Habían transcurrido varios días desde la llegada de Roxana al castillo real. Desde el primer instante en que puso un pie en aquella fortaleza, la trataron como a una extraña, alguien fuera de lugar. No era una invitada, ni mucho menos una princesa. A ojos de la corte, no era más que una molestia. La mantenían en una habitación alejada de las alas principales, vestida con ropajes humildes, los mismos que usaría una sirvienta. Su alimentación era escasa, reducida a sobras o platos mal preparados, y sus joyas —obsequios de su madre fallecida— habían desaparecido misteriosamente. Nadie dio respuestas. Nadie se responsabilizó.
Su dama de compañía, elegida directamente por su madrastra, se convirtió en su carcelera personal. Una mujer de edad avanzada, rostro severo y voz tan aguda que parecía una daga al oído. A Roxana le resultaba insoportable. Esa mujer era más una espía que una acompañante. Le restringía cualquier libertad. No podía salir de su habitación, apenas tenía contacto con otros miembros del castillo, y todo lo que decía era reportado. Pero, en lo profundo de su corazón, Roxana resistía. Se refugiaba en sus libros, en las historias que le transportaban lejos de allí. Creaba mundos en su mente donde era libre, fuerte y amada. Aunque a veces, esa misma imaginación le causaba dolor: le hacía extrañar a su padre y a su hermano, quienes parecían haberla abandonado a su suerte.
—Una dama no debería estar leyendo tanto. Deberías estar bordando o refinando tus modales, mestiza —la reprendía su dama, golpeando el suelo con su bastón adornado de piedras falsas.
Roxana levantaba la mirada, apenas conteniendo una sonrisa cargada de sarcasmo.
—Mi madre decía que una mujer debía saber defenderse y ser independiente —contestaba con aire despreocupado.
La tensión en el ambiente se podía cortar con un cuchillo. A la mujer le hervía la sangre. Su rostro, ya arrugado, se torcía en una mueca de desprecio. Su cabello, recogido en peinados exagerados y cargado de perlas y joyas, parecía más un yelmo que un adorno. Su maquillaje excesivo no ayudaba: resaltaba su ira más que disimularla. En uno de sus ataques de furia, tomó el libro que Roxana estaba leyendo y se lo estampó en la cabeza con tal fuerza que la joven cayó al suelo. Sintió un ardor punzante y, de inmediato, la sangre comenzó a correrle por la frente, descendiendo como un hilo rojo hasta mojarle la garganta y manchar su vestido.
La mujer quedó paralizada unos segundos al ver la herida, pero rápidamente disimuló su culpa. Rasgó las hojas del libro, las arrojó al fuego, y abandonó la habitación con la cabeza en alto, fingiendo que nada había pasado. Roxana, aún en el suelo, temblando, buscaba desesperadamente algo con lo que detener la hemorragia. Usó retazos de tela, pañuelos, incluso partes de su falda. Nada parecía suficiente. La sangre no cesaba, y su visión comenzaba a nublarse.
Horas después, su hermano entró sin anunciarse, como solía hacer cuando eran niños. Lo que encontró lo dejó sin habla: Roxana rodeada de telas empapadas de sangre, su rostro pálido y su vestido rosa arruinado por manchas carmesí.
—¡¿Qué ocurrió?! ¡Roxana! ¡Dime quién fue! —exclamó, presa del pánico.
Ella apenas pudo balbucear. Su cuerpo no respondía. Sin perder tiempo, la cargó en brazos y corrió por los pasillos, gritando por ayuda. No le importó el protocolo, ni el qué dirán. Su hermana estaba muriendo.
Mientras la llevaban, Roxana cerró los ojos. La realidad desapareció, dando paso a un recuerdo lejano: el festival conmemorativo por la victoria contra los demonios. Tenía apenas ocho años. Su padre la llevaba en brazos entre la multitud. Había música, danzas, puestos de comida y los siete generales estaban en la capital. Era un día de celebración. Entre los asistentes, vio a un niño pelirrojo, de ojos rojos como rubíes. Se sintió atraída de inmediato. Corrió hacia él y, sin pensarlo, le sostuvo el rostro con ambas manos.
—Creo que eres mayor que yo... pero eso no importa. Me llamo Roxana, la hija menor de Allendis. ¿Y tú? ¿Quién eres? —le dijo con una sonrisa sincera.
Antes de que pudiera responder, su abuelo la levantó con ternura.
—¿Cuántas veces debo decirte que no molestes a extraños? —dijo, exasperado.
—Pero abuelito... ¡Mira sus ojos! Son los más bonitos que he visto. Y es guapo además —protestó ella, abrazándolo.
El anciano se giró hacia el niño e hizo una reverencia. Aquello sorprendió a Roxana, ya que su abuelo no solía inclinarse ante nadie, salvo ante el demonio supremo.
—¿Por qué te inclinaste ante ese niño? —preguntó con inocencia.
—Porque él será el próximo rey de los demonios. Más vale que no vuelvas a cruzarte con él —respondió con seriedad.
Nunca volvió a ver aquellos ojos. Con el tiempo, sólo escuchaba rumores sobre su crueldad. Pero ella recordaba algo distinto: un niño amable, con una mirada cálida.
De nuevo en el presente, Roxana abrió los ojos lentamente. Lo primero que vio fue un techo blanco, iluminado por la luz natural. A su lado, un hombre mayor la ayudaba a sentarse.
—Vaya, vaya... Ya despertó la princesa dormida —dijo, sonriendo con amabilidad.
Era un médico. Tenía el cabello blanco, una bata larga y unas gafas que le caían por la nariz. Roxana lo observó con curiosidad.
—Eres el único que me ha dicho princesa en este lugar... además de mi padre y mi hermano. Puedes llamarme Roxana —respondió con una pequeña risa.
Él la examinó con cuidado, luego escribió algo en unos papeles. Cuando terminó, la miró con seriedad.
—Debes salir al sol. Caminar, correr, moverte. Tu cuerpo necesita vitaminas. Si no cambias eso, lo que te ha pasado se repetirá. Y no me llames doctor. Llámame Keig.
El nombre la hizo reaccionar. ¡Era él! El sexto general, conocido como el Doble Filo: sanador y verdugo. Había salvado miles de vidas en la guerra, pero también había hecho experimentos que destruyeron otras tantas.
—¡Keig! ¡Por favor, conviérteme en tu aprendiz! ¡Tengo todos tus libros de medicina! ¡Soy tu mayor admiradora! —suplicó, con entusiasmo.
En ese momento, la puerta se abrió de golpe. Su abuela entró corriendo, con el rostro lleno de angustia.
—Mi pequeña... ¿Qué te han hecho? —susurró, acariciándole la mejilla.
Era la única capaz de controlar a su abuelo, el antiguo demonio supremo. A pesar de sus joyas costosas, era una mujer sabia, adelantada a su tiempo. Enseñaba sobre geografía, matemáticas, estrategia... Roxana la admiraba profundamente.
—Abuela... me estás asfixiando. ¿No estabas en el Bosque Celeste? —preguntó, sorprendida.
—Cuando supe lo que pasó, vine sin pensarlo —respondió, dramática.
La ayudó a levantarse y salieron juntas, dejando a tres hombres en la habitación. Keig habló con firmeza:
—Esa niña no ha salido en semanas. Tiene deficiencias claras. Y no lo digo yo: lo dicen los análisis. La princesa y su madre afirmaron que se divertía en el jardín. Pero era mentira. Ellas no la quieren. Nunca la quisieron.
—Si dices algo, pondrás a Roxana en más peligro —replicó el antiguo demonio supremo, preocupado.
Entonces, gritos estallaron en el pasillo. La madrastra discutía con su hijo, furiosa.
—¿Cómo se te ocurre ponerle una anciana como dama de compañía?
—Da gracias que tiene una. Nunca debió venir aquí. No tiene valor. No posee nada. Es un objeto.
Y así, sin saberlo, Roxana comenzaba a despertar un fuego que un día consumiría todo lo que la había oprimido.
***¡Descarga NovelToon para disfrutar de una mejor experiencia de lectura!***
Updated 32 Episodes
Comments
Antonio Salmeron Fernandez
cada vez se pone más interesante y turbio la historia te engancha y deseas saber más y mas
2024-07-14
2