En un mundo donde las apariencias lo son todo, Adeline O'Conel, una joven albina de mirada lunar, destaca como una joya rara entre la nobleza. Huérfana de madre desde su nacimiento, fue criada por un padre bondadoso que le enseñó a ver el mundo con ternura y dignidad. Al cumplir quince años, Adeline es presentada en sociedad como una joven casadera, y pronto, su belleza singular capta la atención de la corte entera.
La reina, fascinada por su porte elegante, la declara el diamante de la época. Caballeros, duques y herederos desfilan ante ella, buscando su mano. Pero el corazón de Adeline no se agita por ellos, sino por alguien inesperado: la primera princesa del reino, una joven de 17 años con una mirada firme y un alma libre.
En una época que no perdona lo diferente, Adeline y la princesa se verán envueltas en un torbellino de emociones, secretos y miradas furtivas. ¿Podrá el amor florecer bajo la luz de una luna que, como ellas, se esconde para brillar en libertad?
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Madre, te suplico que la perdones
La reina, al llegar en su carruaje, se detuvo con un crujido de madera que resonó en la antigua casa de los O'Conel. La oscuridad de la noche parecía más profunda, casi como si todo el aire se hubiera encogido, presagiando la tormenta que iba a desatarse. Al bajar del carruaje, sus ojos se posaron en el umbral de la puerta, donde la escena que presenció la dejó helada.
Adeline y la princesa se encontraban en la misma habitación, entrelazadas, sin ningún intento de ocultarse, ajenas a la llegada de la reina. El acto de vulnerabilidad que ambas compartían en ese momento, ajeno a las convenciones de la corte, parecía más un suspiro robado a la luna misma, algo íntimo, algo puro, pero también un pecado a los ojos del reino.
El aire se volvió denso con el horror que se reflejaba en los ojos de la reina. En ese instante, su furia se desbordó. La reina, ajena al amor que ambas compartían, solo vio una transgresión a sus reglas, algo que no podía tolerar.
Con voz temblorosa por la furia, ordenó: —¡Adeline O'Conel será ejecutada al amanecer! Este acto de inmoralidad no quedará impune.—
Los gritos de Adeline resonaron en la casa, su alma rota por la desesperación y la impotencia. La princesa, temblorosa, suplicó por la vida de su amada, sus palabras entrecortadas por los sollozos. —¡Por favor, madre, no! Ella no hizo nada mal, sólo... sólo nos amamos, lo juro...—
Pero la reina no escuchaba, su rabia cegada por los siglos de normas que sostenían su reino. —¡No me hables de amor! Esto no es amor, es un sacrilegio. ¡Separadlas de inmediato!—
Y así, los guardias, con manos firmes y corazones duros, separaron a las dos chicas, llevándolas en direcciones opuestas, mientras el lamento de la princesa se desvanecía en la lejanía.
Adeline fue arrastrada a su destino, y la princesa, con el corazón destrozado, se quedó mirando en silencio, como si toda la luz del mundo se hubiera apagado de golpe. Pero en el fondo de su alma, una chispa se mantenía viva. Sabía que no podría dejar que Adeline fuera ejecutada, no sin luchar. Una nueva determinación comenzó a formarse en su corazón: no importaba el precio, ella salvaría a la única persona que había amado con todo su ser.
El tiempo estaba en su contra, pero el amor, a veces, puede hacer milagros.
La noticia de la ejecución de Adeline O'Conel recorrió el reino como un viento imparable, arrastrando consigo los ecos de desdén, tristeza y rabia. En los pasillos dorados del castillo, las voces se apagaron, y la sombra de la tragedia se extendió por cada rincón. La reina había dictado la sentencia de muerte, y nada podría cambiarlo. No había vuelta atrás. Adeline, la "luz de la corte", la joven que había cautivado a todos con su belleza y su pureza, sería ejecutada al amanecer. En esos momentos, el palacio parecía más una prisión que un refugio para sus habitantes.
Juliette, la princesa que había compartido su amor con Adeline en secreto, permanecía recluida en su habitación. Nadie le permitió salir. Nadie se atrevió a ofrecerle consuelo. La reina había dictado esa sentencia también: "Nadie debe ver a Juliette, la culpable de la transgresión". Estaba condenada a la soledad, a la angustia de ver cómo la única persona que había amado era llevada a su muerte sin poder hacer nada para evitarlo.
La puerta de su habitación se mantenía cerrada, custodiada por los guardias del palacio, que parecían seguir la orden de la reina con una rigidez que rayaba en lo cruel. Juliette podía escuchar los pasos pesados fuera de su puerta, los murmullos de los sirvientes y los guardias, pero su mundo era el silencio más absoluto. Era como si su alma hubiera sido arrancada de su cuerpo, dejando solo el vacío. Las lágrimas caían en su rostro sin cesar, pero ella no tenía fuerzas para detenerlas. Cada lágrima parecía una condena más, un eco del sufrimiento que la devoraba por dentro.
Las horas pasaban lentamente, como si el tiempo mismo se hubiera detenido para rendir homenaje a la tragedia que estaba por suceder. Juliette no quería pensar en lo que ocurriría al amanecer, en la imagen de Adeline vestida de blanco, con la cabeza inclinada, esperando el golpe mortal que acabaría con su vida. A pesar de sus esfuerzos por no imaginarlo, no podía evitar que su mente la arrastrara a ese lugar oscuro y aterrador, donde la joven O'Conel ya no existiría.
Cuando por fin llegó el día de la ejecución, el castillo se llenó de un aire denso, tenso, como si el mismo palacio respirara de manera irregular, atrapado entre el horror y la inevitabilidad. En los jardines del castillo, donde normalmente los nobles se reunían para disfrutar de la belleza de la primavera, se preparaba el escenario para la decapitación. Las voces de los cortesanos, que antes habían estado llenas de risas y conversaciones triviales, ahora murmuraban entre sí con un tono grave. Los rumores de lo que había sucedido en los últimos días se extendían como un veneno, alimentando la intriga, el miedo y la angustia. Pero lo peor de todo era el silencio absoluto de Juliette. Nadie sabía lo que ella sentía, nadie la veía. El destino de la joven O'Conel era, en muchos ojos, el precio que se debía pagar por desafiar las leyes del reino.
El carruaje que transportaba a Adeline apareció por el camino principal, avanzando lentamente bajo el pesado cielo gris. La joven se encontraba sentada dentro, con la cabeza erguida y los ojos fijos al frente, como si estuviera en una especie de trance. El vestido blanco que llevaba puesto parecía desentonar con la oscuridad que la rodeaba, como una luna que brillaba en la noche más profunda. Era un contraste cruel: una joven condenada a muerte, vestida con la pureza de la inocencia.
Al llegar a la plaza principal, los guardias rodearon el carruaje y la obligaron a bajar. El aire se llenó de un murmuro de horror y desdén cuando los espectadores vieron su rostro por última vez. Adeline caminaba con paso firme, como si aceptara su destino sin ningún rastro de miedo. El golpe de la guillotina, ya afilada y preparada, la esperaba al final de la plaza. La multitud observaba, con el corazón en un puño, la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Nadie movió un músculo; todos parecían estar atrapados en la misma pesadilla.
Adeline se detuvo frente a la guillotina. No había rencor en sus ojos, ni odio, solo una calma extraña, como si todo lo que había ocurrido en su vida la hubiera llevado hasta ese momento, un final que no podía evitar. La reina, observando desde su balcón, no mostró ningún signo de remordimiento. Ella había cumplido con su deber, según sus propios ojos, y nada podría cambiar su decisión. La princesa Juliette, confinada en su habitación, probablemente lloraba, pero sus sollozos no llegarían a los oídos de nadie.
Un último suspiro escapó de los labios de Adeline mientras se arrodillaba frente a la guillotina. Con un gesto firme, el verdugo levantó la espada, y en un solo movimiento preciso, el fin llegó. La cabeza de Adeline cayó al suelo, su cuerpo aún temblando por la conmoción de la ejecución. El silencio que siguió fue absoluto, como si el reino entero hubiera quedado suspendido en el tiempo.
La noticia de la ejecución se extendió rápidamente, dejando una marca imborrable en la historia del reino. Mientras tanto, Juliette, quien nunca fue vista nuevamente en público, porque con su ultima pizca de control sobre su vida, ato sus sabanas la ato al techo, coloco una silla y puso fin a su vida, aferrándose al amor que había perdido y al sacrificio de su amada. La corona, aunque triunfante, había ganado una batalla vacía. Y en la oscuridad de su habitación, Juliette juró que algún día, de alguna forma, vengaría la muerte de Adeline O'Conel.
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