El beso era una batalla disfrazada de deseo.
Marcus exploraba la boca de Santiago con una audacia que desmentía su título de príncipe, y el rey —más fuerte, más experimentado, más peligroso— respondió con un hambre silenciosa. Lo tomó de la cintura y lo empujó hacia la cama, sin romper el contacto.
Marcus intentó resistir, pero fue inútil. Santiago lo sujetó de las muñecas y las alzó sobre su cabeza, una prisión hecha de fuerza y fuego. Con la otra mano, desabotonó lentamente su camisa. Cada clic del botón era una orden, cada roce, una rendición.
Los labios del rey bajaron hasta su cuello, dejando marcas rojas como firmas en un contrato que Marcus no recordaba haber firmado. En su vida pasada, jamás habría permitido algo así. Pero en esta nueva piel, en esta nueva vida… el control no era tan fácil de reclamar.
Hasta que un mordisco en el pecho lo trajo de vuelta.
Santiago se había vuelto travieso.
Marcus abrió los ojos, jadeante, justo cuando la mano del rey descendía con lentitud calculada.
Los movimientos fueron suaves, casi crueles en su delicadeza. Bastaron unos minutos para que Marcus perdiera el hilo de su propio cuerpo.
—Ya… basta… yo… —balbuceó, antes de rendirse con un gemido que no necesitaba traducción.
Santiago sonrió con la calma de quien sabe que ha ganado una pequeña guerra.
—Un trabajo bien hecho merece recompensa, ¿no crees, esposo?
Marcus quiso responder, pero algo en su mente gritó que ese cuerpo aún era virgen. No el alma, claro; Lary había vivido demasiado para eso. Pero Marcus, el príncipe, jamás había conocido el fuego carnal. Así que se recompuso con una dignidad fingida y negó con la cabeza.
—Tal vez después. No estoy listo. Es… mi primera vez.
El rey lo observó en silencio. Podría haberse burlado, pero no lo hizo.
—Está bien —dijo al fin—. Pero que quede claro: duermo en la misma cama que tú.
—Perfecto —replicó Marcus, suspirando—. Mientras no intentes nada, no habrá problema.
Llamó a una sirvienta para preparar los baños. Rita entró con su expresión habitual: la misma con la que una serpiente observa a su presa. Marcus entrecerró los ojos. Sabía quién era.
La favorita de la emperatriz.
El oído, la lengua y la sombra de esa mujer.
Pero Marcus Collins —o Lary, el hombre que vivía dentro de su cuerpo— no pensaba deshacerse de ella todavía.
El veneno se saborea más cuando se sabe que el enemigo está mirando.
—Mejor no —dijo con voz tranquila—. Tomaremos un baño juntos. Apúrate.
Rita apretó los puños con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. Pero obedeció.
Cuando la puerta se cerró, Santiago soltó una carcajada.
—¿Qué pasa? ¿Cambiando de idea?
—No seas tonto —contestó Marcus—. Esa mujer es una espía. Si nota que nos llevamos mal, se lo dirá a la emperatriz, y esa vieja no soporta verme feliz.
Ah, la emperatriz.
Pocas personas odiaban con tanto estilo. Su rencor no era simple ni reciente: venía de una tragedia disfrazada de romance.
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Hace años, cuando el actual emperador Harri era joven y todavía creía en el amor, conoció a Sol, una mujer de linaje modesto y sonrisa peligrosa.
Se amaban. Y como todos los amores que valen la pena, el suyo fue condenado.
Los antiguos emperadores se opusieron: un príncipe no se casa con una mujer sin nombre.
Harri intentó huir con ella, pero fue capturado. A él lo encerraron; a ella, la metieron en una celda, acusada de manipular a la familia real.
Desesperado, Harri negoció su libertad: se casaría con quien sus padres eligieran si liberaban a Sol.
Y así nació el compromiso con Irma, una joven noble que soñaba con coronas, no con corazones.
El día de la boda fue fastuoso. El día de la confesión, brutal.
Harri le dijo a su nueva esposa, sin rodeos, que amaba a otra.
Con el tiempo, se convirtió en emperador y, en su primer acto de poder, trajo de vuelta a Sol, su amor prohibido, haciéndola concubina real.
En aquel entonces, Irma ya tenía un hijo, Camilo.
También había otra concubina embarazada.
El palacio estaba lleno de perfumes distintos y silencios llenos de veneno.
Sol dio a luz a Marcus, pero murió en el parto. Y Harri, roto, volcó toda su devoción en ese niño.
Desde entonces, la emperatriz Irma odió no solo a Sol, sino al fruto que le había robado la atención del emperador.
No porque Harri la amara —nunca lo hizo—, sino porque amaba demasiado al hijo que ella había perdido.
Así, día tras día, fue sembrando en Camilo el veneno del desprecio hacia sus hermanos bastardos.
Marcus y Saul crecieron sin madre, y con un hermano que los miraba como errores que debían corregirse.
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El odio, en palacio, no necesita gritar.
Solo sonreír en silencio mientras se sirve el vino.
Y en esa corte donde los lazos de sangre valen menos que los rumores, Marcus —el hijo de la concubina—, se atrevía ahora a ser feliz.
Eso, para la emperatriz, era imperdonable.
Mientras tanto, Santiago salía del baño envuelto en una toalla, con la misma tranquilidad con que otros llevan armadura.
Marcus lo observó de reojo y sonrió.
Entre el deseo, el peligro y la venganza… no sabía cuál lo mantenía más vivo.
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El pasado había escrito su tragedia.
El presente, en cambio, prometía una guerra.
Y el narrador —sí, yo— no podía esperar a ver quién caería primero.
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Comments
como yo no dos 👌🙌👌
ah que fuerte noooo la emperatriz lo odia a muerte /Chuckle//Chuckle//Chuckle//Chuckle/
2025-10-11
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Erna Holzer
Siempre son las mujeres las malditas !!!
Seremos así en la realidad???
2025-10-02
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Erna Holzer
Siempre son las mujeres las malditas !!!
Seremos así en la realidad???
2025-10-02
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