En 1957, en Buenos Aires, una explosión en una fábrica liberó una sustancia que contaminó el aire.
Aquello no solo envenenó la ciudad, sino que comenzó a transformar a los seres humanos en monstruos.
Los que sobrevivieron descubrieron un patrón: primero venía la fiebre, luego la falta de aire, los delirios, el dolor interno inexplicable, y después un estado helado, como si el cuerpo hubiera muerto. El último paso era el más cruel: un dolor físico insoportable al terminar de convertirse en aquello que ya no era humano.
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Capítulo 6: La determinación de Tania
El amanecer llegó con un silencio pesado, interrumpido apenas por el murmullo distante del viento entre las ramas. La cabaña, que una vez había sido un refugio, ahora parecía un mausoleo lleno de recuerdos y ecos de una voz que ya no estaría para guiarla. Tania despertó con los ojos hinchados de tanto llorar, todavía esperando, en el fondo de su corazón, escuchar a Karen dándole instrucciones o corrigiendo su postura al cargar el arma. Pero lo único que encontró fue vacío.
Leo estaba sentado en un rincón, con la mirada fija en el suelo. Ni siquiera él, que había pasado por tanto, encontraba palabras para mitigar lo que acababa de suceder. La muerte de Karen no era solo una pérdida personal, era un golpe contra todo lo que representaba esperanza.
Tania apretó los puños y se levantó con torpeza. Las lágrimas seguían resbalando por sus mejillas, pero sus ojos habían cambiado: había en ellos un brillo endurecido, una mezcla de dolor y decisión.
—No puedo… no puedo dejar que esto termine aquí —murmuró, con la voz quebrada—. Karen me enseñó todo… ahora me toca a mí.
Leo la miró con cierta admiración y preocupación.
—Tania, deberías descansar, pensar bien qué hacer. No podemos apresurarnos.
Ella negó con la cabeza. Cogió el arma de corto alcance y la revisó como Karen le había enseñado, con precisión y cuidado. Cada movimiento era un recordatorio de las horas de práctica junto a su abuela, de las lecciones que ahora quedaban grabadas en su memoria.
—No —respondió con voz firme—. Si me detengo, me hundo. Y no pienso hundirme.
El silencio se hizo más profundo. Afuera, un crujido lejano les recordó que los monstruos seguían ahí, acechando, esperando el menor descuido.
Tania respiró hondo y colgó la mochila sobre sus hombros.
—Vamos. Debemos movernos, explorar y encontrar otros sobrevivientes. Karen nos enseñó a no rendirnos.
Leo dudó un instante, pero al ver la determinación en los ojos de la muchacha, no pudo hacer más que asentir.
Aquel día comenzó una nueva etapa para ella. Ya no era la niña que se refugiaba en los brazos de su abuela cada vez que el miedo la paralizaba. Ahora era la portadora de sus enseñanzas, la responsable de aplicarlas y transmitirlas.
Durante el camino, Tania tomó el liderazgo sin titubeos: eligió las rutas más seguras, revisó los árboles en busca de señales de monstruos, marcó puntos de escape y enseñó a Leo cómo mantener la calma cuando los gruñidos resonaban cerca. Cada encuentro con un infectado se convirtió en una prueba de fuego. Sus disparos eran más certeros, sus movimientos más ágiles.
Pero lo que más sorprendía a Leo no era su habilidad, sino su temple. Aunque las lágrimas aún corrían por su rostro en las noches silenciosas, durante el día era inquebrantable. Su abuela había sembrado en ella no solo técnicas de supervivencia, sino también un espíritu de lucha que ahora florecía con más fuerza que nunca.
—Sobrevivir no es suficiente —dijo Tania una noche, mientras compartían un trozo de pan duro bajo las estrellas—. Debemos vivir con propósito. Si seguimos adelante, debe ser para cambiar algo, para que este mundo no se pierda del todo.
Leo la observó con asombro. Aquella niña se estaba convirtiendo en líder. Y aunque el dolor seguía siendo insoportable, la determinación de Tania encendía una chispa de esperanza en medio de la oscuridad
