- Al final\, nos vamos a matar entre nosotros- le comentó Mónica al tío Porfirio cuando las pandillas de revoltosos y rebeldes asaltaron las tiendas de Capón\, desvalijándolas.
- Pero los extranjeros tienen la culpa. Venden el Perú a los chilenos- protestó Inés. Maco también objetó que los enemigos tenían arreglos con los asiáticos. - Han vendido Lima como un saco de arroz- repuso furioso\, golpeando la mesa. Aquel día que fue a Chorrillos\, las turbas asaltaron Barrios Altos y hubo pillaje. En el Callao y el Rímac\, también se desataron luchas y aparecieron grupos de bandoleros. Hubieron muertos y heridos por decenas. Al tío Juan le saquearon sus almacenes por completo. Tenía su tienda junto al Puente de Piedra y doña Rubecinda\, que vivía en la Quinta Heeren\, fue asaltada y sus lunas de sus ventanas\, tiradas. Recién\, cuando llegaron los chilenos\, se calmó un poco la situación. Esa mañana\, Lima empezaba a despertar del letargo y a aceptar su realidad.
Paseando, Mónica descubrió a una brigada chilena. Un capitán pasaba revista y ella vio otra vez el curioso estandarte del día desfile. Sonrió y se acercó ávida, pero un cabo se interpuso. - !Oiga, váyase ¡-
Mónica se disgustó mucho. - Es usted un insolente- rezongó para sí, hizo un mohín femenil de desprecio y siguió por el parque, pisoteando los pastos.
- Mocosa chismosa- oyó decir al soldado\, lo que la hizo enojar aún más. La cena se sirvió en silencio. Las velas onduleaban lúgubres\, culebreándose por el viento que se colaba por las celosías.
La tarde estaba clara, pero corría un céfiro alocado, tirando los picaportes. Afuera iban las carretas, jalando las cargas para las tropas chilenas. Sus enmohecidos ejes sonaban como quejidos y ayes de dolor. Eso le parecía a Mónica.
Doña Elena puso los platos en la mesa y suplicó a su hija que comiera, mas ella sólo movió la cabeza, juntando los labios para no llorar. Nadie habló por varios minutos y apenas cuchicheaban las cucharas, golpeando los pocillos. Al rato, José comentó que la guerra seguiría en el norte y el centro del país.
- Iglesias y Cáceres no se rinden. Tienen mucha gente y los chilenos están asustados- sonrió\, cortando un pan.
- Julia también me ha dicho lo mismo- suspiró Mónica.
Julia era la hija de Lucho Romero. Junto a Inés, era su mejor amiga. Su tío trabajaba con el alcalde Rufino Torrico y le informó del temor de que hubieran más saqueos en Lima.
- Bah\, alegó Elena\, igual lo van a saquear-
- ¿Qué harían si entran aquí y me llevan?- preguntó Mónica y José estalló en risas.
- ¿Y para qué querrían una fea como tú?-\, le preguntó divertido.
La madre no contestó.
- Mamá\, Leopoldo se fue con Cáceres- confesó dubitativa Mónica.
Elena no se inmutó. Probó el agua y mordió su panecillo.
- ¿Qué dice Inés?-
- Que irá con él. Será su rabona-
Elena arrugó la frente. - Ustedes son señoritas, no esas mujeres que corren tras su marido como perras-, le reclamó.
Mónica titubeó un instante.
- Inés quiere a Leopoldo. Hará lo que sea por estar con él-\, dijo ella arrugando la frente.
- Leopoldo ni siquiera tiene quince años-\, le recordó su madre.
- Tiene 20 y como Jacinto\, es reservista. Él debió pelear en San Juan y no fue. Se irá con Cáceres-\, recordó Mónica.
- Inés es una niña aún. Se ganará una bala. ¿Acaso todos se han vuelto locos?-\, protestó su madre.
- Ella lo ama. No tiene nada de malo -\, la defendió Mónica.
- Tiene de malo ir a la guerra. Los matarán a los dos-\, se molestó la mamá.
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