Griselda murió… o eso cree. Despertó en una habitación blanca donde una figura enigmática le ofreció una nueva vida. Pero lo que parecía un renacer se convierte en una trampa: ha sido enviada a un mundo de cuentos de hadas, donde la magia reina… y las mentiras también.
Ahora es Griselda de Montclair, una figura secundaria en el cuento de “Cenicienta”… solo que esta versión es muy diferente a la que recuerdas. Suertucienta —como la llama con mordaz ironía— no es una víctima, sino una joven manipuladora que lleva años saboteando a la familia Montclair desde las sombras.
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capítulo 6
Griselda había aceptado el reto.
Dos meses. Dos. No treinta días de gracia como en los cuentos, no. Dos meses de sudor, sentadillas, calambres y cuestionamientos existenciales sobre por qué demonios había abierto la boca.
Y todo guiada por su autoproclamada entrenadora personal: el hada madrina. O al menos eso creía ella.
Lo que Griselda ignoraba era que su encantadora y misteriosa entrenadora de voz chillona y actitud pasivo-agresiva en realidad se llamaba Lilith, una antigua entidad de proporciones celestiales que había perdido una apuesta con cierto dios nórdico con complejo de superioridad.
Pero ese detalle menor no venía al caso... por ahora.
—Aprieta más esas nalgas, que no estamos batiendo manteca —gritó Lilith desde una roca mientras masticaba una ramita como si fuera una instructora militar frustrada.
—No puedo más... —gimoteó Griselda, a mitad de una sentadilla que parecía quererla enterrar viva.
—Recuerda por qué haces esto.
—Lo recuerdo... pero ¡¿por qué YO tengo que cambiar?! ¡No se supone que si alguien me quiere, lo haga tal y como soy?!
Lilith rodó los ojos.
—Ay, niña, eso de que todos los cuerpos son perfectos y que no se habla de grasa corporal es cosa del futuro. Aquí, en este mundo de reinos, princesas y estándares imposibles, si no tienes la cintura de un reloj de arena y la cara de una pintura renacentista, te ignoran como a la tía loca en las fiestas.
—Mi tía loca me da galletas —dijo Griselda, desplomándose sobre la hierba.
—¡Y así estás, llena de azúcar y con las emociones revueltas! Vamos, quiero diez sentadillas más o te convierto en calabaza y te riego tres veces al día.
Griselda la miró con odio puro, pero obedeció. Bajó una. Luego otra. A la tercera, empezó a insultarla mentalmente en todos los idiomas que conocía (y uno que inventó en el momento).
Detrás de unos arbustos cercanos, **Filip**, el príncipe del reino vecino y fan declarado de los desayunos prolongados, observaba a escondidas.
No sabía por qué estaba allí. Solo sabía que esa muchacha con rulos rebeldes, mofletes adorables y actitud de granjero en huelga le llamaba la atención.
Y no solo por sus gritos.
Le gustaba cómo se burlaba del mundo, de ella misma y hasta del supuesto hada que parecía tener problemas de ira. Había algo fresco, brutalmente honesto, en esa joven que no fingía ser nada más que ella misma... salvo por cuando amenazaba con volverse princesa a punta de ejercicio.
Griselda cayó al suelo despatarrada y jadeando.
—Termine... me quedaré un ratito más en el suelo... necesito encontrar mi alma, creo que se me salió en la sentadilla ocho.
Lilith suspiró. —Dios... ¡por qué me tocó una protagonista tan terca! ¡Primera misión, decían! ¡Fácil, decían!
Se alejó de la escena y murmuró en voz baja:
—Te juro que cuando ella triunfe, ¡te lo haré pagar, Odín! Y luego me voy a encargar de esas reencarnadas. Te demostraré que yo sabré elegir mejor a las protas.
Desde el suelo, Griselda levantó una ceja.
—¿Dijiste algo?
—Nada. Vamos, a hidratarse. Y no quiero verte cerca del pan.
—¿Y si es pan de ajo?
—Tampoco. Ni si viene con queso.
Griselda gimoteó más fuerte que un cerdo en plena boda campesina.
—Esto no puede valer la pena. Filip ni siquiera me mira.
Lo que no sabía era que Filip la miraba más que al espejo cada mañana. Solo que lo hacía a escondidas. No por vergüenza. Sino porque había algo que lo confundía. Esa joven... le resultaba conocida.
Pero no sabía de dónde.
Lilith, al verla acostada otra vez, sacó una campanita y la agitó.
—Vamos, soldado. Levanta ese trasero noble y a moverse. Quiero verte trotando hasta el lago.
—¿Por qué al lago?
—Porque está lejos, hay una colina, y me da placer ver tu sufrimiento.
Griselda se arrastró unos pasos.
—A veces sospecho que no eres un hada como deces ser...
Lilith solo sonrió.
Y entre jadeos, quejas, músculos que chillaban y autoinsultos estilo "nadie en su sano juicio corre por un hombre, ni aunque tenga capa y castillo", Griselda seguía.
Sin saber que en la cima de esa colina no solo la esperaba una mejor resistencia física... sino también el destino.
Y quizá, solo quizá, una historia que no necesitaba de zapato alguno.