Capítulo 5

Leopoldo Reyes amó a Inés siempre. Escondido en los jardines de la casa de Maco, la veía venir angelical y misteriosa, como golondrina de bajo vuelo, regalando su encanto y sonrisa. Los crines revueltos y los labios rojos, estampados de dulzura y magia. Los pechos redondos que cual frutas,  se empinaban en su blusa, esplendorosos y jugosos, inquietando al joven. Inés tenía la frágil apariencia de una gaviota, pero su porte era de amazona, sensual y de atrevidas carnes. Él la deseaba mucho. Ansiaba morder sus labios, atragantarse con su boca y probar sus delicias, absorber su inocencia y tener en sus manos, aquellos relicarios que llevaba por senos. Ocultos bajo los higos, Leo refrescaba su suplicio bebiendo los besos de Inés, un vino deifico y tibio que lamía sin detenerse hasta quedar ebrio de ella. Sus manos corrían por sus líneas como trenes sin riel, deteniéndose en sus nalgas, la presea más codiciada de sus sueños que hilvanaba afanoso noche tras noche. La guerra lo tenía ahora sumido en la duda. El deber y el amor,  partían su corazón y sus pensamientos. Cáceres anunció que el Perú jamás se rendiría y que marchaba al centro a seguir la resistencia. Le animaba la idea de ganar medallas y triunfos, aunque temía morir y perder a Inés. Al final optó por irse.

- Sí\, todos están locos- sentenció Elena. En silencio levantó la mesa y después se fue a acostar.

*****

    El campamento peruano en Chosica, era una hilera de covachas armadas de cañas y palos. Un caballo perezoso movía la cola y las mulas rebuznaban, gritándose entre ellas, como una competencia de alaridos. Un olor acre se había estacando y quedó  suspendido entre las fogatas. Leopoldo estaba de guardia. Cáceres lo miró un rato y roncó. - No debías estar aquí , Reyes. ¿Por qué viniste?-

Leopoldo tampoco lo sabía. Quizás contagiado por sus amigos del Conservatorio, ansiaba la aventura y la emoción. Cuando vio morir a sus compañeros uno por uno, cayendo abatidos por los cartuchos chilenos, encontró que la  realidad era otra, un caudal desbocado de sangre.

- Por el Perú\, mi general- respondió fuerte y sonoro. Cáceres lo palmoteó y se fue sonriente. La idea de caer igualmente\,  aguijoneaba  su cabeza. Tenía que ver a Inés. Cada noche\, pensaba\, podía  ser el último de su vida. Eso lo angustiaba. Cruzó las fogatas tenues y moribundas\, esqueléticas\, donde los soldados calmaban su frío apretados como pollitos y buscó al sargento Pino. Trataba de dormir\, tendido en una frazada.

- Me llevaré el caballo y volveré antes que partan- le informó a quemarropa. Pino alzó la visera de la gorra y mascó su saliva. Quedó mudo.

- Tengo que verla. Sé que moriré- insistió Reyes.

- No debiste venir-  replicó su amigo.

- Mierda\, ya estoy metido en esto y  no me esconderé como un cobarde... pero antes tengo que verla-

- Tienes diez horas. Saldremos al medio día-

- ¿Qué dirás del caballo?-

- Nada. Diré que te adelantaste a ver el camino-

  Leopoldo le hizo prometer no decir nada.

Y ahora él estaba junto a ella, aspirando su aroma, embriagándose con su boca, palpando sus pechos duros y sensuales y volviendo a sentir los glúteos de ella en sus manos, estrujándolos con pasión y vehemencia.

- Temo te maten\, Leo-  se quejó ella llorando. Reyes suspiró  y quiso gastar una broma. - No ha nacido nadie aún que pueda matarme-

Inés desbordó sus lágrimas.

  - Tonto, todos los hombres son unos idiotas- chilló resbalando en su llanto,  pero Leopoldo estaba ebrio por su perfume. Lentamente abrió su blusa. Vio sus senos y ella dejó que sus labios profanasen sus secretos, probando aquellas frutas delicadas que gentiles y apasionadas, se inflaban con su aliento y su éxtasis.  Inés lo ayudó a desabrochar el vestido y se recostó a la pared, vencida por  las ansias del amado. Él aventuró su tacto bajo las faldas, explorando  sus carnes, hasta sus más lejanos rincones. Inés sentía el fuego corriendo por sus venas, una catarata que la hacía hervir como un géiser. Leo retiró delicado el camisón y los faldones y se apuró a desabrochar la guerrera, para que ella oyera su corazón rebotando en el pecho. Después, atados al placer, se entregaron al amor, convirtiéndose en uno solo, bañados por las luces de la luna, haciendo que aquel instante pasional, se ensanchara para dos seres amarrados al deseo de vivir con intensidad. Tres horas después, Leopoldo  era una sombra difusa  galopando de prisa entre  los escondites de la noche. Inés lo miró perderse en la oscuridad. - Loco- sollozó.

Las lágrimas correteaban por sus mejillas, abriéndole surcos, igual como las heridas que desangraban su alma.  Acomodó su velo y pasó las manos por los moños de sus crines, ató sus lazos y se fue, pensando en lo inútil de aquel destino que ensangrentaba el horizonte, despertando ya,  perezoso,  entre los fulgores del nuevo día.

Mónica no comprendía la pena de Inés.

  - No debes llorar, le suplicó retocando sus pelos, Leopoldo sabrá cuidarse-

Inés exhaló desgarrada. - Lo matarán, lo sé. Lo he perdido para siempre-

Mónica trató de ser drástica.

- Yo perdí a Jacinto\, lo vi muerto. Yo ya no tengo esperanza de ser feliz-\, le reclamó.

Sin embargo Inés era una muñeca rota, derruída por las penas, sucumbida en un bolsón de penas, envuelta  en la  tristeza y la soledad. Mónica pudo convencerla de no ir tras el amado, al menos por esos días.

- Está bien\, desafió a su amiga\, mientras cruzaban el Puente de Piedra\, no me iré. Pero mañana o pasado\, lo haré -

Inés era testaruda igual que Mónica, valiente y arriesgada, torpe en la inconsciencia. Unas semanas después,  le contó que recibía correspondencia de él con los fruteros que llegaban de la sierra. Ocurrió cuando fueron a comprar al camino a Chosica. Un tipo de gorra y chuzos, le pasó la voz.

- Llegó la naranja-

Inés corrió, golpeando a quienes rebuscaban la mercadería en los lomos de los burros y los montones apiñados en los suelos. Mónica fue tras ella, tratando de no enredarse con la falda. Con sorpresa vio como Inés entregaba tres incas al sujeto de nariz corva y sucio.

- Esa naranja sólo vale un pequín- reclamó pero después  vio que apenas era una cáscara envolviendo unos papeles magullados. Lo adivinó todo.

- Te matarán. Los chilenos te matarán- le advirtió\, pero ella no la oyó. Nunca lo hizo.

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