Elian observaba a su hermana en silencio, con la tenue luz de la linterna reflejada en sus ojos. El aire dentro del búnker era denso, cargado de polvo y humedad, como si el tiempo se hubiera detenido allí. Ambos sabían que las paredes de cemento no eran eternas: eran un refugio, sí, pero también una cárcel que cada día parecía encogerse un poco más.
—Tenemos que hacer un inventario de lo que nos queda —dijo al fin, rompiendo el silencio.
Aria asintió. Sus doce años pesaban demasiado. Había aprendido demasiado rápido que ya no quedaba espacio para juegos ni inocencia.
—Sí… no podemos seguir viviendo solo de la esperanza.
Elian tomó una libreta vieja y un lápiz mordido, hallados entre los despojos de la casa. Se arrodilló frente a las estanterías: latas abolladas, bolsas de arroz amarillentas y botellas de agua medio cubiertas de moho en la base. Aria lo imitó. Sus movimientos eran torpes pero determinados.
El sonido de las latas chocando, el raspar del grafito sobre el papel y la respiración de ambos llenaron el refugio. Cada número anotado era un recordatorio cruel de lo poco que quedaba.
Tras casi una hora, Elian cerró la libreta con un golpe suave, como si no quisiera despertar algo dormido.
—Comida suficiente para unos seis meses, si racionamos bien —murmuró con voz grave—. Pero el agua… solo para tres.
Aria frunció el ceño, el miedo brillando bajo la superficie de su aparente firmeza.
—Eso es un problema enorme. No podemos sobrevivir sin agua.
—Lo sé —respondió Elian, hundiendo la cara entre las manos—. Tendremos que encontrar más. No podemos quedarnos aquí para siempre.
El silencio fue abrumador. Aria intentaba mostrarse fuerte, pero sus ojos húmedos delataban la verdad.
—¿Y si salimos? —susurró, temblando—. Afuera… está lleno de devoradores.
Elian se inclinó y le tomó las manos, tibias y pequeñas.
—Tenemos que intentarlo, Aria. No rendirnos. Nunca.
Ella asintió, aunque su labio inferior temblaba.
Para distraerla, Elian comenzó a explicarle lo que había observado desde la ventana durante meses de encierro.
—Hay tres tipos de devoradores —dijo, casi como un maestro en plena lección—. Los estáticos, los errantes y los cazadores.
Aria abrió mucho los ojos, atenta.
—Los estáticos parecen muñecos rotos. Se quedan quietos, salvo que los molestes. Son los menos peligrosos.
—¿Y los errantes? —preguntó ella.
—Son los que más vemos. Caminan sin rumbo, siguen ruidos y olores. Son lentos, pero juntos… son imparables.
—¿Y los cazadores? —susurró, tragando saliva.
Elian bajó la voz, como si temiera que lo escucharan.
—Los más letales. Se mueven como animales. Saltan, corren… persiguen hasta el final. Si uno te encuentra, no hay escapatoria.
Un escalofrío recorrió la espalda de Aria.
—Eso es aterrador.
—Sí —admitió Elian—. Pero conocerlos es la única forma de sobrevivir.
De pronto, un crujido lejano atravesó el silencio. Elian se puso de pie con decisión.
—Voy a echar un vistazo afuera. Tú prepara algo de comer. Y no hagas ruido.
Aria lo miró con los ojos vidriosos, pero asintió.
Subió las escaleras de madera, que crujían como huesos secos, y se detuvo en la puerta. Pegó el oído contra la superficie: nada. Abrió lentamente, cegado por la luz del sol. El jardín lo recibió como un recuerdo distorsionado: hierba alta ocultando el suelo, árboles torcidos como espectros y el olor penetrante a tierra húmeda y podredumbre.
Las barricadas seguían firmes. Un pequeño alivio.
Entonces lo escuchó.
Unos pasos. Irregulares. Cercanos.
Su mano voló al cuchillo en el cinturón. El corazón le golpeaba en la garganta.
Los pasos cesaron.
El silencio era peor que el ruido.
De repente, ramas quebrándose.
De la espesura emergió una figura. Ropa desgarrada, mochila a la espalda. Movimientos cautelosos, desesperados.
Elian levantó el cuchillo.
—¿Quién eres? —dijo en un murmullo cargado de tensión.
La figura levantó la mano en señal de paz.
—No hagas ruido —jadeó—. Estoy huyendo de una horda.
Elian no bajó la guardia.
—Dime quién eres.
La capucha cayó, y el mundo se detuvo un segundo.
—Alex… —susurró Elian, incrédulo.
El rostro polvoriento de su mejor amigo se curvó en una sonrisa cansada.
—Hermano… pensé que nunca volvería a verte.
De entre los árboles salió otra figura: una muchacha con ropa hecha jirones y ojos asustados.
—Ella es Sofía —dijo Alex, apresurado—. Mi novia. Hemos estado huyendo durante días.
Elian no dudó más.
—¡Entren! ¡Ya!
Los tres corrieron hacia la casa. Elian cerró y atrancó la puerta, bajando de inmediato al búnker.
—Aria, sube rápido. Tenemos compañía.
La niña miró a los desconocidos y su pánico se desató. Elian la sostuvo firme.
—Tranquila. Son mis amigos. Están con nosotros.
Ya en la segunda planta, Elian activó su mecanismo de seguridad: cadenas, tablas cruzadas y un bloqueo casero. El refugio quedó envuelto en oscuridad.
Entonces, se escuchó.
Un rugido grave. Luego muchos pasos, como tambores desordenados.
Una horda emergió del bosque. No eran decenas: eran cientos. Cuerpos deformes que avanzaban como una ola. Los coches oxidados resonaban bajo sus golpes, las alarmas chillaban en un caos insoportable.
Elian y Alex apenas se asomaron por la rendija de una ventana. La marea de muertos se extendía ante ellos como una pesadilla infinita.
Sofía abrazó a Aria, susurrando palabras que ni ella misma creía.
Los cuatro quedaron atrapados en un silencio absoluto, rezando porque la horda pasara de largo.
Y en ese instante, Elian comprendió que su refugio era solo una pausa en el reloj de la muerte. Afuera, el mundo ya no les pertenecía.
Tarde o temprano, tendrían que salir… y enfrentarlo.
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