Su muerte no es un final, sino un nacimiento. zero despierta en un cuerpo nuevo, en un mundo diferente: un mundo donde la paz y la tranquilidad reinan.
¿pero en realidad será una reencarnación tranquila?
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Cristal
Elian colocó con sumo cuidado a Leo sobre una camilla baja, envuelta en sábanas limpias.
El camarote improvisado como enfermería no era lujoso, pero olía a hierbas secas, aceites naturales y una limpieza meticulosa que hablaba de disciplina más que de comodidad. Aún se oían los últimos quejidos del barco al acomodarse tras la tormenta, pero dentro del cuarto el tiempo parecía haberse detenido.
Leo, pálido como una flor de invierno, respiraba con dificultad. Su cuerpo estaba más frío de lo normal y su piel, especialmente alrededor de los labios y los dedos, comenzaba a tornarse azulada.
Artemisa no gritó ni se arrojó sobre él.
Simplemente, estaba allí, sentada al lado de la camilla, con las lágrimas cayendo por el rostro sin pausa.
Sus manos se movían lentamente, acariciando con suavidad la frente de su hijo, tratando de transmitirle todo el calor que su propio cuerpo ya no podía conservar.
El aroma a salitre de la tormenta aún impregnaba su ropa, como un recordatorio.
Elian, de cabello azul cielo recogido y ojos del mismo color, como si llevara el cielo en la mirada, no habló durante los primeros minutos.
Abrió un pequeño cofre de madera, extrajo guantes de cuero fino y frascos etiquetados con runas, y comenzó a examinar al niño con movimientos suaves, casi reverentes.
Apoyó dos dedos sobre el cuello de Leo, contando el pulso, que era débil e irregular.
Luego lo giró ligeramente para apoyar el oído en su espalda, escuchando con ayuda de una caña de cobre.
Su ceño se frunció apenas, luego volvió a relajarse, solo en apariencia. Tomó una lámpara de aceite y observó las pupilas del niño, que respondían con lentitud. Finalmente, desenrolló una manta más seca y lo cubrió por completo, excepto la cabeza.
Leo tosió.
Una, dos veces.
Luego una tercera, más fuerte.
La última trajo consigo un hilo rojo en la comisura de los labios.
Artemisa no se sobresaltó. Sus lágrimas se intensificaron, pero su cuerpo no se movió.
Lo observó con una mezcla de ternura desolada y resignación, como si hubiese estado esperando este momento desde hacía mucho.
Elian se dirigió a una pequeña mesa en la esquina del camarote. Mezcló savia de roble, flor blanca, raíz de piedra lunar y lavanda en una infusión tibia. Volvió con una cuchara y se la ofreció a Artemisa.
—Dáselo. Ayudará a estabilizar su ritmo. Luego deberá dormir… y no recibir más sobresaltos.-dijo para luego sentarse en una silla cercana.
Artemisa tomó la cuchara con manos aún temblorosas, pero más firmes. Se inclinó y le ofreció el líquido a Leo. Él bebió apenas, con dificultad. Cerró los ojos. Su cuerpo se aflojó un poco… y la respiración, aunque débil, se hizo más constante.
Solo entonces, Elian rompió el silencio.
—¿Siempre ha tenido estos síntomas? —preguntó con voz profunda, aunque suave.
Artemisa negó con la cabeza primero. Luego, con voz baja, respondió:
—No. Al menos… no así. En casa no solía enfermarse. Dormía mucho, sí. Y a veces se cansaba si jugaba demasiado, pero nunca se había puesto así… —miró a Leo y tragó saliva.
Elian asintió con comprensión, y por un momento sus rasgos se suavizaron.
—Eso tiene sentido —dijo—. Es posible que no se haya enfermado tan gravemente antes gracias a ti.
—¿A mí? —La voz de Artemisa era un susurro, llena de incredulidad.
—Sí. Por tus cuidados. Cambiar de casa constantemente, observarlo, permitirle dormir más, mantenerlo abrigado, evitar lugares con mucha gente… todo eso retrasó la aparición de los síntomas más graves. Muchos niños no llegan tan lejos sin un ataque —la miró con seriedad—. Si no fuera por lo que hiciste… probablemente habrías perdido a tu hijo hace mucho tiempo.
Artemisa se llevó una mano al rostro. No se había dado cuenta. Solo hacía lo que su instinto le pedía: protegerlo. Pero escucharlo de otro lo llenó todo de un nuevo significado. Por un momento, algo cálido se mezcló con el dolor.
—Lo que tiene Leo es una enfermedad muy rara. Se llama “enfermedad de cristal”.
Artemisa parpadeó, confundida, con lágrimas aún en la cara.
—¿Cristal…?
Elian asintió, esta vez con el rostro más serio.
—El nombre viene de la naturaleza de los niños que la padecen. Por fuera, parecen perfectamente normales. Pero por dentro, sus cuerpos están en constante tensión. Es como si su vitalidad estuviera atrapada dentro de una caja de vidrio delgado. Frágil. Sus pulmones y corazones se esfuerzan el doble para mantenerlos vivos, aunque nadie lo note. Es una condición que puede llevar a fiebres constantes, debilidad extrema, tos con sangre… y en casos severos, como este… estados de hipoxia, perdida de conciencia repentina y coma.
Elian se levantó despacio, estirando la espalda con un suspiro agotado. Aunque sus movimientos eran tranquilos, sus ojos de azul cielo brillaban con una seriedad que no dejaba espacio para las dudas.
Se acercó a una pequeña mesa en la esquina del camarote, donde tenía desplegados varios frascos, ungüentos y una libreta donde iba anotando observaciones rápidas.
—Debe mantenerse en un ambiente estable. Nada de climas extremos, ni movimientos bruscos. Su cuerpo reacciona mal a los cambios físicos y emocionales. Dormirá más que otros niños, y debe permitírselo. No se le puede exigir esfuerzo físico ni someterlo a tensiones. Si siente fiebre o fatiga, hay que hidratarlo, usar compresas y mantenerlo en un entorno tranquilo. Las emociones fuertes pueden causarle una crisis… y en ese estado, cualquier recaída podría ser letal.
Artemisa solo pudo asentir con la cabeza. Aún lloraba, pero ahora con una sensación distinta: una tristeza que se mezclaba con impotencia. ¿Cómo iba a protegerlo de todo eso? ¿De las emociones, del cambio, del mundo?
Elian la observó con empatía.
—No está sola —dijo con voz más suave—. Sé que suena como una sentencia.pero si lo cuidas bien podrá vivir una vida larga en el futuro.
Artemisa acarició la manita de Leo, que colgaba inerte de la manta.
—¿Tiene cura?
—No —respondió Elian, con firmeza—. Pero con cuidados constantes, alimentación específica, ambientes estables y muy poco estrés… puede vivir.
Artemisa levantó la mirada. Su voz salió baja, apenas un susurro entre lágrimas contenidas.
-¿Cómo… cómo puedo ayudarlo?
Elian se giró hacia ella y su rostro se suavizó con una calidez compasiva.
—Solo haz lo que siempre has hecho, debes mantenerlo en un entorno estable. Nada de sobresaltos, cambios drásticos de clima, ni viajes largos por un tiempo. Esta enfermedad, como dije, responde a los estímulos.En algunos casos puede ser peor.
—¿Peores? —susurró Artemisa, su corazón encogiéndose aún más.
—Algunos niños… caen en coma. O simplemente no despiertan después de un ataque. —La pausa que hizo fue dolorosa—. No quiero alarmarte, pero es mi deber advertirte. Este bebé ha pasado por un evento grave. Su cuerpo está descompensado. Si no actuamos con cuidado, podría no recuperarse del todo.
Artemisa bajó la mirada, fijándola en los labios entreabiertos de su hijo.
La palidez seguía ahí, el leve tono azul de sus labios, sus dedos tibios. Pero ya no temblaba. Respiraba, lento, débil, pero constante.
—El calor de su cuerpo bajó mucho —añadió Elian mientras volvía a revisar el pulso de Leo—. Esto es común en las fases avanzadas del colapso. Su corazón y pulmones trabajan bajo constante tensión. Cuando el entorno se vuelve extremo —como esta tormenta—, su cuerpo no puede adaptarse a tiempo.
Artemisa cerró los ojos. La escena en cubierta volvió a su mente: el trueno, la lluvia, los gritos, el viento… y Leo, temblando entre sus brazos. Había sido demasiado.
—Debes vigilar su temperatura constantemente —dijo Elian, interrumpiendo sus pensamientos—. No lo abrigues en exceso, pero tampoco dejes que se enfríe. Dale líquidos tibios, alimenta su cuerpo con cosas suaves. Y no lo dejes solo por la noche. Nunca.
Asintió en silencio.
—También hay hierbas específicas que pueden ayudar a aliviar los síntomas. No lo curan, pero estabilizan —continuó, señalando uno de los frascos sobre la mesa—. Aquí tengo extracto de raíz de luna, algo de flor de escarcha y aceite de ámbar. Puedo prepararte una mezcla para los próximos días.
Artemisa se llevó una mano al rostro. Había tanto que no sabía. Tanto que ignoraba…
—Yo no conocía esta enfermedad —murmuró—. En casa… Leo no se enfermaba. Solo cuando salíamos… cuando cambiábamos de lugar. Pero él no parecía darse cuenta. No lloraba. Solo se ponía más callado… dormía más.
Elian tomó nota mentalmente. Caminó despacio hacia una pequeña ventana cerrada, donde el ruido de la tormenta ya se había disipado, dejando solo el crujido del casco del barco y el chocar del agua contra los costados.
—Eso encaja con lo que he observado antes. Los niños con esta condición rara vez se quejan. Son sensibles, pero su cuerpo se adapta… hasta que ya no puede más. Y ahí es cuando caen. No es tu culpa, Artemisa. Nadie lo habría sabido sin una crisis como esta.
Ella tragó saliva. Quiso creerle, pero la culpa seguía allí, persistente, como una garra invisible en su pecho. No haberlo notado. No haberlo protegido mejor.
—¿Puede vivir una vida normal…? —preguntó en voz baja—. ¿Podrá correr, jugar…?
Elian negó con la cabeza, aunque con suavidad. —Puede vivir. Pero no será igual que otros niños. Tendrá que aprender a ser cuidadoso, a reconocer sus límites. Podrá jugar, sí… pero con cuidado. Podrá reír, pero no gritar. Y tú… tendrás que estar siempre atenta.
El silencio volvió, roto solo por la respiración profunda y débil de Leo.
Elian se inclinó y pregunto.
- ¿Cómo debería llamarle?
Artemisa de repente se dio cuenta de que no se había presentado.
—Mi nombre es Artemisa —dijo entonces, —. Y él… se llama Leo.
Elian le sostuvo la mirada y asintió con respeto.
—Artemisa —repitió en voz baja—. Es un nombre bonito.
...-----------...
Ya habían pasado dos días desde esos sucesos.
El barco se había vuelto más silencioso desde la tormenta. Las olas eran suaves, como si el mar supiera que había un niño luchando por respirar en su regazo.
El camarote de enfermería conservaba el mismo olor a hierbas, pero ahora también tenía algo más: esperanza.
Artemisa estaba sentada junto a la camilla, con los codos sobre las rodillas y el mentón apoyado en las manos. Llevaba dos días sin dormir bien, vigilando a Leo mientras su respiración se estabilizaba . Ya no tenía fiebre, y su piel había recuperado parte de su color. Pero aún no abría los ojos.
Elian entró con pasos suaves. Traía una taza humeante de algo que olía a miel, jengibre y canela. La dejó sobre la mesa sin decir nada al principio. Se agachó junto a la camilla y retiró con delicadeza la manta que cubría a Leo.
—Su pulso es más firme hoy —dijo tras un momento, revisándolo con manos expertas—. Sus pulmones están respirando con mayor ritmo, y no ha tosido sangre desde ayer.
Artemisa asintió, sin quitarle los ojos de encima a su hijo.
—¿Por qué no despierta?
Elian miró a Leo y luego a ella.
—No lo sabemos con certeza. Algunos niños con enfermedad de cristal entran en estados de descanso profundo cuando su cuerpo necesita recuperarse. Como si cada célula durmiera para reparar las grietas —tomó el frasquito de aceite de resina dorada—. Pero… creo que hoy podría abrir los ojos.
Se inclinó un poco más y, con suavidad, deslizó la resina bajo la nariz del pequeño.
—Vamos, Leo. Ya es suficiente descanso. Hay alguien que te espera aquí.
Por un instante, no ocurrió nada.
Y luego…
Un parpadeo.
Leve, casi invisible.
Después, los párpados temblaron y se abrieron apenas, revelando los ojos violeta de Leo. Estaban nublados de sueño, pero vivos.
Artemisa se cubrió la boca. Una risa temblorosa, contenida, se escapó entre sus dedos.
Leo la miró. Al principio, no entendía dónde estaba. Todo se sentía extraño, como si el aire fuera más liviano y el mundo hubiera cambiado mientras él dormía.
¿Estoy vivo? pensé que iba a morir otra vez
Vio el rostro de su madre, sus ojos húmedos pero brillantes, la manera en que le temblaban las manos.
Estoy vivo…
—…Ma…
El sonido era débil, pero lleno de intención.
—Leo —susurró Artemisa, inclinándose hasta él, tocando su mejilla—. Estoy aqui bebe…
Elian se apartó un poco para darles espacio, pero no dejó de observar. Leo lo notó.
Y lo reconoció.
Él me sostuvo cuando no podía respirar. Me habló cuando todo dolía. No entiendo sus palabras, pero su voz… me ancló.
—…aaa... —intentó decir algo, estirando la mano hacia Elian—. ba...ba…
Artemisa soltó una risa entre lágrimas.
—El es Elian se encargo de curarte..
Elian sonrió. Una sonrisa que no había mostrado antes, cálida y profunda.
—Hola, Leo. Has dormido bastante, ¿eh?
Leo lo miró, parpadeó, y luego volvió la cabeza hacia su madre. El cuerpo le dolía menos, pero se sentía como si hubiera recorrido una distancia muy larga y acabara de regresar. No entendía todo lo que le pasaba, pero sí sabía una cosa:
Estoy aquí porque ellos me esperaban.
Se aferró con fuerza a un dedo de Artemisa. Ella lo cubrió con su mano.
—Tienes mucha suerte —dijo en voz baja, más para él mismo—. Muy pocos niños en tu situación despiertan así de rápido. Eres un pequeño guerrero Leo.-dijo Elian con una sonrisa calida.
-Buaaaa.......baaaa...wuuu- 'lo se, soy increíble.'
^^^Continuara^^^