"El amor, al enfrentar la tragedia, no se desvanece: sangra, sí, pero también florece. Porque en su dolor más hondo descubre su fuerza, y en medio del caos se convierte en guía. Solo cuando el corazón se quiebra, el alma entiende que amar no es solo sentir, sino resistir, transformar y dar sentido incluso al sufrimiento."
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El vino de la traición
La tarde avanzaba lentamente, arrastrando consigo un aire tenso que ni siquiera el jardín real lograba disimular. Las fuentes danzaban con elegancia, los músicos tocaban melodías suaves, y los nobles se reunían bajo toldos decorados con seda blanca.
El príncipe Aedus se encontraba solo en una mesa adornada con frutas exóticas y copas de cristal. Aunque la sombra del recuerdo aún lo perseguía, intentaba actuar con normalidad. Observaba en silencio el cielo, fingiendo calma, pero por dentro, su pecho ardía de preguntas sin respuestas.
—Tanto tiempo sin verte, primo —dijo una voz grave y segura detrás de él.
Aedus giró el rostro y sonrió con suavidad al reconocerlo.
—Duque Lander.
El hombre alto, de cabello oscuro recogido en una coleta baja y ojos del mismo tono, se acercó con su acostumbrado aire altivo. Vestía un traje negro con bordados dorados que lo hacían ver imponente.
—No necesitas llamarme así. Somos familia. —Lander le dio una palmada en el hombro y se sentó a su lado con confianza—. Has crecido. Ya no eres el niño llorón que escondíamos detrás de los tapices del palacio.
—Y tú ya no eres el mismo joven arrogante que me hacía bromas pesadas —respondió Aedus, con una sonrisa disimulada.
—¿Seguro? —rió el duque, tomando una copa de vino que estaba servida sobre la mesa—. Tal vez solo lo he disimulado mejor.
Aedus rió un poco también, y tomó la suya.
—Entonces brindemos. Por la paz entre reinos y por la sangre real que aún corre por nuestras venas —dijo Lander, alzando su copa.
Ambos brindaron. Las copas chocaron con un leve tink.
Aedus llevó la copa a los labios.
El vino tenía un sabor extraño... ligeramente amargo, con un retrogusto metálico.
Y entonces, lo sintió.
El ardor.
Como si cuchillas invisibles cortaran su garganta. Su estómago se revolvió de forma violenta. Soltó la copa de golpe y se tambaleó hacia un lado.
—¿Príncipe...? —murmuró Lander, extrañado.
Aedus intentó hablar, pero un espasmo lo hizo caer al suelo.
—¡AEDUS! —gritó una voz cercana.
Todo ocurrió en segundos. La música cesó. Los nobles se acercaron rápidamente. Algunos gritaron. Otros simplemente observaron, en shock.
—¡Alguien traiga al médico del palacio! ¡Ahora! —exclamó una dama de cabello rojizo.
Mientras tanto, el cuerpo del príncipe temblaba en el suelo. Sus labios comenzaron a ponerse morados.
Minutos después, el doctor oficial del palacio llegó corriendo, con una caja de madera colgando de un cinturón. Se arrodilló junto al cuerpo de Aedus y comenzó a examinarlo con rapidez.
—¡Apártense todos! ¡Dénme espacio!
El hombre inspeccionó los ojos del príncipe, luego su pulso, luego el interior de su boca. Tomó un frasquito con un líquido azul y lo dejó caer sobre la copa caída al suelo. La reacción fue inmediata: el vino se tornó negro.
—¡Veneno! —anunció el médico—Fue envenenado por ingestión. Es belladona.
El grito general no se hizo esperar. Todos murmuraban, algunos se alejaban, otros miraban a su alrededor con desconfianza. Las miradas comenzaron a volverse peligrosas.
—¡¿Quién estuvo con él antes de que bebiera?! —preguntó un guardia real.
Los ojos de todos se volvieron hacia el Duque Lander, que aún estaba de pie, inmóvil, con la copa intacta en la mano.
—Yo... solo hablé con él. ¡No tenía idea! ¡Yo bebí también! —dijo Lander, nervioso, mientras dejaba caer su copa.
Pero entonces una voz fría, casi cortante, habló desde el fondo del salón.
—No fue Lander. Fue la Duquesa Lilibeth —dijo un noble joven de ojos afilados—Ella es alquimista.
—¡Eso no prueba nada! —gritó otra voz.
—¡Sí lo hace! ¡Ella se acercó justo antes del brindis! ¡Todos lo vimos!
—¡Mentira! ¡Eso es una calumnia! —exclamó la duquesa Lilibeth, abriéndose paso entre la multitud con una expresión de horror.
—¡Yo no lo envenené! ¡¿Por qué haría eso?!.
Pero nadie le creyó de inmediato.
Las miradas la perforaban como cuchillos.
—¡Revisen sus habitaciones! ¡Sus copas! ¡Interroguen a sus criadas! —vociferó un noble anciano.
—¡Silencio! —ordenó uno de los guardias del rey, alzando su lanza—. ¡Esto será investigado a fondo! Nadie abandona el castillo hasta nuevo aviso. ¡Esto fue un intento de regicidio!
Aedus aún se debatía entre la vida y la muerte. Su cuerpo había sido llevado a sus aposentos, custodiado por soldados y atendido por sanadores.
Entre los murmullos, solo una cosa estaba clara:
Alguien quiere al príncipe muerto.
Y todos son sospechosos.
CONTINUARÁ