capítulo 4. Marcas invisibles

El miércoles comenzó como todos los demás: con sueño acumulado, la casa en silencio y la sensación de que el aire estaba más pesado de lo normal.

Mamá seguía sin salir mucho de su cuarto. Había intentado hablar con ella, pero todo lo que recibí fueron respuestas cortas y una sonrisa medio rota que no se mantenía ni dos segundos.

No insistí. Porque cuando alguien no quiere que lo salves, no puedes obligarlo.

En la escuela, Amy seguía siendo Amy. Sarcástica, viva, en su propio mundo.

—Tu mamá ya me debe una taza de café —me dijo en el recreo, mientras pelaba una manzana con su credencial de estudiante como si fuera un cuchillo de supervivencia.

—¿Por qué?

—Por aguantarte. Estás más cerrada que las puertas del Vaticano.

—Estoy procesando.

—¿Qué, lo de tu papá?

—Lo de todo.

Amy dejó de pelar la manzana y me miró de verdad.

—Te creo, ¿sabes? No necesitas decirlo bonito para que yo entienda.

Eso hizo que algo dentro de mí se aflojara un poco. Muy poco. Pero lo suficiente para que se notara.

Después del recreo, nos tocó clase en uno de los salones más lejanos del edificio. Caminamos por el pasillo angosto donde casi nadie va, cuando escuchamos una voz baja.

—Wilson —dijo alguien detrás.

Me giré. Adam.

—¿Te sabes mi apellido? —pregunté, sorprendida.

—Estaba en la lista del aula. Aprendí algunos nombres.

—¿Espionaje escolar?

—Memoria selectiva.

Amy me miró, como diciendo ”¿y este qué onda?”

—¿Pasa algo? —pregunté.

Adam levantó el libro que había estado leyendo ayer. Era una edición vieja de 1984, con esquinas dobladas y subrayados en tinta azul.

—¿Este lo prestan en la biblioteca o es tuyo? —le pregunté por inercia.

—Mío. Bueno… técnicamente de alguien que me lo dio. Ya no sé si cuenta como prestado o heredado.

—¿Te gustan los libros sobre vigilancia, represión y control mental? —intervino Amy, divertida—. Nada sospechoso ahí.

Adam sonrió. Esta vez sí. Una de esas sonrisas suaves, que apenas aparecen.

—Digamos que tengo… cierta experiencia con estructuras estrictas.

Lo dijo como si no importara, pero lo sentí. Esa frase tenía doble fondo.

Amy, por una vez, no respondió con sarcasmo.

—¿Y qué haces en tus ratos libres, además de leer libros tristes?

—Intento pasar desapercibido.

—Fracasando —dije, sin pensar.

—Un poco —respondió él, sin molestarse.

Durante la clase, Adam se sentó tres filas detrás de mí. No me molestó. No me inquietó. Pero lo sentí ahí. No como una amenaza, sino como una constante. Un recordatorio de algo que aún no entendía.

Lo observé por momentos. Cómo tomaba apuntes rápido. Cómo movía la pierna cuando se concentraba. Cómo guardaba su celular como si tuviera algo valioso que nadie más debía ver.

Lo miraba como quien busca grietas en una pared recién pintada.

Al final de la clase, recogimos nuestras cosas y salimos. Adam iba unos pasos adelante. Justo cuando dobló la esquina, alguien lo detuvo.

Un adulto. No lo conocía. No era profesor. Traje oscuro, postura tensa. No hablaban, solo se quedaron de pie unos segundos. Adam asintió. Luego siguió su camino como si nada.

Amy y yo cruzamos miradas.

—¿Tú también viste eso?

—Sí —dije.

—¿Quién era ese tipo?

—No lo sé.

Amy entrecerró los ojos.

—Oye… ¿no te da la sensación de que Adam guarda más secretos que un archivo clasificado?

—Sí. Pero eso no significa que me importe.

—Claro. Porque tú nunca te involucras con nada que no puedas controlar, ¿no?

La miré. No respondí.

Porque sí. Amy tenía razón.

Y ese era el problema.

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