Agripina apuró sus pasos, cruzando de prisa el jirón de la Unión, y fue donde Porfirio que nestaba recostado a la puerta de la tienda de Lucho Romero, y la esperaba con el ceño fruncido. Puso el bastón en su antebrazo y jaló a la mujer con cólera.
- Allí vienen...-
- Tú no has embanderado tu negocio\, Porfirio\, gruñó Agripina\, te pueden fusilar-
- Bah, que se jodan buscándome- espetó. Porfirio empujó a la señora y Romero cerró el portón, poniéndole una silla. Agripina había tomado la muerte de Jacinto con mesura, igual cuando Porfirio perdió a dos de sus cuatro hijos en el Independencia, a Rubén y Melitón. Casi todas las mujeres del barrio habían visto caer a sus vástagos y maridos en la guerra. Algunos estaban presos y otros seguían con Piérola en Ayacucho. Cuando Mónica le dijo a doña Gripa que vio a su zambo muerto, la increpó enérgica.
- Cómo vas allá\, niña. Estas loca. Te hubieran matado\, también-\, la regañó con mucha energía.
Recordó que los enemigos se habían lanzado al pillaje y abusaron de mujeres y niños en Chorrillos.
- Tú eres una Montoya- rezongó como si lo de Jacinto hubiera sido solo una noticia de tantas. Mónica se puso a llorar.
- Doña Gripa\, yo amaba a su hijo...-
La señora Astengo finalmente se acercó a ella, besó su cabeza y ya no dijo nada. Se quedó recostada a Mónica en silencio, como si quizás, mantuviera la ilusión que tras la pesadilla, al retornar la calma, Jacinto regresaría al solar con el bigotito cortadito y las manos otra vez llenas de higos, riéndose y repartiendo las frutas entre todos, en medio de los brincos festivos de los más pequeños.
Un silencio sepulcral se claveteó en el jirón del Unión cuando llegaron los chilenos. Como metida en un baúl o enfrascada en una botella, la ciudad se encerró en el mutismo, apagándose por completo. El redoble de las tarolas, apenas rascaba la calma y unas cuantas miradas, se escabullían temerosas por las rendijas de las celosías y portones. La larga fila de soldados marchaba marcial, alargándose interminable por la callejuela.
- ¿Cuántos son?- preguntó Porfirio Montoya. Su hermano Rodolfo\, papá de Mónica\, murió el 2 de mayo de 1866 y por eso\, la cólera que tenía a los vencedores\, no conocía límites. Aquella vez\, Perú ganó y ahora no resistía ver al nuevo enemigo\, cruzando triunfalmente su barrio. Romero no respondió. También tenía dos hijos asignados a San Juan y no sabía de su suerte\, aunque temía lo peor. Mongo era valiente y atrevido\, pero enjuto y torpe. Seguro murió embistiendo al enemigo\, pensaba. Romero recordaba a su hijo brincando\, cortejando sin suerte a Inés y cantando con Nicasio\, canciones de esclavos. El otro\, Chavo\, era cauto y sereno\, amando a Mónica en silencio. Al pasar los días\, Lucho se convencía de la tragedia\, como el resto del barrio. No vería más a sus hijos. Su pena se había vuelto resignación.
Solo Agripina permanecía serena e impasible. Nació en Cajamarca y era hija de un español, dueño de una mina. Su carácter a veces agrio, a veces frío, a veces cálido, la heredó de su madre, una confusa mezcla de la enigmática selva y el coraje de la cordillera. Llegó a Lima, siendo muy niña, en los últimos años de Abascal y aprendió las ideas liberales que, entonces, galopaban en el país. Cuando se casó con Nicasio Arturo Astengo, un ex esclavo, aprendió más de los valores del hombre. Nicasio vivió en San José y le relataba de los latigazos y el hambre, del trabajo sin fin y las penalidades de su raza. Eso moldeó su temple. Tuvo dos hijos, Inés y Jacinto. La niña era revoltosa y fuera de época. En cambio, Jacinto, que pintaba el color moreno del padre, era emprendedor. Entró al ejército para emular a Rodolfo Montoya, el ídolo del barrio, que murió desangrado por una granada española en las playas del Callao. Al final, eso le costó la vida. Así, la única esperanza de Gripa era Inés. Quizás eso la hacía mostrarse dura y pétrea como roca con ella y con todos.
Mónica e Inés fueron a la casa de Porfirio para ver pasar a los chilenos. José se quedó con su mamá y las acompañó el papá de la última, Nicasio, a quien todos llamaban de cariño, Maco. Los años habían dejado blanco sus rulos y jorobado su espalda. De ser un macizo roble, ahora su cuerpo estaba doblado como una rama seca. Maco se desgastó por el duro trabajo y los castigos de San José y se volvió frágil y endeble. Pese a todo, en su rostro siempre subrayaba una risa y en sus ojos prendidos como faroles, sobraba calor y cariño.
- No miren\, niñas- reclamó. Inés se puso sobre sus puntitas para ver el desfile. La fila se estiraba como elástico y se oían las botas martillando el empedrado.
- Son muchos- dijo admirada. Mónica jaló su chal. - No les hagas caso- mugió. Su voz seguía quebrada\, tratando de no llorar. Sufría en silencio\, pensando en Jacinto. Quería que todo fuera mentira o una pesadilla\, que no tardaría en despertar y la vida volvería a ser como antes\, paseando por Barrios Altos y el Rímac\, tomados de la mano\, bebiendo de su amor excelso. Pero viendo a Nicasio aquella débil esperanza\, se caía como un castillo de naipes.
Triste y enojada como estaba, se volvió a ver el desfile. Contó las gorras rojas, deslizándose como un mar salpicando las calles, moviéndose aburrido y ordenado, siguiendo los ronquidos de los tambores. Instintivamente miró la bandera de un batallón. Le llamó la atención los bordados dorados, los filos blancos y los relieves amarillentos. Se esforzó para apreciarlo mejor y reparó en un hombre que iba junto al estandarte. La gorra le cubría los ojos y parecía renguear. Le dio risa. Inés, sorprendida, también sonrió. -¿Qué cosa?- preguntó picada por la curiosidad.. Mónica trataba de contener las carcajadas.
- Míralo a ese\, parece una pata culeca- y las dos empezaron a mofarse ruidosamente. Maco\, contagiado\, hizo un chiste - ¿Saben el por qué un soldado nunca tiene mujer?\, porque en la guerra cualquier hueco es trinchera-
Las dos mujeres se ruborizaron. - ¡Qué dices, Maco!-
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