por el vuelo reciente, como si guardara en sus engranajes el eco de un zumbido lejano. Había entrado por la ventana con una precisión inquietante, casi quirúrgica, aterrizando suavemente, como si unas manos invisibles lo hubieran conducido. En su chasis, un pedazo de papel estaba asegurado con un improvisado cordel, manchado de suciedad.
Elian fue el primero en reaccionar. Avanzó despacio, cada paso acompañado por el crujido del piso de madera, que sonaba a traición en medio del silencio opresivo. Cada movimiento suyo parecía arrastrar consigo el riesgo de ser descubierto. La penumbra de la sala apenas era cortada por los hilos de luz pálida que se colaban entre las rendijas de las tablas clavadas en las ventanas. Esos haces luminosos se estrellaban contra el polvo suspendido, formando columnas espectrales que daban a la habitación un aire de iglesia abandonada.
Sus dedos temblorosos se extendieron hacia el dron, como si estuviera a punto de tocar un objeto prohibido, un artefacto de otro tiempo, ajeno a la desolación que reinaba afuera.
—¿Qué es esto? —preguntó Aria, su voz quebrada, incapaz de ocultar la mezcla de miedo y curiosidad que la atenazaba.
—No lo sé —murmuró Elian, concentrado mientras desanudaba el cordel con una delicadeza casi quirúrgica—. Pero parece que es un mensaje.
Sofía se adelantó, inclinando la cabeza para ver mejor. La penumbra perfilaba apenas su rostro, pero en sus ojos brillaba una chispa de alerta, un reflejo de inteligencia mezclado con un presentimiento que le erizaba la piel.
—¿De quién puede ser? —susurró, como si temiera que la misma pregunta atrajera algo más oscuro.
Alex, recargado contra la pared con los brazos cruzados, negó con un gesto seco. La penumbra endurecía su expresión, haciéndolo parecer aún más severo.
—No lo sabemos. Pero si alguien arriesgó un dron para enviarlo hasta aquí… es porque es importante.
Elian desplegó el papel con manos trémulas. El sonido áspero de la hoja arrugándose pareció ensordecerlos a todos. El grupo se inclinó sobre él, conteniendo la respiración. La caligrafía era apresurada, irregular, como garabatos hechos con los últimos restos de energía de alguien al borde del colapso:
"Ayuda… Estoy atrapado en el supermercado cerca de la tienda de electrónicos. Llevo días sin comer. Una horda de errantes me rodea. Por favor… ayúdenme."
El silencio que siguió fue más pesado que el rugido de los errantes. Era un silencio cargado, lleno de significados no pronunciados. Afuera, como si hubieran escuchado la súplica del papel, los gemidos de los monstruos parecieron intensificarse, golpeando las paredes con ecos deformes.
Aria fue la primera en romper la quietud. Su voz era un murmullo, pero en el silencio de la sala sonó como un grito.
—¿Y si es una trampa?
Alex se inclinó hacia ella, su tono duro pero firme.
—No lo creo. Mira la letra… es torpe, temblorosa. Es de alguien agotado, no de un cazador que planea tendernos una emboscada.
Sofía, con el ceño fruncido, intervino:
—Pero no podemos saberlo con certeza. ¿Y si arriesgarnos significa condenarnos todos?
Elian apretó el papel con fuerza, como si al hacerlo pudiera sostener también la decisión que aún no había tomado.
—Alguien ahí afuera está pidiendo ayuda. Y si fuéramos nosotros en su lugar… ¿no esperaríamos lo mismo?
Las palabras de Elian encendieron la mecha. La discusión escaló como una hoguera alimentada por leña seca. Cada voz chocaba con otra, rebotando en las paredes y llenando la sala de tensión. Afuera, los errantes gruñían en un contrapunto grotesco, como si acompañaran la disputa, esperando a que la indecisión los debilitara.
—¡Debemos ayudarlo! —exclamó Sofía de pronto, alzando la voz más de lo que pretendía—. No podemos quedarnos aquí, cruzados de brazos, viendo cómo alguien muere.
—¡¿Y si nos matan a nosotros en el intento?! —replicó Aria, abrazándose con fuerza, como si su propio cuerpo pudiera protegerla del miedo.
Alex golpeó la mesa con el puño. El golpe fue seco, liberando astillas que volaron al suelo.
—No podemos vivir solo escondiéndonos. Sobrevivir no es solo respirar un día más. Es también recordar que seguimos siendo humanos.
Elian se acercó a la ventana. Corrió apenas un poco la tela que colgaba, y la noche se desplegó ante él como un océano negro. En la distancia, el supermercado se erguía como un monstruo dormido, su silueta inmensa destacando en la penumbra. Era un edificio que parecía tener vida propia, un corazón oscuro que palpitaba en la distancia.
—Si vamos, no solo podremos rescatarlo —dijo con voz grave, sin apartar la vista—. También encontraremos víveres… quizá armas improvisadas. Y necesitamos ese radio, no lo olviden.
Un murmullo de asentimiento recorrió el grupo. La lógica de Elian era innegable, aunque ninguno quisiera admitir en voz alta el miedo que los atenazaba.
Sofía se mordió el labio, indecisa, pero al final asintió.
—Está bien. Entonces debemos decidir quién va.
Elian giró lentamente, su mirada firme.
—Yo iré.
—Yo también —dijo Alex de inmediato, poniéndose de pie como un resorte. Su determinación era un muro imposible de derribar.
Aria negó con vehemencia.
—Yo me quedo. Alguien debe vigilar la casa. Si algo pasa aquí dentro mientras ustedes no están, sería nuestro final.
—Yo me quedo con ella —añadió Sofía, aunque su voz titubeó apenas un instante.
Elian respiró profundamente, cerrando los ojos como si con eso pudiera sellar la decisión.
—Bien. Alex y yo iremos. Ustedes dos, manténganse alerta. Si no volvemos en dos horas, salgan. No nos busquen. No se arriesguen. Solo sobrevivan.
Un nudo invisible apretó los pechos de las dos chicas. El silencio fue su respuesta, un silencio que equivalía a un juramento.
Elian y Alex comenzaron a prepararse. Improvisaron protecciones con lo poco que tenían: guantes de cuero gastados, trozos de cartón amarrados a los antebrazos, un casco de bicicleta abollado. Elian tomó la lanza hecha con un palo de escoba y un cuchillo de cocina atado con cinta aislante. Alex cargó un hacha mellada, pesada pero confiable.
Sofía se acercó con un pequeño paquete improvisado: dos botellas de agua, unas barras de granola y una linterna medio descargada.
—Lleven esto. No sabemos cuánto tiempo estarán afuera.
Elian la miró directo a los ojos, intentando transmitir una seguridad que él mismo no sentía.
—Volveremos.
Alex posó una mano firme sobre el hombro de Aria.
—Cuida de ella —le pidió, antes de girar hacia la puerta.
El chirrido de las bisagras fue un alarido metálico que desgarró el silencio sepulcral. La puerta se abrió con un gemido prolongado, y la oscuridad del exterior los envolvió al instante, devorándolos. El golpe seco al cerrarse resonó como un sello inquebrantable.
Dentro, la casa quedó nuevamente en silencio. Sofía y Aria permanecieron inmóviles, escuchando cómo los pasos de sus amigos se desvanecían entre los gruñidos y la negrura. Afuera, los errantes continuaban su danza macabra, acercándose y alejándose como depredadores que olfateaban la sangre.
—¿Crees que volverán? —preguntó Aria en un hilo de voz.
Sofía apretó la mandíbula, conteniendo las lágrimas que amenazaban con romperle la voz.
—Tienen que hacerlo. —Y aunque lo dijo con convicción, en el fondo de su pecho la duda ardía como una brasa imposible de apagar.
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