Soy Graciela, una mujer casada y con un matrimonio perfecto a los ojos de la sociedad, un hombre profesional, trabajador y de buenos principios.
Todas las chicas me envidian, deseando tener todo lo que tengo y yo deseando lo de ellas, lo que Pepe muestra fuera de casa, no es lo mismo que vivimos en el interior de nuestras paredes grandes y blancas, a veces siento que vivo en un manicomio.
Todo mi mundo se volverá de cabeza tras conocer al socio de mi esposo, tan diferente a lo que conozco de un hombre, Simon, así se llama el hombre que ha robado mi paz mental.
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Entre firmas y verdades.
Un objetivo claro.
El reloj de la oficina marcaba las once y cuarenta y cinco de la mañana. Pepe estaba hundido entre una montaña de papeles, revisando contratos, presupuestos, balances, y autorizaciones pendientes. Sus ojos, cansados, apenas lograban seguir las líneas finas impresas, mientras su pluma se deslizaba con precisión sobre cada hoja que necesitaba su firma. La oficina, grande, con ventanas que daban a la ciudad, tenía ese silencio ensordecedor de los días pesados. La cafetera hacía su trabajo a un costado, y el murmullo lejano de los teléfonos en la recepción apenas llegaba a él.
La puerta se abrió sin aviso. Abril entró despacio, sin levantar la mirada. Llevaba una taza de café entre las manos. Su paso era suave, como si no quisiera molestar, como si deseara pasar inadvertida. Colocó la taza sobre el escritorio sin decir ni una palabra y se dio la vuelta, dispuesta a marcharse tan silenciosamente como había llegado.
Pepe alzó la mirada, extrañado. No era común que Abril estuviera así. Siempre tenía una sonrisa, una palabra alegre, un brillo en los ojos que iluminaba hasta los días más oscuros. Hoy, en cambio, sus hombros caídos, su rostro apagado y su silencio eran gritos ahogados.
—¿Qué te sucede, preciosa? —preguntó con voz suave.
Abril se detuvo en seco. Las palabras de su madre le resonaban con fuerza en la cabeza: “no olvides lo que has venido a buscar, hija”. Se mordió el labio, dudando si debía abrirse o continuar con su papel. Sin girarse, contestó:
—Nada. No se preocupe—
Tomó aire y avanzó hacia la puerta, pero justo cuando su mano tocó el pomo, escuchó el movimiento brusco de la silla. Pepe se había levantado de golpe y en dos pasos la alcanzó. Con firmeza, la tomó del brazo y la hizo girar. Abril, por la sorpresa, tropezó y cayó entre sus brazos.
—Dime, Abril. ¿Qué sucede contigo? —insistió él, intentando encontrar sus ojos.
Pero ella desvió la mirada. Llevaba dos días ignorándola, manteniendo distancia, evitando todo tipo de conversación profunda. La promesa de sacarla del barrio donde vivía, de comprarle un apartamento, se había desvanecido con el tiempo, convirtiéndose en otra promesa vacía. Ya no quería palabras; necesitaba hechos.
—Necesito retirarme más temprano hoy del trabajo —dijo por fin, con voz firme, sin titubeos.
Pepe la miró, sorprendido. Nunca antes le había hecho ese tipo de petición.
—¿Qué necesitas hacer, preciosa?
La atrajo más hacia su pecho, y Abril, sintiendo que lo tenía donde quería, bajó un poco la guardia.
—Necesito llegar a casa a tiempo. Están haciendo obras en la vía, y si me voy a la hora de siempre, no llegaré antes del anochecer —dijo mirándolo a los ojos, como si con eso asegurara que no mentía.
Pepe cerró los ojos, suspirando. Se sintió culpable, como si de pronto la realidad lo golpeara.
—Perdona, Abril. Te prometí sacarte de ese lugar—
Ella no respondió. Solo lo miró, manteniéndose en su papel.
—Vamos —dijo de pronto, soltándola para tomar su abrigo—. Te llevaré a ver varios apartamentos. Llamaré a una agencia inmobiliaria—
Sin más, le tomó de la mano, dejando los papeles esparcidos sobre el escritorio. Abril salió triunfante, sin mostrar la satisfacción que hervía en su pecho. Su sonrisa era calma, prudente. No quería arruinar el momento con una emoción fuera de lugar.
El camino hasta la agencia fue corto. Pepe llamó a un viejo amigo, un corredor de propiedades que solía ayudarlo en temas personales. Era un hombre mayor, canoso, con años de experiencia y un ojo clínico para leer entre líneas. En cuanto vio a Abril, entendió exactamente quién era ella en la vida de Pepe. No hizo preguntas, solo sonrió y se puso manos a la obra.
Visitaron tres apartamentos. Todos eran modernos, con buena ubicación, ascensores y buena vista. Pero Abril se mantenía fría, distante. Observaba en silencio, con los brazos cruzados o las manos entrelazadas, sin mostrar interés real. El agente comenzaba a incomodarse.
Fue Pepe quien rompió el silencio.
—¿Qué sucede? Hemos visto tres departamentos y aún ninguno te gusta —dijo mirándola directamente, sin rodeos.
El vendedor, al oír aquello, disimuló girándose hacia la ventana, fingiendo observar el tráfico.
Abril bajó la mirada y luego habló:
—Mi mamá está en silla de ruedas. No puedo tener un departamento. No es justo venirme a vivir sola y dejarla en casa—
Pepe la miró, impactado. Esa parte no la conocía. No había preguntado tampoco.
—¿Qué sugieres? —preguntó, sincero.
Era la oportunidad. Abril lo sabía.
—Me gustaría una casa. Más cómoda para mi madre. No importa el tamaño—
Su voz era dulce, casi humilde. Pero en el fondo, sabía bien que una casa pequeña y cómoda en la ciudad no existía. El agente se giró para mirar a Pepe, esperando su decisión. Él la observó por unos segundos, y luego asintió.
—Vayamos por esa casa —dijo sin dudar.
El vendedor sonrió, asintiendo con profesionalismo, y los guió hacia un nuevo recorrido, esta vez por barrios residenciales.
Al cabo de una hora, llegaron a una casa grande, de una sola planta, con un jardín amplio y colorido al frente. Abril no tuvo que decir nada. Era justo como su madre lo había descrito alguna vez. Las habitaciones eran espaciosas, con baño propio. Una de ellas tenía acceso directo al jardín, ideal para colocar una rampa si era necesario.
Cuando entró al salón principal, Abril se sintió abrumada. El espacio, la luz, el silencio... todo era perfecto.
—¿Te gusta?— una pregunta que no debía ser dicha, era más que obvio.
—Si, me encanta —
—Entonces firma los documentos — dijo Pepe.
Abril firmó los documentos sin vacilar. Una casa entera, con todo a su nombre.
El vendedor se despidió, dejándolos a solas en la sala recién adquirida. Pepe se acercó despacio, la tomó por la cintura y la atrajo hacia él.
—¿Te ha gustado? —preguntó con una sonrisa, como quien entrega un regalo y espera el reconocimiento.
—Sí —respondió ella, apenas.
Pepe no esperó más. Se inclinó y la besó, con suavidad al principio, luego con más pasión. Abril lo dejó hacer hasta que sintió que el momento se le escapaba de las manos. Con decisión, lo detuvo.
—Es mi primera vez —dijo bajando la mirada—. No quiero que sea así—
Pepe retrocedió como si hubiera tocado fuego. Se sentó junto a ella en el sofá, sin decir nada. La miró con asombro.
—¿Me hablas en serio? —preguntó, desconcertado.
Ella asintió lentamente.
—Sí, es mi primera vez—
Pepe la miró con una mezcla de sorpresa y ternura. Nunca lo había imaginado. Ella tenía una seguridad tan firme, una madurez tan serena, que jamás pensó que estaba delante de una joven aún inexperta en ciertos aspectos de la vida.
—Entonces esperemos —dijo con una sonrisa cálida—. No quiero presionarte. Te mereces que sea especial, no algo apresurado en un sofá vacío—
Abril sonrió, por primera vez en el día con sinceridad. Sintió que, de algún modo, ese gesto la elevaba aún más ante los ojos de Pepe.
—Vayamos de regreso —propuso él.
La tomó de la mano con suavidad. Y juntos, sin prisa, volvieron a la oficina, dejando atrás no solo una casa recién adquirida, sino también una verdad que comenzaba a cambiar la dinámica entre ambos.
Mientras conducían, Pepe la observaba de reojo, comprendiendo que Abril no era simplemente una mujer hermosa que había aparecido en su vida. Había una historia, una familia, una lucha silenciosa que ella libraba cada día. Y ahora, al verla tan decidida, tan segura de lo que quería, supo que no podría dejarla ir.
Abril, por su parte, sonreía mientras miraba por la ventana. Había ganado su primer terreno. Pero sabía que la guerra no había terminado.
Quedaban muchas promesas más por cumplir.
Pepe ahora se siente en las nubes con tanto halago que lo compara con el comportamiento de su madre y Graciela.