En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.
Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.
Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.
Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,
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Capitulo 8
“La mañana se presentó nublada, con las primeras sombras del otoño colándose por los ventanales altos de la Alhambra. Estaba en la sala de mármol, sentada junto al emir Muley Hacén, rodeados por los visires, los cadíes y algunos ancianos consejeros. La conversación era densa. Los rumores sobre los reyes católicos de Castilla y Aragón comenzaban a tomar fuerza en las calles. Decían que sus ojos estaban fijos en Granada como si fuera una joya olvidada que ahora querían arrancar con sangre y acero. Yo los escuchaba en silencio. Me observaban como siempre, algunos con desconfianza, otros con respeto, y unos pocos con abierta hostilidad. Pero yo ya no era una concubina ni una extranjera perdida. Yo era Zoraida, esposa del sultán, madre de su heredero más joven, y señora de la corte.”
Uno de los visires, un anciano de barba blanca, habló con preocupación:
—“Mi señor, los cristianos se acercan. Dicen que Isabel y Fernando no cesarán hasta que Granada se arrodille. La frontera tiembla.”
—“Que tiemble el suelo, pero no nuestros corazones,” respondió Muley con voz firme. “¿Qué propones tú, Zoraida?” me dijo mirándome directamente.
Yo levanté la cabeza, con el velo delicadamente recogido sobre los hombros. Mi voz no tembló.
—“Propongo fortificar los mercados, hacer alianzas internas, y sobre todo, ganarnos al pueblo. Cuando el pueblo ama a su emir, resiste con él. Que los comerciantes sientan que sus impuestos no son cadenas, sino ladrillos para su seguridad. Que los campesinos vean nuestras manos entregándoles grano antes que los cristianos les traigan fuego.”
Hubo silencio. El cadí más joven asintió con respeto. El emir sonrió levemente. Sabía que no hablaba como esposa… sino como estratega.
Más tarde, en el harén, también actuaba.
Yo no quería que las mujeres vivieran encerradas en la tristeza o en la simple espera. Había tanto potencial desperdiciado. Así que ordené crear un círculo de trabajo: algunas bordaban, otras preparaban perfumes y ungüentos que luego eran vendidos en los mercados de la ciudad a través de comerciantes de confianza. Las ganancias volvían a ellas. Eso les daba dignidad.
Un día, una mujer joven y tímida me dijo:
—“¿Cómo has hecho para no quebrarte? Si tú también viniste de lejos…”
Le respondí con suavidad:
—“Porque una mujer no es de donde nace… sino del lugar donde decide florecer. Y yo florecí aquí, entre jardines moriscos, lunares bordados, y los ojos de un hombre que supo ver más allá de mi origen.”
Con el tiempo, las criadas me trataban como guía, y las concubinas no se atrevían a levantar la voz sin pensar dos veces.
Mis actividades se expandieron: ordené restaurar una sala para recibir embajadores, pedí que trajeran a poetas a recitar por las noches, y regalaba manuscritos iluminados a quienes sabían leer. En cada rincón del palacio dejaba una semilla de orden, cultura y belleza. Porque entendí que, aunque no tuviera un trono, el verdadero poder está en el alma que transforma.
Las ceremonias ya no eran iguales sin mí. Acompañaba al emir en las festividades, recibía al pueblo durante el Eid, y hasta se decía que antes de tomar una gran decisión, Muley preguntaba: “¿Qué dice Zoraida?”
Eso enfurecía a Aixa, claro. Su desprecio era una sombra constante. Pero ya no dolía. Porque había aprendido que el poder no grita. El poder se sienta en silencio… y lo escuchan.
Así pasaban los años. Granada ardía de belleza, pero también de tensión. Sabíamos que el final de una era se acercaba. Pero mientras mi alma tuviera voz, y el pueblo escuchara mi nombre con respeto, yo seguiría siendo una mujer que cambió su destino… y el de un reino.
“Faltaban apenas unas semanas para que mi hijo naciera. Mi vientre se alzaba redondo, tenso, como una luna creciente al borde del desbordamiento. Estaba sentada en uno de los divanes de mi salón, junto a la ventana abierta, mientras la brisa de Granada movía las cortinas y acariciaba mis tobillos hinchados. Frente a mí, en una mesa baja, un plato de codorniz tierna con arroz especiado y carne bien asada aún humeaba. Comía despacio, saboreando, intentando convencerme de que ese momento era de calma… que merecía disfrutar esta dicha.”
Pero entonces, lo vi a él.
Él… mi Muley, entrando al patio con ella: Aixa.
Ella lo tocaba en el brazo, con ese gesto falso que imitaba afecto, y él —mi esposo, el padre de mi hijo— no la apartó.
Fue como si una aguja me pinchara el alma. Algo dentro de mí explotó.
Recordé.
Recordé que fue él quien mató a mi padre. Que lo sabía. Que sabía de mi dolor desde el primer día, desde antes de mi secuestro. Que su amor nunca podrá borrar la sangre que tiñó mis recuerdos.
“¡Tú sabías todo, Muley!” le grité, levantándome con esfuerzo. “¡Tú lo sabías y aun así me trajiste aquí como una prisionera! ¡Mataste a mi padre! ¡Me quitaste mi mundo!”
Mi voz rebotó en los muros de mármol. Los sirvientes se detuvieron. Mi corazón golpeaba con fuerza, desbocado. Sentí un latigazo en el vientre, como si mi hijo me hablara desde dentro, como si compartiera mi furia.
¿Y si él también odiaba a su padre?
Me llevé las manos al vientre. La cabeza me giraba, las lágrimas ardían en mis mejillas.
Y me desmayé.
Caí entre almohadones, y el mundo se volvió silencio.
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Soñé.
Vi a mi padre, con su túnica bordada y su mirada noble. Se me acercó. No me habló con ternura, como cuando me leía bajo los naranjos. No.
Me miró con dolor… con decepción.
“Has traicionado nuestra fe,” dijo. “Te has acostado con el asesino de tu sangre. Y lo amas. Has olvidado quién eres, Isabel.”
Quise hablar, explicarme, pero no pude.
“No hay perdón para los que olvidan su alma,” me dijo, y se alejó, envuelto en una bruma gris.
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Desperté con un grito ahogado.
Estaba en mi lecho, rodeada por criadas. Mi cuerpo empapado de sudor, el cabello pegado a la frente.
Y él estaba ahí. Muley. De rodillas. Tomándome la mano. Pero no lo miré. No podía.
No después de ese sueño.
No después de todo.
Solo abracé mi vientre y susurré al alma que dormía dentro de mí:
—“No importa lo que tu padre hizo… yo te amaré con el alma limpia. Yo seré tu refugio, mi niño. Y tú serás la única redención que me quede.”
El dolor se volvió insoportable. Grité. Grité con todo mi cuerpo, con toda mi alma. La habitación se llenó de un eco sordo, como si las paredes también temblaran conmigo. Mi niño no salía. Pasaban las horas y seguía dentro de mí, atrapado como si el mundo no lo quisiera recibir.
Las criadas me sostenían los brazos, los médicos corrían de un lado al otro murmurando en voz baja. Una de ellas, Samira, me tomó la mano empapada en sudor y susurró:
—Mi señora… no sabemos por qué no sale. Puede que sea por el susto… por la ira. Su cuerpo se ha cerrado…
Las palabras me desgarraron. ¿Acaso mi rabia, mi dolor, habían encerrado a mi hijo en mi vientre? ¿Era mi culpa?
Vi a Muley de pie, cerca del rincón, hablando en voz baja con uno de los sanadores. ¡Lo vi! ¡Lo escuché! Le preguntaba si iban a salvar al niño o a mí!
Y entonces no pude más. Me alcé sobre los almohadones, mi rostro lleno de lágrimas y la garganta rasgada por los gritos, y le grité como jamás había gritado:
—¡¿Qué pasa, Muley?! ¡¿Qué pasa con mi hijo?! ¡¿Por qué no sale de mí?! ¡¡Dímelo!! ¡¡Es tu hijo también!!
Él me miró, y por un instante su rostro, el del emir fuerte y orgulloso, se quebró. Se acercó corriendo, me abrazó mientras yo temblaba.
—Zoraida… no pierdas la fe. No pierdas la fuerza. Nuestro hijo te necesita valiente, como siempre has sido.
Pero yo ya no sabía si era valentía o desesperación lo que me quedaba.
Solo sabía que, en esa batalla entre la vida y la muerte, yo estaba dispuesta a romperme para que mi hijo naciera.
"Yo no gritaba solo de dolor, gritaba porque sentía que me estaba despidiendo de la vida."
Estaba tendida, temblando, los codos pegados al suelo, las rodillas recogidas, el vientre endurecido como una roca hirviendo. Mis manos apretaban las sábanas empapadas de sudor, y mis ojos ya no podían mantenerse abiertos. Mi niño no quería salir. Y yo, entre sollozos y rezos, me preguntaba si también él temía nacer en este mundo.
Las parteras entraban y salían, murmurando en árabe entre dientes. El aire estaba lleno de incienso, agua de rosas, y algo más… ese olor metálico que solo tiene la sangre. Mi respiración se volvía más corta, más pesada. Sentía que me apagaba lentamente, como la mecha de una lámpara sin aceite.
—¿Qué pasa, por qué no sale mi hijo? —grité—. ¡Díganme qué está pasando!
Vi a Muley acercarse, los ojos como un abismo. Se arrodilló a mi lado, tomó mi mano temblorosa y la besó como si fuera la última vez. Tenía el rostro pálido, la barba desordenada, la voz apenas le salía.
—Zoraida… el niño no puede salir. Está de lado. No hay salida natural… Tienen que abrir tu vientre. Es la única forma de salvarlo.
Mi cuerpo se estremeció. Abrirme. Cortarme. Matarme, quizás, para salvarlo a él. Me sentí una niña asustada, buscando a su madre. Me faltaba el aire. No podía llorar más. Solo miré al techo, conté las vigas, intenté recordar la cara de mi padre. Sentí que iba a morir sin poder besar a mi hijo.
Entonces me trajeron un cuenco. El líquido era espeso, amargo, como aceite negro con menta y otras hierbas. Lo bebí, porque no tenía opción. Poco a poco mis brazos se entumecieron, mis piernas dejaron de moverse, mi mente flotaba.
—No me dejen morir —susurré—. No hoy. No sin verlo.
Los médicos me ataron las muñecas con pañuelos blancos, no para castigarme, sino para que no me moviera. Me colocaron un velo sobre la cara, dejándome respirar apenas. Solo veía luces, reflejos, el rostro de Muley inclinado sobre el mío.
—Te amo, Zoraida. Nada malo te pasará. Tú eres la madre de mi heredero. Eres mi alma.
Yo apenas podía hablar. Solo apreté su mano con mis dedos dormidos. El dolor vino, sí. Como fuego abriéndome el vientre. Sentía el corte, sentía el calor, pero ya no gritaba. Era un susurro sin voz. Quería escuchar el llanto. Solo eso.
Y entonces, un grito se oyó. Pequeño, agudo, poderoso.
Mi hijo. Mi niño. Mi niño había nacido.
Muley se echó a llorar. Lo vi. Nunca lo había visto así. Lo envolvieron en seda, aún cubierto de sangre, y lo pusieron sobre mi pecho. Yo no tenía fuerzas para alzarlo, pero su calor me devolvió el alma.
—Se parece a ti —dijo él entre lágrimas—. Tiene tus ojos, tus cejas... y vive, Zoraida. Vive gracias a ti.
Me quedé dormida, no sé cuánto. Pero esa noche, nacimos los tres: mi hijo, yo como madre, y Muley como el hombre que por primera vez supo lo que era tener miedo de perderlo todo.
Lo último que recuerdo fue su voz.
“¡Zoraida! ¡No, no cierres los ojos! ¡Zoraida, quédate conmigo, por favor…”
Era como si la escuchara desde el fondo de un pozo, lejana, rota. Una súplica desesperada que se hundía en la niebla del dolor. Luego vino el silencio… ese silencio profundo que solo se oye cuando se cruza el umbral de la conciencia.
Me desmayé. Mi cuerpo se rindió. Pero mi alma no. Mi alma se fue lejos…
Y allí, en ese lugar sin tiempo ni espacio, lo vi. A mi padre.
Estaba esperándome. Su rostro sereno, sus brazos abiertos. A su lado, mi madre, sonriendo con lágrimas en los ojos. Detrás de ellos, toda mi familia… los que me criaron, los que murieron antes que yo. Era un paraíso blanco, tibio. Lleno de flores que nunca había visto y aire que no dolía al respirar.
Corrí hacia ellos y grité:
—¡Padre! ¡Madre! ¡He sido madre! ¡He traído a tu nieto al mundo! ¡Ya no soy una niña!
Mi padre me abrazó, fuerte. Su túnica olía a naranjo, como cuando yo era niña y me escondía en su regazo.
—Estamos orgullosos de ti, Zoraida. Tu fuerza ha traspasado los muros de este mundo. Pero ahora… tu hijo te necesita. No puedes quedarte. Aún no.
Mi madre asintió. Sus manos suaves me acariciaron el cabello, igual que cuando me peinaba de pequeña.
—Tienes que volver, hija mía. No estás sola allá. Alguien te espera, alguien que te ama.
Y entonces lo oí.
El eco de una oración rota, una súplica desesperada.
Volví a escuchar mi nombre. No con miedo, sino con amor.
“Zoraida… regresa… te lo ruego.”
Mis ojos se abrieron con lentitud. Una luz tenue se filtraba por la celosía. El olor a incienso y a leche hervida flotaba en el aire. No podía moverme del todo, pero sentí calor. Vida. Amor.
Y allí estaba él.
Muley.
Arrodillado al lado del lecho, con la cabeza inclinada y las manos entrelazadas sobre las mías. Rezaba. Como nunca lo había visto rezar. No como sultán, sino como hombre, como esposo, como padre. Lloraba en silencio, los hombros le temblaban.
Sus labios se movían, repitiendo una plegaria que no entendía, pero que sentí dirigida al cielo y a mí al mismo tiempo.
—¿Muley…? —susurré, la voz ronca, rota, pero viva.
Alzó la cabeza. Sus ojos, encendidos y enrojecidos, se agrandaron. Se lanzó sobre mí, tomó mi rostro entre sus manos y besó mi frente con una devoción que nunca había sentido de nadie.
—¡Zoraida! Estás viva, gracias a Allah… estás viva, mi amor… mi corazón…
—¿Nuestro hijo…? —logré preguntar.
—Hermoso… está bien… está esperando a que lo tomes en tus brazos. Pero tú… tú eras todo lo que yo rogaba recuperar. No podía imaginar este mundo sin ti.
Y entonces lo supe. Que a pesar de todo, del dolor, de las traiciones, del pasado que me arrancaron… había creado algo nuevo. Una nueva vida. Un nuevo hogar.
Yo, Zoraida, hija de cristianos, mujer de un sultán, madre de un príncipe… volví del umbral de la muerte para amar.