Camila tiene una regla: no mezclar negocios con emociones. Pero Gael no es fácil de ignorar. Es arrogante, brillante y está decidido a ganarle. En los proyectos, en las reuniones… y también en el juego de miradas que ninguno de los dos admite estar jugando.
Lo que empezó como una guerra silenciosa de egos pronto se convierte en una batalla más peligrosa: la de resistirse a lo prohibido.
¿Hasta dónde están dispuestos a llegar por ser los mejores… sin perderse el uno al otro?
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Trabajo en equipo
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Este capítulo contiene temáticas sensibles que pueden resultar incómodas para algunos lectores, incluyendo escenas subidas de tono, lenguaje obsceno, salud mental, autolesiones y violencia. Se recomienda discreción. 🔞
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Le dije a Gael que se quedara en la sala hasta que todos salieran, para organizar ideas del proyecto.
—Ok —dije cruzándome de brazos mientras abría mi portátil en la sala creativa—. Tenemos que aterrizar una propuesta unificada antes del viernes. ¿Puedes dejar de mirarme como si esto fuera una cita?
Gael tenía esa expresión como si acabara de ganar una apuesta secreta consigo mismo.
—Es que me emociona trabajar contigo. Tienes una manera encantadora de fruncir el ceño.
—Sufro de alergia a los idiotas. Es una reacción involuntaria.
Se rió. Por supuesto que lo hizo.
Nos sentamos uno frente al otro, con las ideas de ambos proyectos impresas sobre la mesa. Yo tenía subrayado, post-its de colores, etiquetas. Gael tenía... nada.
Solo una sonrisa y una pluma cara con la que subrayaba cosas al azar.
—¿Me estás escuchando?
—Claramente. Dijiste que esta parte de tu campaña se centra en emociones y vínculos humanos. Lo cual es valioso... pero también muy sentimental.
—Y tu parte parece una guía para robots.
—Gracias. Lo tomé como cumplido.
—No lo era.
—¿Sabes? Me gusta discutir contigo. Es estimulante.
Lo miré, entornando los ojos.
—Lo que tú llamas "estimular", yo lo llamo "provocar migrañas".
—Entonces somos el combo perfecto. Tú das el drama, yo doy la solución.
Y sin dejar de mirarme, se inclinó para acercarse un poco más.
Demasiado cerca.
Su voz bajó, como si estuviéramos solos en un mundo alterno.
—¿Nunca pensaste que nos llevaríamos bien si no estuviéramos compitiendo todo el tiempo?
Me reí. Fue breve, sarcástico, con sabor a ni en tus sueños.
—Lo único que se me ocurre cuando estoy contigo es que me urge una orden de restricción.
—Y aun así, aquí estamos. Juntos. En el mismo proyecto. Viviendo en el mismo edificio. El universo sigue empujándonos, Camila.
¿Me llamo Camila y no por mi apellido?
—Sí. Empujándonos al borde de la locura.
Él se acomodó en la silla, como si le encantara verme molesta. Probablemente era así.
Trabajamos o lo intentamos. Hubo avances reales entre ataques sarcásticos y admito (aunque jamás en voz alta) que su enfoque digital no era malo. De hecho, algunas ideas eran brillantes y eso me fastidiaba más.
Ocho horas después, ya teníamos un borrador base.
Cerré mi laptop con un suspiro.
—Esto no está tan mal —admití a regañadientes—. Aunque me duela decirlo.
—Lo sé. Me lo dijo tu ceño, tus hombros tensos y esa vena que te está saltando en la frente.
—Imbécil.
— Di: Vecino imbécil, —dijo con tono sarcástico—por favor. Ahora compartimos pasillos.
—No lo digas así. Suena sucio.
—¿Y si quiero que suene así?
Lo miré. Esa sonrisa. Ese tono.
Ay, no. No. No empieces, mente. Ni lo pienses.
Me puse de pie con la rapidez de quien se da cuenta de que está a punto de hacer una estupidez.
—Ya es suficiente por hoy. Mañana afinamos detalles.
—¿Cenamos juntos esta noche?
Lo fulminé con la mirada.
—¿Te golpeaste la cabeza mientras desempacabas?
—Solo es una idea. Podríamos hablar de trabajo. Con pizza y vino.
—¿Eso le dijiste a todas tus compañeras de trabajo?
—No. Solo a ti. Porque contigo las discusiones son más interesantes.
Me marché antes de hacer algo de lo que me arrepintiera.
—¿Otra vez te vas en bus? —preguntó él detrás de mí, como si de verdad le preocupara.
Me detuve justo en la puerta, exhalando con fastidio.
—Sí. El auto está en el taller. Mi hermana lo chocó la semana pasada. Bueno, ella dice que el poste se le cruzó, pero la verdad es que ella es una idiota.
—¿Y si te llevo?
—¿En tu auto? Ni loca.
—¿Cuál auto? —respondió él con una ceja alzada y esa sonrisa que debería estar penada por la ley—. Vamos en mi moto.
Lo miré horrorizada.
—Peor.
—Vamos, Duval. No muerde. Es más segura que la cara de ese tipo que te mira raro en la parada del bus todas las noches.
—Prefiero enfrentarme al tipo del bus que a morir aplastada por tu ego sobre dos ruedas.
Él se rió, encantado. Por supuesto que lo hizo.
Salí del edificio fingiendo que esa conversación no me había afectado en lo más mínimo. Me acomodé el bolso al hombro mientras caminaba hacia la parada, deseando que el bus no tardara media eternidad como siempre.
Entonces lo oí.
El rugido de un motor me sobresaltó. Me giré justo a tiempo para ver a Gael salir del aparcamiento sobre una Ducati Panigale V4 negra con detalles rojos. Maldita sea. Era una de esas motos que parecen salidas de una película de espías. El, tenía puesto un casco oscuro, y una chaqueta de cuero.
¿De dónde sacó tanto dinero para comprarse una moto tan costosa?
Se detuvo frente a la acera con un derrape innecesario pero visualmente impresionante. Bajó el casco ligeramente y sonrió.
—¿Segura que no te llevo? Está muy tarde, Duval.
Tragué saliva.
—Totalmente segura.
—¿Última oportunidad? Prometo que no aceleraré… mucho.
—Buenas noches, Gael.
—Tú te lo pierdes.
Y con otro rugido del motor que me hizo brincar un poco (maldita sea, otra vez), se fue calle abajo, dejando un olor a gasolina y tentación en el aire.
Llegué a casa con el cerebro frito y las emociones revueltas. Odiaba admitirlo, pero trabajar con Gael no había sido un desastre total. Casi parecía que... funcionábamos. Claro, entre sarcasmos, indirectas y amenazas pasivo-agresivas, pero aun así.
No, Camila. No te dejes engañar por una sonrisa bonita y una estrategia de marketing funcional. Sigue siendo Gael Moretti. El hombre que usa camisas como si las modelara para una revista y cree que el sarcasmo es un lenguaje oficial.
Me tiré en el sofá, encendí una vela, me puse mi pijama favorita y abrí el libro que llevaba dos semanas intentando terminar.
Paz.
Silencio.
Dos páginas leídas y luego...
¡CRASH!
Salté del sofá como si me hubieran disparado.
—¡¿Qué demonios fue eso?!
Miré la hora. Once de la noche.
—Joder... ¿Quién hace tanto escándalo a estas horas?
Fui al balcón. Nada.
Luego al pasillo. Más nada.
Claramente no pude pensar que fue nada más y nada menos que mi nuevo vecino menos favorito.
Gael.
El mismo que se muda de noche, que se ríe como si la vida fuera un chiste... y que comparte pared conmigo. Qué suerte la mía.
Apreté los dientes. Intenté no volverme una psicótica alérgica al ruido.
Déjalo pasar, Camila. Está desempacando. Todos hacen ruido cuando se mudan.
Sí, claro. Todos hacen ruido. ¡Pero no como si estuvieran practicando lucha libre con el refrigerador!
Me levanté otra vez. Caminé hasta la pared. Coloqué mi oreja con disimulo. Música, pasos, muebles... ¿una silla arrastrándose? ¿Un golpe seco?
¿Está construyendo una pista de skate allá adentro?
Tomé el celular. Pensé en escribirle algo pasivo-agresivo. "Hola, Gael. Hermoso el concierto privado, ¿también das clases de batería con cucharones de cocina?" Pero no quería darle la satisfacción.
Opté por ponerme los audífonos.
No duré ni cinco minutos.
Los saqué.
Respiré hondo. Volví a tomar el celular, esta vez con la intención de escribirle a Clara, la vecina del 402, esa que lo sabe todo. Literalmente.
—Clara, por favor dime que el del 406 se mudó con un elefante.
—Jajaja, no. Solo Gael. Se mudó recién ayer. Dice que va a dejar todo listo esta noche.
—Tiene energía de sobra, ¿no?
Energía de sobra y cero sentido del horario.
Me levanté, decidida. Me puse una bata encima del pijama —porque aunque esté molesta, la dignidad se cuida— y fui hasta la puerta. Salí. Caminé hasta la del 406 con mis pantuflas de conejito. Levanté el puño.
Un golpecito. Cortés. Profesional. Civilizado.
Esperé.
Nada.
Volví a golpear. Esta vez más fuerte.
—¡Gael! ¡Soy Camila! ¡La vecina que intenta dormir y no montar una fiesta de mudanza a medianoche!
Entonces escuché pasos. Cerraduras moviéndose. La puerta se abrió.
Y ahí estaba él.
Sin camiseta.
Pantalón de algodón, pelo desordenado y sonriéndome.
Lo odio
Yo, en bata de florecitas, con cara de asesina en serie reprimida.
—Vaya, hola vecina —dijo, mirándome de arriba abajo con descaro—. ¿Viniste a ayudarme con el desorden?
—Joder, Moretti, ¿es en serio? ¿Sabés qué hora es?
—Sí. Hora de redecorar —respondió, moviéndose para dejarme ver el caos absoluto en su sala. Cajas por todos lados, muebles por ahí, una lámpara colgando de forma sospechosa—. ¿Quieres ayudarme a armar el sofá?
—Quiero ayudarte a cerrar esa boca, eso sí —bufé.
Él se rió, divertido, como si me encontrara adorable en vez de amenazante.
—Estás muy agresiva, vecina. Capaz te falta un abrazo.
—Lo que me falta es silencio.
—¿Y si te invito a una copa para compensar?
—¿Una copa de qué? ¿Tu descaro?
—Vamos, Camila —dijo, sonriendo con los ojos brillantes—, ¿te das cuenta de que ahora vamos a compartir todo?
—Compartimos una pared, no la vida, Moretti.
Y dicho eso, me di media vuelta, antes de que esa maldita sonrisa hiciera su efecto hipnótico otra vez.
Pero justo antes de cerrar la puerta de mi apartamento, lo escuché decir:
—¿Te avisé que mi despertador suena a las seis puntualito con metal?
Apreté los ojos, respiré profundo y murmuré para mí:
—Estoy jodida. Muy jodida.
x ahora muy lenta y pesada