Matrimonio de conveniencia: Engañarme durante tres meses
Aitana Reyes creyó que el amor de su vida sería su refugio, pero terminó siendo su tormenta. Casada con Ezra Montiel, un empresario millonario y emocionalmente ausente, su matrimonio no fue más que un contrato frío, sellado por intereses familiares y promesas rotas. Durante tres largos meses, Aitana vivió entre desprecios, infidelidades y silencios que gritaban más que cualquier palabra.
Ahora, el juego ha cambiado. Aitana no está dispuesta a seguir siendo la víctima. Con un vestido rojo, una mirada desafiante y una nueva fuerza en el corazón, se enfrenta a su esposo, a su amante, y a todo aquel que se atreva a subestimarla. Entre la humillación, el deseo, la venganza y un pasado que regresa con nombre propio —Elías—, comienza una guerra emocional donde cada movimiento puede destruir... o liberar.
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Capítulo 5 – Parte 1: Huida impulsiva
Capítulo 5 – Parte 1: Huida impulsiva
—¡Aitana, si te marchas estarás en graves problemas! —gruñó Ezra Montiel, dando un paso hacia ella, con el ceño fruncido y el tono autoritario que siempre usaba para someterla.
Ella ya estaba frente al auto, con las llaves temblando en su mano, pero no de miedo… sino de rabia.
—Ay, deja el drama, Ezra —le sonrió con ironía, aunque la herida aún sangraba por dentro—. ¿Sabes? Te digo lo que tú solías decirme cuando eras tú el que se marchaba dejándome sola en esta maldita mansión: “no hagas una tormenta”. Yo llorando en silencio, tú riendo con otra. Pero claro... tú no sientes, ¿verdad?
La puerta del auto se cerró con fuerza. El motor rugió, y en segundos, el vehículo desapareció entre la bruma del atardecer. Ezra no pudo evitar dar un paso hacia el portón mientras la veía partir. Una punzada cruzó su pecho… algo entre impotencia y orgullo herido.
—¡Aitana Reyes! —gritó su nombre con rabia, aunque sabía que no volvería tan fácil.
Detrás de él, en el umbral de la casa, Iván Ortega observaba la escena como si estuviera presenciando el principio del final. Se pasó la mano por la barba, incómodo.
—Mierda… esto está caliente —murmuró, más para sí que para Ezra. En todo el tiempo que había conocido a Aitana, jamás la había visto así. Tan firme. Tan despiadada. Tan… viva.
Ezra se llevó ambas manos al cabello, tirando de él con desesperación.
—¡Esa mujer me va a sacar canas! —exclamó, dando vueltas en el mismo sitio como un león enjaulado.
Iván soltó una carcajada seca.
—Se cansó, amigo. Eso está más que claro. Te lo dije. Te advertí que si seguías tratándola como un adorno, algún día ella iba a romper la vitrina y salir caminando.
—¿Y tú qué sabes? —escupió Ezra con fastidio, aunque en el fondo sabía que Iván tenía razón.
—Sé lo que veo. Y te digo algo más: si yo tuviera una mujer así, con ese trasero de escándalo y esas curvas que hacen temblar hasta a un ateo, la trataría como reina. —Lo dijo con media sonrisa, como si quisiera provocarlo—. Con todo respeto, claro… pero es que con ese cuerpo, hermano, se me ocurren mil formas de agradecerle por existir.
—¡Cuida cómo te refieres a ella! —le espetó Ezra, clavando los ojos en él.
Iván se burló con descaro.
—¿Celoso?
—¡No! —negó Ezra de inmediato, aunque su mandíbula apretada decía lo contrario—. Pero mientras sea mi esposa… la respetas.
Silencio. Solo el sonido del motor de un auto lejano y la respiración entrecortada de Ezra.
—¿Dónde demonios se habrá ido? —musitó, como si temiera la respuesta.
Iván cruzó los brazos, encogiéndose de hombros.
—Déjala. A ti ni te importa ella… ¿o sí?
Ezra no respondió. No podía. Porque por primera vez en mucho tiempo… no estaba seguro.
Ezra aún tenía el ceño fruncido cuando regresó al interior de la casa, como si pudiera dejar su rabia tras la puerta. Se dejó caer en uno de los sillones del salón principal.