El Traidor

Katherine lo observó con cautela, y a pesar de que aún no lo conocía bien, podía notar que algo en Rómulo no estaba en su lugar, no era simplemente tensión; era un peso invisible que lo aplastaba por dentro.

—¿Ocurre algo, Rómulo? —preguntó, con suavidad.

Él apretó la mandíbula, mirando la calle por la cual se fue Natalia como si quisiera perderse en ella también.

—No todo está bien —respondió con amargura.

La verdad era que se sentía como la peor basura del mundo, un traidor, y un cobarde, y, sin embargo, no veía otra opción, porque si huía con Natalia, Carmelo se aseguraría de destruirlos, no solo a él, sino a ella y a Verónica, así que era mejor romperle el corazón antes que arruinar su vida.

El golpe emocional de lo que acababa de hacer aún retumbaba en el pecho de Rómulo, Natalia se había ido, llevándose con ella la última posibilidad de que todo terminara de una manera diferente.

Rómulo mantuvo la mirada fija en la distancia, sintiendo que por dentro algo se rompía y que nunca podría reparar, pero entonces, Katherine lo abrazó.

Su gesto fue tranquilo, sin palabras, pero fue suficiente para que Rómulo sintiera algo que no había esperado en ese momento: Consuelo.

No era pasión, ni amor, ni siquiera afecto profundo sino una comprensión silenciosa porque Katherine se dio cuenta de que él también estaba sacrificando mucho con ese matrimonio.

Aunque no habían hablado de ello de manera directa, ambos estaban perdiendo algo importante en el camino.

Rómulo cerró los ojos por un instante, permitiéndose recibir el gesto, porque, aunque la herida seguía abierta no se sintió completamente solo, pero luego se sintió inquieto y llamó a su tía para contarle lo ocurrido, la cena obviamente no ocurrió y dejó a Katherine en su casa quería dirigirse a la casa presidencial porque al menos quería asegurarse que Natalia estaba bien, pero luego recordó que no debía hacerlo y condujo por la ciudad capital intentando controlar sus sentimientos.

Natalia jamás imaginó que su primo pudiera traicionarla de esa manera, prometerle un escape y luego aparecer al lado de otra mujer como si ella nunca hubiese existido.

El dolor era insoportable y se encerró en el baño, ahogada en desesperación, observando el objeto cortante entre sus manos porque si la felicidad le estaba prohibida, se preguntaba qué sentido tenía seguir luchando, pero antes de que pudiera tomar una decisión, la puerta se abrió de golpe.

Margarita irrumpió con urgencia, sus ojos reflejando una mezcla de preocupación y determinación.

—¿Qué es lo que piensas hacer, Natalia?

Natalia respiró con dificultad, temblando de pura rabia.

—¡Déjame en paz, tía! —exclamó, la voz rota por la desesperación. —Ya estoy harta de todo.

Margarita se quedó quieta, sin retroceder.

—¿Y tu hermana? —preguntó con voz firme—. ¿Qué va a pasar con Verónica si tú no estás?

El impacto de esas palabras la atravesó y Natalia se paralizó, sintiendo la culpa como un golpe.

Su hermana era lo único que le quedaba, y lo único que realmente valía la pena proteger, y, de repente, entendió que no podía dejarla sola.

Margarita aprovechó ese instante de vulnerabilidad.

—Sé que ahora te sientes herida, pero con el tiempo, te darás cuenta de que esto que sientes es solo una ilusión.

Natalia levantó la mirada, llena de horror.

—¿Tía …?, tú estabas detrás de esto? —susurró, su voz quebrada por la revelación.

Margarita no negó nada.

—Él nunca te mintió, Natalia. Solo se dio cuenta de que, si seguían juntos, Verónica pagaría las consecuencias.

Natalia apretó los puños, sintiendo que su mundo se desmoronaba aún más.

—¡Si Vero se venía conmigo, nada de esto habría pasado!

Margarita negó lentamente.

—Tu hermana aún es menor de edad y tu tío podría acusarte de secuestro.

El peso de esa verdad la golpeó como un trueno y por primera vez, Natalia comprendió que no tenía escape. Su dolor, su amor, su deseo de libertad todo estaba condicionado por el poder de su tío.

Su voz salió como un susurro desesperado.

—¿Tía… por qué haces esto?

Margarita suspiró, con el cansancio reflejado en cada línea de su rostro.

—Porque es lo correcto, Natalia.

—¡Déjame ser libre! —suplicó, las lágrimas cayendo sin control.

Margarita cerró los ojos por un instante, y cuando los abrió, su resolución no había cambiado.

—No puedo hacerlo. Y quiero que esto te sirva de lección.

Con movimientos calculados, quitó el objeto cortante de sus manos.

—El amor no es una excusa para comportarse como una idiota.

Natalia se derrumbó, incapaz de contener el llanto y Margarita se arrodilló junto a ella, envolviéndola en un abrazo firme, dándole palmadas suaves en la espalda.

—Todo pasa, Natalia. Déjalo salir. Llora. Después te sentirás mejor.

Y, por primera vez en mucho tiempo, Natalia permitió que alguien la sostuviera sin resistencia.

Porque, aunque aún no comprendía del todo, por dentro sabía que debía levantarse, por ella, por su hermana y por el futuro que aún no podía ver.

Cuando Katherine regresó a casa, la irritación aún latía en su pecho, el beso de Rómulo aún estaba en su mente, pero no por el contacto en sí, sino por lo que había descubierto en su mirada.

Había otra mujer en su corazón y ella lo había visto y eso de alguna manera le causaba molestia.

Se dejó caer en el sofá de su habitación, con los brazos cruzados y la expresión tensa, hasta que la puerta se abrió sin previo aviso.

Karin entró con su elegancia habitual, y su mirada afilada como si ya supiera lo que ocurría.

—Pareces perturbada —dijo con una calma estudiada—. ¿Te pasó algo interesante?

Katherine frunció el ceño, dejando salir su molestia sin rodeos.

—Acabo de descubrir que Rómulo está enamorado de otra mujer.

Karin levantó una ceja, como si la revelación no le sorprendiera en absoluto.

—¿Y qué con eso?

Katherine se giró hacia ella, incrédula por su falta de reacción.

—¿Cómo que "y qué"? ¡Él es mi prometido!

Karin soltó una leve risa, no de burla, sino de pura practicidad.

—Katherine, no seas tonta —le dijo con frialdad—. Tú no estás enamorada de Rómulo, así que no te importa realmente lo que él sienta.

Katherine se quedó en silencio por un instante, porque sabía que su hermana tenía razón, ella no estaba enamorada de él y no lo veía como el amor de su vida.

Pero algo en su interior se resistía a aceptar la idea de compartir su vida con alguien que no estaba realmente presente en ella.

—Lo que debes hacer —continuó Karin, con un tono calculador— es jugar bien tus cartas.

Katherine frunció el ceño, sin entender.

—¿Jugar mis cartas?

Karin se cruzó de brazos, con la paciencia de quien explica una estrategia muy obvia.

—Si Rómulo no puede estar con esa mujer, debe haber una razón. Algo que lo detiene, algo que lo obliga a seguir con este compromiso.

Se inclinó levemente hacia su hermana, con esa sonrisa enigmática que siempre significaba que ya tenía una respuesta.

—Si eres astuta, puedes tener una buena vida hasta que obtengas tu divorcio.

Katherine se sintió horrorizada debido a su pragmatismo.

—¿Es esto lo que piensas hacer tú?

Karin ladeó la cabeza, evaluando la pregunta como si fuera innecesaria.

—Dime, Katherine… ¿Qué crees que va a pasar en cuanto te cases con Rómulo?

El silencio se alargó, hasta que su hermana dio el golpe final.

—El próximo evento será mi propia boda.

Katherine se tensó, con una mezcla de sorpresa y angustia.

—¿Tienes a alguien en mente?

Karin sonrió con un aire de satisfacción.

—Ya encontré al candidato adecuado.

Katherine esperó una explicación, pero su hermana solo la miró con una expresión que no revelaba nada más.

—No es el momento adecuado para hablar de eso.

Katherine exhaló con frustración, porque sabía que no conseguiría más respuestas esa noche.

Pero, por primera vez, comenzó a ver con claridad cómo se movía el juego alrededor de ellas, y aunque aún se resistía a jugarlo, sabía que estaba a punto de verse obligada a hacerlo.

Karin salió de la habitación de su hermana de forma intempestiva porque debía darse prisa, ahora que Katherine estaba por casarse porque ella no era una mujer que dejaría su futuro en manos de otros.

Sabía que su familia pronto esperaría que se casara, pero si iba a hacerlo, al menos se aseguraría de que fuera bajo sus propios términos.

Por eso, investigó a los candidatos que sus padres proponían, analizando cada aspecto de sus vidas y entre ellos, uno destacó por encima del resto: Ernesto Hernández de 35 años.

Rico, conectado y perteneciente a una familia tradicionalista, sin embargo, Karin sabía algo que pocos conocían y es que Ernesto no estaba interesado en las mujeres y si algún día se declaraba abiertamente gay, perdería el respaldo de rica su familia y ahí estaba la clave de su estrategia.

Un matrimonio con él sería una alianza perfecta, sin los enredos sentimentales que tanto despreciaba, sin contactos físicos indeseados, sin tener hijos como si fuera una fábrica de bebés.

Él mantendría su imagen intacta, y ella obtendría la independencia que deseaba, sin el peso de una relación convencional, pero Karin no estaba sola en esta decisión, sino que Ibrahim sabía de su plan y estaba de acuerdo con ella.

Él comprendía que el matrimonio no tenía por qué ser una condena, y que, si jugaba bien sus cartas, podía convertirlo en una ventaja.

Y ese apoyo, esa certeza de que alguien más veía el panorama con la misma frialdad que ella, le dio aún más confianza.

El tiempo aún no era el adecuado, pero cuando llegara el momento ella se aseguraría de ganar la partida y estar con quien realmente quería.