Romina Bruce, hija del conde de Bruce, siempre estuvo enamorada del marqués Hugo Miller. Pero a los 18 años sus padres la obligaron a casarse con Alexander Walker, el tímido y robusto heredero del ducado Walker. Aun así, Romina logró llevar una convivencia tranquila con su esposo… hasta que la guerra lo llamó a la frontera.
Un año después, Alexander fue dado por muerto, dejándola viuda y sin heredero. Los duques, destrozados, decidieron protegerla como a una hija.
Cuatro años más tarde, Romina se reencuentra con Hugo, ahora viudo y con un pequeño hijo. Los antiguos sentimientos resurgen, y él le pide matrimonio. Todos aceptan felizmente… hasta el día de la boda.
Cuando el sacerdote está a punto de darles la bendición, Alexander aparece. Vivo. Transformado. Frío. Misterioso. Ya no es el muchacho tímido que Romina conoció.
La boda se cancela y Romina vuelve al ducado. Pero su esposo no es el mismo: desaparece por las noches, regresa cubierto de sangre, posee reflejos inhumanos… y una nueva y peligrosa obsesión por ella.
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Una advertencia elegante y una despedida
Romina y su madre viajaban con la duquesa en el mismo carruaje. El palacio se imponía ante ellas como un sueño.
—Le vas a agradar a la emperatriz, Romina —dijo la duquesa.
—Espero que así sea —respondió Romina.
—Lo será, hija mía.
El coche se detuvo frente al palacio. Ambas mujeres bajaron, donde una dama de la reina las esperaba. Las llevó al interior del palacio. Todo era tan grande y tan fino que Romina quedó impresionada. Había incluso esculturas de oro. La condesa, al mirar a su hija, sonrió.
Después de pasar por varios salones, llegaron a un enorme jardín. Era hermoso, grande, lleno de flores de distintos colores, como estar dentro de un cuento, con fuentes encantadoras. Romina, su madre y la duquesa caminaron hasta una carpa donde se encontraba la reina junto con otras mujeres. Al llegar, las tres hicieron una reverencia. La mujer de cabello negro y ojos verdes las observó y asintió con una sonrisa.
—Pasen, por favor —dijo la reina.
La duquesa se sentó a su lado. Luego lo hizo la condesa, y finalmente Romina, quedando en tercer lugar. La reina la miró.
—Eres muy hermosa, Romina, y tienes muy buenos modales. Felicito a tu madre —dijo mirando a la condesa.
—Majestad, gracias. He estado pendiente de la educación de Romina, pero ella siempre ha tenido un talento natural para aprender rápido.
La reina sonrió.
—Eso es excelente, Romina. Los duques Walker son muy apreciados para mí. Alexander es como un hijo; lo adoro, y también lo haré contigo. Serás como una hija para mí. Si haces feliz a mi Alexander, te juro que pondré este reino a tus pies.
Romina suspiró. Sentía que le estaban colocando un enorme peso sobre los hombros.
—Yo trataré de ser la mejor esposa para Alexander, majestad —dijo, apretando sus manos.
La reina hizo una señal. Una de sus damas trajo un cofre y lo colocó frente a Romina. Dentro había un hermoso velo bordado con oro y piedras preciosas, una tiara de diamantes y un conjunto de joyas.
Romina y su madre quedaron impresionadas.
—Esto es un regalo para ti, Romina, para tu boda —dijo la reina—. Y las otras joyas también son un obsequio. Espero que las uses cuando te presentes en sociedad como duquesa.
—Gracias, majestad —dijo la condesa con una gran sonrisa.
La reina asintió.
—Sé que tiene otro hijo, condesa.
—Sí, César es nuestro hijo menor.
—Imagino que debe ser un joven muy educado.
—Lo es. Aunque un poco inquieto, debo confesar.
—Es normal en los jóvenes, condesa. ¿Cuántos años tiene?
—Dieciséis, majestad.
—Ya es un hombre.
—Mi esposo lo está entrenando para que tome las riendas de los negocios familiares.
—Apuesto a que lo hará muy bien. Y ahora que seremos familia, me gustaría conocer a su hijo. Quién sabe, quizá pueda convertirse en un caballero de este palacio.
—Ese sería un gran honor para nosotros —respondió la condesa sonriente.
La fiesta de té continuó entre risas, bocadillos y presentaciones. Cuando terminó, la duquesa decidió quedarse en el palacio, pues su esposo estaba en audiencia con el rey. Romina y su madre regresaron solas.
Ya en el coche, la condesa habló:
—Hija mía, ¿te das cuenta de lo que está pasando?
—Madre… no pensé que la reina sería tan atenta conmigo.
—No lo sabes, pero cuando el hijo de la duquesa nació, al mismo tiempo la reina perdió un embarazo. La duquesa quedó muy mal después del parto. La propia reina fue quien amamantó a Alexander y lo cuidó hasta que su madre se recuperó. Siempre lo ha querido. El príncipe y tu prometido son muy cercanos.
—No sabía eso, madre.
—Hija, quiero que entiendas que esto es lo que muchas jóvenes desean, incluso de mayor estatus que nosotros. Tú eres la afortunada. Si todo sale bien, nuestra familia llegará a la cima. Por eso debes ser una buena esposa. Por eso te dije que nunca le hicieras un desplante. La reina sería capaz de destruirnos; quedaríamos vetados de la sociedad.
Romina dio un suspiro pesado. El peso de su decisión traería consecuencias, no solo para ella, sino también para su familia.
Cuando llegaron a la mansión, el conde las esperaba. La condesa le contó todo. Romina subió a su habitación. Las horas pasaron y todos dormían, excepto ella. En una mano tenía la carta que Hugo le había enviado.
Miró su ropa, la carta que había dejado preparada para sus padres y luego los regalos de la reina. Recordó sus palabras… y las de su madre: “Todas las mujeres sufrimos por amor. La diferencia es en dónde sufrimos.”
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Por otro lado, Hugo se encontraba a unas cuadras de la casa de Romina, desesperado. ¿Acaso ella no vendría? ¿No lo amaba lo suficiente? Estaba impaciente cuando escuchó pasos detrás de él. Al levantar la vista vio a Romina, cubierta con una capa.
Él sonrió, se acercó y la tomó de la cintura, besándola.
—Mi amor, sabía que vendrías. Te amo. Los caballos están cerca; hay una pequeña capilla a las afueras del reino. Nos casaremos ahí.
Romina lo miró y lo besó con intensidad. Cuando les faltó aire, se separó.
—Yo te amo, Hugo. Quiero que lo sepas. Creo que te amaré siempre… pero no puedo irme contigo. No puedo hacer que mi familia sea la comidilla de la sociedad. Además, la reina ama a Alexander como un hijo. No sé qué haría si lo humillo de esta forma. Quizás en otra vida tú y yo estemos juntos, pero en esta no se puede.
Hugo la miró con lágrimas.
—No puedes decir eso. ¿Por qué viniste si no ibas a marcharte conmigo? Te dije que si no estabas de acuerdo, no vinieras.
—Porque quería despedirme de ti en persona. Darte una explicación.
—¿Y cuál es? ¿Que elegiste la fortuna y el estatus?
—No. Elegí a mi familia.
Él tomó su rostro.
—Romina, por favor… olvidemos todo. Ven conmigo.
—No, Hugo —dijo llorando—. No puedo irme contigo. Solo vine a despedirme.
Romina se dio la vuelta para irse, pero él la abrazó por detrás.
—Te amo tanto… moriré sin ti.
—No digas eso.
Hugo la giró y la besó. Ella correspondió. Ambos se dejaron llevar. Él la recostó en el suelo y comenzaron a besarse, a tocarse. Hugo besó su cuello; Romina sintió cómo el calor subía por su cuerpo, aferrándose a su camisa. Él levantó la falda y tocó su pierna. Un escalofrío la recorrió… y entonces su cordura regresó.
Lo empujó y se levantó rápido, sacudiéndose la ropa.
—Esto no es correcto. Soy una mujer a punto de casarse. Hugo… adiós —dijo, y salió corriendo.
Hugo quedó solo, mirando su figura alejarse.
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Los días pasaron hasta llegar el día de la boda. Romina estaba siendo preparada. Ya con el vestido puesto, entró su hermano César.
—Vaya, hermana, estás hermosa. Pareces una diosa.
—Gracias, hermano.
Él se sentó en el sofá, comiendo una manzana.
—Por cierto, ¿a que no sabes la última noticia? Me enteré esta mañana.
—¿Qué es?
—Hugo se ha comprometido con Melisa Winter. Se casarán en tres meses. Aunque no creo que su boda sea tan grande y majestuosa como la tuya.
Romina sintió un pinchazo en el corazón. Sus ojos se humedecieron; una lágrima rodó por su mejilla, pero la secó rápido.
—Me alegro por él —dijo simplemente.
En ese momento entró su madre con el velo. Se colocó junto a ella, acomodó el velo y la tiara.
—Te ves hermosa, cariño. Como una reina.
—Gracias, madre. Quiero preguntarte algo.
—¿Qué, cariño?
Romina miró a su hermano. La condesa entendió.
—César, ve con tu padre. Nos espera abajo.
El joven salió. La condesa tomó las manos de su hija.
—Dime, cielo.
—Madre, estoy asustada… por lo que sucederá después de la boda. Ya sabe… la noche de bodas. No sé qué hacer. He escuchado que a veces es doloroso… y a veces no.
La condesa sonrió, acariciando sus manos.
—Tranquila, cielo. No te preocupes por eso. Alexander va a guiarte. Te aseguro que lo vas a disfrutar. Solo debes relajarte.
—¿Cómo lo sabe, madre?
—Solo lo sé, cariño —dijo, dándole un beso en la frente.
aunque sea feo, la condesa tiene total razón, Romina creció en todo lo bello, pero lo cruel de la sociedad no lo vivió, no lo ha sentido en carne, así que es mejor así.
Y es mejor que Romina se mantenga al margen xq así evitarás que se mal entienda su compadrajo