La habitación estaba sumida en una penumbra densa, apenas interrumpida por la luz de la luna que se colaba entre las rendijas de las tablas clavadas en las ventanas. El polvo en el aire atrapaba la claridad plateada, como un velo turbio que hacía más pesado cada respiro. El silencio, quebrado solo por el crujido ocasional de la madera, era tan absoluto que hasta un suspiro parecía un riesgo.
Alex y Sofía permanecían sentados en el suelo, hombro con hombro, apoyados contra la pared. Sus rostros, cubiertos de hollín y fatiga, eran el retrato de semanas de huida y noches sin sueño. Frente a ellos, Elian los estudiaba en silencio, con los brazos cruzados y la mandíbula tensa. Aria se mantenía cerca de su hermano, pegada a él como una sombra desconfiada; en un mundo donde la confianza era un lujo, ella no podía concederla con facilidad.
Alex fue el primero en hablar, con una voz áspera, rota.
—Todo comenzó en la ciudad… —bajó la mirada, atrapado en recuerdos que parecían todavía frescos—. Vivíamos en un edificio de apartamentos cuando todo estalló. Primero fueron los gritos, después los disparos… y luego, el caos.
Sofía tragó saliva y, casi sin darse cuenta, buscó su mano.
—Nos escondimos en un armario —dijo en voz baja—. Pasamos horas allí, escuchando cómo los devoradores golpeaban las paredes, arañaban las puertas. No podíamos movernos, no podíamos respirar… solo esperar.
Elian y Aria intercambiaron una mirada cargada de comprensión. Los fantasmas de los demás eran distintos, pero el dolor era el mismo.
Alex continuó, ahora en un murmullo:
—Cuando salimos, la ciudad estaba muerta. Los cuerpos cubrían las calles como basura. Los errantes estaban por todas partes, llenando cada esquina. No había manera de quedarse.
Sofía añadió, con la voz temblorosa:
—Caminamos durante días, sin rumbo, apenas con un poco de agua o comida. Cada hallazgo era un milagro… pero nunca duraba.
La expresión de Alex se endureció.
—Y no solo eran los devoradores. Otros sobrevivientes eran peores que ellos. Aprendimos a escondernos, a callar, a desconfiar. Aun así, nunca fue suficiente.
El silencio se hizo espeso, roto solo por un largo crujido de la casa, como si las paredes recordaran horrores pasados.
Elian habló entonces, con una sinceridad grave:
—Gracias por contarlo. Nos recuerda que no estamos solos en esta pesadilla.
Aria asintió, tímida.
—Sí… gracias.
La sonrisa de Alex apenas fue un intento; Sofía, en cambio, apretó su mano con fuerza, aferrándose a esa mínima chispa de consuelo.
Elian suspiró y soltó la verdad inevitable:
—Tenemos provisiones, pero para seis meses como mucho. Con ustedes aquí… será la mitad.
Las palabras cayeron como piedras en un lago sin fondo. Alex fue el primero en reaccionar.
—Lo entiendo. Entonces debemos actuar. Buscar más. No podemos quedarnos esperando.
Elian asintió.
—Exacto. Necesitamos un plan.
Sofía levantó la mirada, y en sus ojos brilló algo distinto: decisión.
—Un radio. Si conseguimos uno, podremos captar señales, noticias… quizá encontrar sobrevivientes o un refugio.
Alex la miró sorprendido, casi con admiración.
—Es una buena idea. Eso puede cambiarlo todo.
Elian permaneció pensativo un instante, y luego asintió.
—Sí. Un radio puede ser la diferencia entre seguir aislados o encontrar una salida.
Aria, con un hilo de voz, preguntó:
—¿Y dónde vamos a encontrar uno?
Sofía respondió de inmediato, como si hubiese estado guardando esa información en silencio.
—En la ciudad, a unas cuadras de aquí, había una tienda de electrónica. Puede que aún quede algo útil.
Alex se incorporó, la decisión reflejada en cada movimiento.
—Entonces vayamos. No tenemos nada que perder.
—No tan rápido —cortó Elian, firme—. Afuera no es un juego. Primero debemos asegurarnos de que sea seguro.
Subió hasta el segundo piso y, con el ojo pegado a una rendija, estudió el exterior. Las calles parecían tranquilas. Las barricadas seguían firmes, y el orden de todo aquello le dio un respiro momentáneo, aunque sabía que la calma era solo un disfraz del peligro. Bajó de nuevo con paso medido.
—Por ahora, todo está despejado —dijo.
Un suspiro recorrió el grupo, como un alivio compartido.
—Mañana planearemos la salida —afirmó Alex.
—Sí, pero antes necesitamos descansar —concluyó Elian—. Nos espera un día largo.
Aria se ofreció enseguida:
—Iré al búnker a preparar algo de comer.
Elian le sonrió con ternura, un destello de humanidad entre tanta oscuridad.
—Gracias, hermanita. Ellos lo necesitan tanto como nosotros.
El búnker la recibió con su olor metálico y frío. Con cuidado, Aria reunió unas conservas: verduras enlatadas, un poco de carne preservada, pan duro. El chisporroteo del estofado rompió el silencio, llenando el espacio de un aroma humilde pero reconfortante.
Veinte minutos después, regresó con una bandeja. El olor cálido arrancó sonrisas sinceras en los rostros agotados. Se sentaron en círculo, compartiendo las raciones. El sabor era sencillo, pero en aquel mundo sabía a gloria.
Y por un instante, entre bocados y miradas compartidas, olvidaron los rugidos distantes de los errantes. Allí, en esa pausa efímera, nació algo que ninguno se atrevió a decir en voz alta: una frágil chispa de esperanza.
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