Samantha se cambió de ropa por tercera vez y dijo una palabra que no solía decir. Eso no debería ser para tanto, ya ni se acordaba de la cantidad de veces que había comido con Maria, Felipe y sus adorables hijos. Incluso, lo había hecho cuando también estaba Jose. La única diferencia era que esa vez iba a llegar con él después de un almuerzo seductor y de que él le hubiera dejado saber con claridad que le gustaba sexualmente y mucho. Había sido mucho más fácil considerarlo el hermano pequeño del rey Franco cuando creía que ese interés sexual solo lo sentía ella nada mas. Se había dado cuenta de que él también la miraba durante todos esos años, pero se había convencido de que se equivocaba al ver pasión en sus ojos. ¿Por qué iba a gustarle una mujer cinco años mayor que él y que no era una de esas supermodelos que intentaban captar su atención? Samantha, que medía algo más de un metro sesenta y cinco y tenía una talla de sujetador un poco por encima de la media, no era alta, esbelta y elegante. Miró con agobio la ropa descartada que había encima de la cama. No solía sentir esa falta de seguridad en sí misma… y todo por el cuñado pequeño de su mejor amiga. Seguía siendo tan inalcanzable para una relación, aunque él estaba ofreciéndole una relación… sexual. Además, si no le fallaba la intuición, una relación sexual muy satisfactoria, una relación sexual que no había tenido desde hacía mucho tiempo, seguramente, desde que conoció al joven príncipe. No había sido casta, pero la intimidad física ya no era tan satisfactoria. Había salido con hombres tan altos y atléticos como Jose. Sin embargo, no había salido más de un par de veces con ninguno de ellos. Ninguno le había interesado, no había soñado con ninguno, no había anhelado a ninguno en mitad de la noche… como había hecho Jose.
Unas horas antes, Dima había dejado claro que estaba mirando atrás, que la deseaba. No quería nada duradero y ella se alegraba. Aunque llegara a aceptar la idea de ser condesa, no podría ser la esposa que necesitaba Jose. Siempre sería cinco años mayor que él y estéril. Se esperaba que Jose tuviera hijos. Jose tenía una responsabilidad en ese sentido y ella no podía evitar su esterilidad que dañaba todo. Lo que no podía pasar por alto era la necesidad de estar guapa esa noche. Quería que Jose no pudiera dejar de mirarla. Volvió a mirarse con esa vestimenta inspirada en los años noventa. Los exclusivos vaqueros que se había comprado en una tienda de segunda mano estaban desgastados y rotos en sitios estratégicos, pero hacían maravillas con su trasero. La camiseta color óxido se le ceñía al cuerpo y no era demasiado sexy para una cena familiar porque se había puesto una camisa azul. La bisutería no era de época, pero le encantaban esas piezas que hacían unas mujeres de Vietnam. Llamaron a la puerta y se pasó el pelo por detrás de la oreja, se lo cepilló y se repasó el discreto maquillaje. Ya estaba lista para esa cita… Salió del desordenado cuarto y cerró la puerta aunque le espantaba dejar platos en el fregadero o ropa sobre la cama cuando se marchaba. Jose en persona estaba al otro lado de la puerta y ella tuvo que sonreír de oreja a oreja y disimular. —Podrías haberme mandado un mensaje y habría bajado sin ningun problema. —No es mi estilo —replicó él después de darle un beso en cada mejilla. Ella devolvió el saludo típico aqui y se estremeció mientras le besaba las mejillas. —Me gustan esos vaqueros, son muy… retro —comentó él ya en el garaje. —Gracias —ella miró hacia atrás y vio que él le miraba el trasero—. Me gusta cómo me quedan. —A mí también. Él lo había dicho en voz baja, pero uno de los escoltas tuvo que contener la risa. Jose lo miró con los ojos entrecerrados, pero no parecía nada abochornado porque se le cayera la baba. A ella también se le caía y no podía quejarse de nada. Jose llevaba un jersey ceñido de seda y unos pantalones que resaltaban su
impresionante cuerpo. Él la rodeó, sacó un mando a distancia y se abrió la puerta del acompañante del deportivo de alta gama.
***
La cena con la familia de Jose fue tan divertida como siempre. Maria y Michell habían hecho muy buenas amigas. Maria tenía los pies en el suelo, como Paola, y su papel como princesa solo ocupaba una parte de sí misma. Era una artista fantástica y una madre muy entregada, por no decir que estaba locamente enamorada de su marido, el príncipe Felipe. Sobre gustos no había nada escrito… Felipe era un hombre recto, pero ella, seguramente, no le perdonaría del todo cómo había tratado a Paola. Él había tenido sus motivos y Maria había sido el mayor, pero Paola había estado a punto de perder a su familia por no querer cumplir un contrato que Felipe tampoco iba a cumplir. Quizá se engañara a sí mismo, pero cualquiera que lo viera con Maria sabría que no podría haberse casado con otra mujer que no fuera ella. Los chicos, no obstante, fueron tan adorables como siempre y estuvieron jugando al escondite. —Cuenta hasta seis y no mires. —Quieren ver si encuentras su último sitio para esconderse —le explicó Maria. —Yo hacía lo mismo con mis hermanos —Samantha sintió la punzada que sentía siempre que se acordaba de los tiempos antes de que perdiera a su hermano—. Mi hermana y yo siempre intentábamos adivinar qué hacían nuestros hermanos mayores. —Creía que solo tenías un hermano —comentó Maria con la frente arrugada. —Ahora, sí. Había perdido a Geremik cuando ella tenía dieciséis años. —Lo siento… —Gracias. Lo echo de menos todo el rato. —Yo no he tenido hermanos —replicó Maria con delicadeza—. Aunque puedo imaginármelo. Quiero a Jose, Franco y Paola como si fueran hermanos y no puedo ni imaginarme que pierdo a alguno de ellos, y menos a alguno de los chicos.
—Los príncipes también sufrieron una pérdida cuando eran jóvenes. Había fallecido la reina y había sido el principio del fin del reinado del príncipe Carlos, quien había abdicado en su hijo mayor después de un ataque al corazón hacía casi veinte años. Esa decisión le había impresionado siempre. El príncipe Carlos se había negado a la idea de una monarquía constitucional, pero, a cambio, no había impuesto la tradición y el sentido del deber por encima de todo lo demás. Había protegido su vida por el bien de sus hijos. Además, había vivido lo bastante como para acabar casándose con la madre de Paola y eso era una demostración más de que había acertado. —Solomia y él van a venir el mes que viene —comentó Maria como si le hubiese leído el pensamiento—. ¿Vendrás a cenar otra vez? Sé que querrán verte. —Claro, pero, en este momento, creo que debería ir a buscar a tus hijos. —Estarán entusiasmados porque has tardado tanto en encontrarlos. Todavía tardó unos minutos más en encontrarlos acurrucados en un espacio diminuto detrás de unas cajas que había en un armario debajo de la escalera. Ellos le tomaron el pelo durante la cena por no haberlos encontrado enseguida, pero ella se lo tomó con buen humor. Manuel le recordaba a Geremik y no creía que pudiera molestarse con el niño de doce años. —Eres una tía fabulosa —dijo Emma cuando los niños se habían levantado de la mesa—. Les encanta que vengas de visita. —Es verdad. Felipe lo añadió con un tono de cierta incredulidad y ella le hizo una mueca. —Tus hijos tienen buen gusto. —Nunca les han cantado las cuarenta —replicó Felipe. —¿Samantha tiene la lengua afilada? —intervino Jose con ironía—. No me lo creo. —Bueno, tú no eres el hombre que debería haberse casado con su mejor amiga obligado por un contrato que, según ella misma, era draconiano y que no habría firmado ningún hombre que respetara mínimamente a las mujeres. —Lo dije —Samantha sonrió con descaro— y lo mantengo. —Ella también lo firmó. —Era una adolescente sometida a presión. —Como yo. Era una discusión muy antigua y ninguno de los dos se la tomaba en serio. —No eras un adolescente —replicó Maria —, pero sí estabas sometido a presión. Quiero mucho a tu padre, pero sabe apretar las tuercas. —Es un profesional —reconoció Jose con pesadumbre. —Entonces, ¿cómo has conseguido permanecer soltero sin un contrato draconiano a la vista? —le preguntó Felipe. —Aquel contrato os causó mucho dolor a ti, a Maria y a su nieto, por no decir nada de Paola. No me costó mucho sacarle la promesa de que no intentaría nada parecido conmigo… —Capto un «pero» en tu voz. —Pero he aceptado que Solomia y él puedan presentarme las mujeres que él considere adecuadas. A Samantha se le cayó el alma a los pies aunque no supo por qué. Ella no quería nada duradero con Jose ni entrar a formar parte de la familia real. Maria la miró fugazmente y con cierta preocupación, aunque le parecía injustificada. —¿Has aceptado que sea tu casamentero? —No casamentero, que me las presente. No pienso casarme pronto y tampoco voy a empezar a salir con una mujer que haya elegido él. —Pues te deseo suerte —rio Felipe. —Soy el pequeño y no tengo prisa. Hace siglos, habría hecho carrera en el ejército o la iglesia. —Los sacerdotes ortodoxos pueden casarse. —Sí, pero ninguno de nuestros antepasados que fueron sacerdotes se casó. —¿De verdad? —preguntó Maria con curiosidad—. ¿Por qué sería?
—Me encantaría seguir charlando sobre vuestros antepasados, pero tengo que volver al hotel. —Si no quieres marcharte, puedo llevarte dentro de un rato —le ofreció Maria. —También puede llevarte un conductor —añadió Felipe con sorna. —Llevo siete años casada y todavía se me olvida —reconoció Maria sonrojándose. —¿Que eres una princesa? Samantha todavía se acordaba de cuando Maria y su hijo de cuatro años revolucionaron a la familia real. Había sido un tiempo complicado para Felipe porque se había dado cuenta de que sus actos y los de una persona a la que había considerados su amiga lo habían mantenido alejado de la mujer a la que amaba y del hijo que no había llegado a conocer. —E inmensamente rica —Maria puso los ojos en blanco—. Ser una artista muerta de hambre tiene sus ventajas. —Estar casada con tu alma gemela tienes sus ventajas —replicó Felipe inmediatamente. —Estoy deseando comprobarlo… —Dicho eso, nos largamos —intervino Jose más como hermano pequeño que otra cosa. —Mmm… ¿Qué hacemos aquí? —murmuró Jenna en tono burlón. Jose apagó el motor. —¿Te lo preguntas ahora? Tendría que haber sabido que no estaba llevándola a su casa desde que tomó la primera calle. Un empleado del hotel le abrió la puerta y le tendió una mano. Ella se lo agradeció con una sonrisa inocente y Jose se bajó del coche y dejó que los escoltas se ocuparan de aparcarlo. Dos de los cuatro escoltas los siguieron a cierta distancia mientras Jose la llevaba hasta los ascensores. Sin embargo, se montaron con ellos y el jefe de los escoltas pasó la tarjeta que los llevaría hasta las suites del ático. Una vez en el ático, Samantha dejó la bolsa y se quitó el chaquetón. —No se puede negar una cosa de tu familia, todos sabéis viajar con estilo. Él también miró alrededor de la suite, que era del tamaño de su apartamento de estudiante, y se encogió de hombros. —Necesitamos un grado de seguridad que conlleva cierto lujo. —¿De verdad? —preguntó ella con un brillo burlón en los ojos color chocolate. —Tú sabrás lo que haces si me provocas… —No soy de esas, soy una mujer normal y corriente y a mucha honra. Él se acercó a ella, pero no la tocó como estaba deseando hacer. —Yo no diría que eres normal y corriente en nada. —¿Ya empiezas con los halagos? —Siempre. Samantha Dudamel era una mujer increíble y él lo había pensado siempre. Era como una hermana para Paola, era imposible que supiera el origen de las filtraciones y eso solo le dejaba dos alternativas, o estaba confiando en la persona equivocada o estaban espiándola. Esa noche, su equipo de seguridad buscaría dispositivos de escucha en su casa mientras estaba con él en el hotel y él tendría que inspeccionarle el bolso. Era muy improbable que le hubiesen intervenido el teléfono y los invitados que no querían someterse a los protocolos de seguridad tenían que dejar sus aparatos en una caja de seguridad que inhibía las señales durante su estancia. Que él supiera, Samantha no se había negado nunca a que le analizaran el teléfono. —Tienes una expresión muy rara y extraña—comentó ella. —¿De verdad? ¿Estás segura de que no es la expresión de un hombre que quiere besarte? Era verdad, la deseaba cada vez más a medida que avanzaban los años. No había hecho nada cuando los dos estaban en el palacio, no le había parecido bien, pero tampoco había llevado a ninguna amante al palacio, y mucho menos se había acostado con alguna invitada. Su familia ya había sufrido bastantes escándalos. Sus hermanos y él ya habían dirigido la atención sobre la familia real y no por los mejores motivos. No quería volver a salir en la prensa más hedionda si podía evitarlo. —Estás haciéndolo otra vez —insistió ella. —¿Qué? —Pensar. —¿Por qué lo sabes? —preguntó él con verdadera curiosidad. Le habían enseñado desde su más tierna infancia a que no se le notara lo que sentía. —Pones esa cara… —¿Qué cara? —La que tenías hace un momento —contestó ella con un suspiro de desesperación y nerviosismo. —¿No la tengo ahora? —No, ahora tienes cara de enfadado. —Es verdad. —¿Por qué estás enfadado? —No me gusta que alguien pueda interpretarme tan fácilmente. —Bueno, te conozco desde hace mucho. Es inevitable que haya aprendido a interpretar tus gestos. —Si tú lo dices… Ni sus hermanos lo interpretaban tan bien. —¿Qué estabas pensando con tanto ahínco? —¿Prefieres que hablemos a que nos besemos? —preguntó él como si estuviese ofendido. —¿Estás diciendo que no podemos hacer las dos cosas? —preguntó ella con los ojos en blanco. Eso no era una negativa a besarlo y él lo tomó como una victoria. —Estaba pensando que mi familia se ha visto salpicada por muchos escándalos por mi culpa y la de mis hermanos.
Por eso era esencial que encontrara a quien estuviera sonsacando información a Samantha. Sobre todo, cuando Paola estaba embarazada otra vez y no quería que se supiera. —No puedes estar enfadado con Ruben por no haber sabido que tenía un hijo. Jose suspiró para sus adentros. Efectivamente, Samantha quería hablar y, cosa rara, a él le gustaban esas conversaciones lo bastante como para posponer los besos… y otras cosas. —No. ¿Quieres beber algo? —le preguntó él dirigiéndose al mueble bar. —Tomaré un whisky. —¿No quieres un vino blanco con agua con gas? —Lo tomaría si fuese a conducir, pero pienso quedarme un rato. —¿Estás nerviosa? —¿Crees que bebo para que me dé valor? —ella se rio mientras se quitaba los zapatos—. En absoluto. Aprendí a beber el whisky poco a poco durante un trabajo en Irlanda. —Irlanda y moda no casan en mi cabeza. —No seas esnob. Te aseguro que la moda no se limita a Nueva York, París y Milán. Se sentó en el sofá con los pies recogidos a su lado. Jose sirvió dos copas con un whisky. —Estoy enterándome de muchas cosas sobre ti. —Creo que esta noche llegarás a saber muchas cosas que no sabías. —Estoy impaciente —replicó él. —Entonces, si no culpas a Felipe por el escándalo, ¿sí culpas a Franco? —No culpo a nadie. Pasó lo que pasó. —¿No culpas a nadie? —insistió ella. —¿Te refieres a Tiana? La primera esposa de Franco había hecho daño a los dos hermanos mayores para evitar responsabilidades y ser madre.
—Era tremenda —Samantha hizo una mueca de disgusto—, pero estaba pensando en Marian. —No hablo de ella —replicó Jose con el ceño fruncido. Su exprometida era parte del pasado y no quería revivirlo. —El padre de Paola también tuvo su parte de culpa por el tiempo que pasasteis en todas las portadas —comentó Samantha sin importarle que él no quisiera hablar de Marian. —Es verdad, pero Franco salió mejor parado que él. —Tu hermano es inteligente y acabó casándose con Paola. —Fue lo más inteligente que ha hecho en su vida. Paola, nacida en la nobleza de Motta, era una reina fantástica. —A mí, en cambio, me pareció que mi amiga se había vuelto loca al aceptar casarse con un rey. —Ahora tienen dos hijos y un país en común —replicó él riéndose. —Y ella quiere tener más hijos, no quiere que este embarazo sea el último. —¿Sabes que está embarazada? —Claro, ¿a quién crees que llamó la primera? —Estáis muy unidas… —La quiero como a mis hermanos. —No me imagino confiando en alguien como en mis hermanos — reconoció él. —¿Ni siquiera en tus compañeros del ejército? —No. Confiarle tu vida a un hombre no es lo mismo que confiarle tus secretos —contestó él. —¿Tiene secretos, alteza? Cuéntemelos… —Ni hablar —replicó él entre risas. —¿Porque no soy de la familia? —Sí eres de la familia, como Maria o Paola. —Tampoco se los dirías a ellas, pero Paola y tú sois amigos desde hace años. Ella me contó que os escribíais mensajes cuando estaba en la universidad.
—Es verdad —la había considerado integrante de la familia desde que firmó aquel contrato a los dieciocho años—. Ella convenció a Franco y a mi padre que tomarme un año era buena idea. —Aun así, ¿no le contarías tus secretos? —No acostumbro a contarles mis cosas a nadie. —¿Ni a tus hermanos? —No todas las cosas. Su padre podría haber sido su confidente, pero ya entonces tenía la costumbre de no contarle algunas cosas por distintos motivos. El principal era que su padre, aunque era un gran hombre, tenía el objetivo de casar a todos sus hijos y él no iba a darle falsas esperanzas. Tampoco le había contado a nadie sus experiencias en combate. —¿Y Marian? No quiero que me analices vuestra relación, solo quiero saber si le contaste todo. Normalmente, el nombre de su exprometida no le producía ninguna calidez. —¿Por qué tienes ese empeño en saber a quién le cuento mis secretos? —Porque todos tenemos que tener a alguien y me preocupa que tú no lo tengas. —¿Crees que una mujer que me engañó y se fue con otro cuando yo estaba en el hospital sería una buena candidata? —No, claro, pero es muy significativo que no confiaras en la mujer a la que te habías prometido. —No entiendo por qué nos hemos desviado del asunto con esta conversación. —¿El asunto era una noche de ejercicios gimnásticos en el dormitorio? —Una noche fantástica, gracias. Ella esbozó una sonrisa abrasadora… y a él no le habría importado abrasarse. —Me gusta lo de fantástica…
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Updated 23 Episodes
Comments
Yngrid Vallejo
mucha charla y poco accion
2023-05-08
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