A los cincuenta años, Simone Lins creía que el amor y los sueños habían quedado en el pasado. Pero un reencuentro inesperado con Roger Martins, el hombre que marcó su juventud, despierta sentimientos que el tiempo jamás logró borrar.
Entre secretos, perdón y descubrimientos, Simone renace —y el destino le demuestra que nunca es tarde para amar.
Años después, ya con cincuenta y cinco, vive el mayor milagro de su vida: la maternidad.
Un romance emocionante sobre nuevos comienzos, fe y un amor que trasciende el tiempo — Amor Sin Límites.
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Capítulo 10
Marcelo estaba inquieto. Durante años, la vergüenza que cargaba era la de tener, según él mismo decía, una esposa apagada, sin gracia, que no merecía ser mostrada. Pero aquella noche, su vergüenza tenía otra cara: la de percibir que Simone era linda — y que muchos hombres en el salón la miraban con admiración.
El orgullo herido y los celos se mezclaron dentro de él. Cada mirada dirigida a su esposa parecía pinchar su conciencia. A cada sonrisa que ella recibía, sentía la necesidad de afirmarse.
Entonces, el baile comenzó. La orquesta inició una música suave, invitadora. Sin pensarlo dos veces, Marcelo se levantó. Alisó el saco, respiró hondo y, para espanto de todos en el salón, extendió la mano hacia Simone.
— ¿Vamos a bailar? — preguntó, con una sonrisa que hacía mucho tiempo ella no veía.
Mamá abrió los ojos, sorprendida.
— ¿Yo? Marcelo… ¿será que aún recuerdo cómo se baila? — dijo, nerviosa, llevando la mano al pecho.
Yo casi no creí en lo que estaba presenciando. Tomé su mano e insistí, sonriendo:
— ¡Anda, mamá! Mira el brillo en tu rostro… mereces este momento.
Simone vaciló por algunos segundos, pero entonces aceptó. Colocó su mano en la de Marcelo, levantándose con un aire tímido, pero emocionado.
Los dos caminaron hasta la pista de baile. En el salón, las miradas se volvieron inmediatamente hacia ellos. Algunos cuchicheaban, sorprendidos: "Marcelo, hoy dejó a Tamara de lado...".
Y allí, bajo la música suave, él la envolvió por la cintura y condujo el primer paso.
Simone, con una leve sonrisa, se dejó llevar. Sus ojos brillaban no por el marido que la había humillado tantas veces, sino por la sensación rara de ser, al menos en aquel instante, reconocida ante todos.
Y Marcelo, por su parte, la exhibía como un trofeo. No era amor verdadero — era el deseo de mostrar a todos que aquella mujer tan bella y admirada le pertenecía a él.
Pero, en el fondo, algo había cambiado. Pues aquella noche, por primera vez, él veía quién Simone siempre había sido, y ella ahora sabía que tenía valor.
La música suave llenaba el salón, y en el centro de la pista estaban mis padres, bailando juntos como si fueran una pareja enamorada. Para cualquier extraño, era una escena encantadora. Pero yo conocía bien la verdad.
Observé atentamente, y lo que vi de un lado y del otro no me dejó dudas.
A la derecha, Tamara estaba sentada con los puños cerrados, el cuerpo rígido, y los ojos chispeando de celos. Cada paso de baile que Simone daba al lado de Marcelo parecía herirla como una lámina invisible. Núbia intentaba distraerla, pero no había cómo: Tamara estaba consumida por la rabia.
Del otro lado, vi a Roger Martins. Él no escondía. Sus ojos permanecían fijos en mi madre, como si todo el resto del salón hubiese desaparecido. No había discurso de CEO, no había postura corporativa — había apenas un hombre reencontrando a una mujer que lo había marcado profundamente. Más yo quisiera saber qué envolvimiento mi madre tuvo con Roger.
Sentí un escalofrío. El contraste entre las dos miradas era claro: mientras Tamara se corroía de envidia, Roger parecía hechizado.
Fue en ese instante que una certeza me alcanzó. Durante años, yo desconfiaba. Las llamadas nocturnas, las disculpas baratas, los viernes en que mi padre simplemente no volvía a casa, reapareciendo apenas el sábado por la mañana… todo hacía sentido.
Hoy, allí, delante de mí, la verdad no necesitaba de pruebas concretas. Bastaba mirar a Tamara. La forma como ella se portaba, el nerviosismo descarado, los celos que no conseguía disimular… era evidente.
Ellos tienen un caso.
Mi corazón se apretó. Miré a mamá, tan feliz por estar siendo notada, por estar bailando por primera vez al lado del marido en público. Ella no veía. No percibía. Aún creía que aquel gesto podría significar algo.
Pero yo sabía la verdad. El baile era apenas una escenificación de Marcelo — una tentativa desesperada de exhibirse, de mostrar que Simone era suya.
Y en aquel momento, yo me prometí a mí misma: Un día, madre, vas a ver. Y cuando eso suceda, no será tarde para liberarse.
Yo observaba todo atentamente cuando, de repente, sentí una presencia a mi lado. Al levantar los ojos, me topé con Roger Martins. Su mirada serena, pero intensa, se posó sobre mí.
Él extendió la mano con elegancia y preguntó, en tono respetuoso:
— ¿La señorita me daría el honor de este baile?
Me quedé sin reacción por un instante. El CEO de la empresa, el hombre que todos admiraban y temían, me estaba invitando a bailar. El corazón se disparó, pero acepté con un gesto tímido.
— Claro… — respondí, casi sin voz.
Roger tomó delicadamente mi mano y me guio hasta el centro del salón. Sus pasos eran firmes y seguros, y luego estábamos bailando entre las parejas.
Pero, aún allí, percibí: su mirada aún buscaba a Simone. Era imposible disimular. Él sonreía, pero los ojos… los ojos brillaban siempre que se volvían hacia mi madre.
En medio del baile, dejó escapar en voz baja:
— Su padre es un hombre de suerte. Su madre es una mujer encantadora.
Mordí el labio, reuniendo coraje, y pregunté:
— ¿Puedo hacerle una pregunta?
Él inclinó levemente la cabeza, curioso.
— Por supuesto.
— ¿El señor conoce a mi madre? — solté de una vez, mirándolo fijamente. — Porque creo que todos percibieron que durante todo el tiempo usted no le quitó los ojos de encima.
Roger paró por un segundo, sorprendido con mi franqueza. Una sonrisa breve se dibujó en sus labios, pero su voz salió más baja, casi un susurro.
— Me disculpe, señorita. ¿Fue tan nítido así?
— Lo fue. — respondí firme. — Usted la siguió con los ojos todo el tiempo.
Él suspiró, desviando la mirada por un instante antes de responder:
— Su madre me hizo recordar de un amor de mi juventud. Fue solamente eso. Si di la impresión contraria, no lo tome a mal.
Asentí, pero por dentro no creí. Su disculpa parecía conveniente de más. Mi mirada buscó a mamá, que continuaba bailando con mi padre, sonriente e inocente.
Roger tenía razón en una cosa: ella realmente no parecía reconocerlo. Actuaba con naturalidad, sin ninguna señal de memoria o constreñimiento.
Pero yo sabía. Algo más profundo unía a aquellos dos. Y tarde o temprano, la verdad saldría a la luz.