Un Salto Al Futuro

Punto de vista de Katerine

Clarisa se quedó helada, sin saber qué hacer con la furia y la incredulidad. Había venido a sembrar miedo, pero se iba con la semilla del terror plantada en su propio corazón.

La vi alejarse, su vestido brillante desapareciendo entre los setos. Yo debería haber sentido la victoria pura, pero la rabia de Clarisa había plantado una semilla venenosa: Ese hombre es mío. Solo te está utilizando a ti.

La revelación me había hecho tambalear. Si lo analizaba con la frialdad que había aprendido, la situación era un eco aterradoramente similar a mi historia pasada con Esteban. Él no había podido casarse con su amante porque era una plebeya, y había sido forzado a la farsa del matrimonio conmigo, la princesa. ¿Dante Viteri había sido forzado a renunciar a Clarisa por mi abuela, la cabeza de esta patética familia? ¿Y ahora me usaba a mí, la tonta, como el arma perfecta de castigo?

Sentí un escalofrío de rabia helada.

Si era cierto, mi papel era idéntico: el instrumento. Fui el instrumento de Esteban para obtener poder, y ahora era el instrumento de Dante para obtener venganza. No podía permitirlo. Mi única regla era que yo movía el tablero. Si Dante tenía un plan oculto donde yo era el peón desechable, él iba a lamentarlo.

Mi venganza es solo mía.

Me prometí que no repetiría el error de mi vida pasada: dejar que mis emociones, ya fueran la humillación o el desprecio, me cegaran ante la manipulación ajena. Mis ojos grises se endurecieron.

Entraría en esa casa, ejecutaría mi plan y destruiría a esta familia como estaba previsto. Pero a partir de ahora, cada palabra y cada mirada de Dante sería analizada con la más absoluta desconfianza. La alianza seguía en pie, pero ahora, yo jugaba una partida doble: la ruina de mi familia y la aniquilación de cualquier plan de traición de Dante Viteri.

Recompuse mi postura. La rabia, en lugar de debilitarme, se había transformado en un acero frío dentro de mis venas. Abrí la puerta del jardín y volví al salón donde se encontraban la farsa y la traición.

Caminé en busca de Dante, encontrándolo en medio de los invitados. Sostenía un vaso de licor, tomando un trago con la calma de quien no tiene prisa. Su mirada era fría, llena de algo que no podía descifrar, pero que ahora, a la luz de las palabras de Clarisa, me alertaba.

Y, por supuesto, a su lado estaba Clarisa.

Mi hermana había recuperado la compostura, reemplazando la furia por una expresión de víctima: la barbilla ligeramente temblorosa, los ojos grandes y una mirada lastimera dirigida a Dante, como si yo fuera la causa de su miseria. Parecía estarle contando algo.

La escena era dolorosamente familiar. La plebeya de Esteban usando su debilidad para manipular al hombre que me estaba arruinando. Pero esta vez, la víctima era mi hermana, y el hombre era mi aliado... y mi enemigo potencial.

Me acerqué sin cambiar mi ritmo. No iba a interrumpir la escena; iba a dominarla.

—Dante —dije, usando su nombre con una propiedad que desafió a Clarisa—. Te he estado buscando.

Él giró la cabeza con lentitud profesional, el vaso de licor deteniéndose a medio camino de sus labios. Sus ojos marrones me examinaron.

—¿Terminaste tu paseo? —preguntó, su tono neutral.

Ignoré a Clarisa, cuyo rostro se tensó al ver que el plan de usar la lástima fallaba.

—Sí. Estaba recordando la debilidad de ciertas personas en esta casa. Es asombroso cómo la gente confunde la amabilidad con la estupidez. Me gustaría que me acompañaras. Hay algo que debes ver.

Mi mensaje no iba dirigido a él, sino a Clarisa. Le estaba diciendo que, sin importar lo que hubiera susurrado, yo seguía teniendo el control de Dante Viteri y de la alianza.

Dante entendió el juego. Dejó el vaso sobre la mesa sin hacer ruido.

—Por supuesto, Katerine. Donde tú vayas, yo te sigo.

Mientras él se movía, Clarisa lanzó una última y desesperada mirada a Dante, una que suplicaba comprensión y fidelidad. Pero Dante Viteri era demasiado pragmático para mirarla. Para él, ella era solo un detalle insignificante.

Y para mí, era una amenaza que pronto sería eliminada.

Salimos del centro del salón sin decir una palabra. Mi mano se apoyó en el antebrazo de Dante, una conexión que transmitía estrategia, no afecto. Lo guié sin vacilar más allá de los invitados incómodos, directamente hacia la sala de estar privada, donde mi abuela y mi padre, Henry, se habían refugiado.

Estaban bebiendo licor fuerte y sus rostros estaban tensos, la máscara de anfitriones perfectos se había roto.

—¡Katerine! —ladró la abuela, levantándose con brusquedad. Su voz era la misma que usaba antes de darme una bofetada—. ¿Te atreves a interrumpirnos con este... matón?

Dante se detuvo. Yo mantuve mi posición, usando mi nueva altura y mi vestido negro para eclipsar su furia.

—Matón —repetí, probando la palabra. Luego sonreí, una sonrisa que no tocaba mis ojos—. No, Abuela. Dante Viteri es un inversionista. Y viene a cobrar su inversión.

Mi padre, Henry, que siempre había sido un cobarde, se puso aún más pálido. Conocía el nombre de Dante.

—No sé de qué habla, señor Viteri. Nuestras cuentas están al día.

Dante no respondió. Simplemente sacó la carpeta de documentos que le había entregado en el callejón. La arrojó sobre la mesa de caoba, donde los vasos de licor tintinearon.

—La deuda que su madre, la matriarca, contrajo en El Dominio y otras casas asociadas ha sido ejecutada. El capital de la familia ha sido liquidado en las últimas cuarenta y ocho horas.

La abuela se inclinó, el horror reemplazando la arrogancia mientras leía el titular del documento.

—¡Esto es mentira! ¡Es una manipulación!

—Es una deuda, Abuela —intervine con suavidad. Me acerqué a ella, bajando la voz para que solo ellos tres la escucharan, imitando la crueldad que tanto me habían enseñado—. Y por años, la pagaste maltratando y encerrando a tu tonta nieta.

Henry tembló, mirando a Dante.

—¡Pero teníamos un acuerdo! ¡Usted prometió esperar!

Dante alzó una ceja, la cicatriz en su rostro dándose un aire de fatalidad.

—Yo prometí esperar a la Katerine... Y ella ya no quiere esperar. —. Dijo Dante con frialdad.

Le quité la carpeta de las manos a la abuela y la abrí.

—A partir de este momento, esta casa, las cuentas bancarias de la familia y el treinta por ciento de las acciones que aún conservan pertenecen a Dante Viteri.

Hice una pausa, asegurándome de que mi padre y la abuela sintieran cada palabra.

La abuela se inclinó, el horror reemplazando la arrogancia mientras leía el titular del documento. Su rostro palideció, pero su expresión cambió rápidamente a una furia concentrada.

—¡Espera! —ladró, señalando un párrafo—. El treinta por ciento, sí, y esta casa. ¡Pero nuestra fortuna principal está segura! ¡No nos has arruinado, niña! ¡Esto no es ni la mitad!

Mi padre, Henry, suspiró con un alivio tembloroso, pero la Abuela no quitó la mirada de Dante.

—Su avaricia nos ha costado una propiedad considerable, señor Viteri. Es un golpe, lo admito, pero no nos deja en la calle. No nos ha ganado.

Sonreí, una sonrisa aún más fría que la de Dante.

—Por supuesto que no. La miseria total habría sido demasiado fácil. —Dejé que mis palabras flotaran en el aire enrarecido—. La abuela y mi padre saben que tienen una fortuna incalculable. Y yo sé algo que ustedes ignoran: esa fortuna se mueve.

—Fui la tonta que usaron para cubrir sus errores —continué, acercándome a mi padre, obligándolo a oler mi perfume costoso—. Ahora, soy el martillo que ejecuta su ruina.

Señalé la carpeta en la mesa.

—El treinta por ciento es la tarifa de Dante por haberme prestado sus recursos. Mi parte... —Me volví hacia la Abuela, cuya furia se había congelado en confusión—. Mi parte la cobraré yo misma. Lentamente. Usando exactamente el mismo método que ustedes usaron para destruirme.

Dante, a mi lado, soltó una risa seca, apenas audible. El golpe no había sido la ruina, sino el aviso de guerra.