Marina Holler era terrible como ama de llaves de la hacienda Belluci. Tanto que se enfrentaba a ser despedida tras solo dos semanas. Desesperada por mantener su empleo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para convencer a su guapo jefe de que le diera otra oportunidad. Alessandro Belluci no podía creer que su nueva ama de llaves fuera tan inepta. Tenía que irse, y rápido. Pero despedir a la bella Marina, que tenía a su cargo a dos niños, arruinaría su reputación. Así que Alessandro decidió instalarla al alcance de sus ojos, y tal vez de sus manos…
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Capitulo 5
De ese empleo dependía que los mellizos tuvieran un hogar y un techo sobre sus cabezas.
No era extraño que no hubiera dormido bien ni una noche en la última semana. Eso antes de que todo se le fuera de las manos. Por alguna razón, cuando empezó a decir sí, ya no pudo parar. Todos habían mostrado entusiasmo y generosidad, aportando tanto tiempo y talento, que había sido incapaz de poner trabas. Lo último había sido el castillo hinchable. Después de eso, Marina había dejado de intentar resistirse.
Lo único que podía hacer ese día era controlar la situación y asegurarse de que todo recuperara su estado original. Tenía un ejército de voluntarios dispuestos a ocuparse de eso.
En ese momento, tenía que librarse de ese hombre, lo que no parecía fácil, y comprobar que nadie más había entrado en la casa.
–Si buscaba el aseo, pase por delante de la tómbola y la carpa de refrescos, luego siga su nariz –en su caso, la nariz, estrecha y aquilina, era tan impresionante como el resto de su cuerpo. Se esforzó por no desviar la mirada cuando sus ojos se encontraron, su estómago se contrajo.
Atónita por su respuesta física ante ese hombre, resopló entre dientes para darse ánimo.
–No tiene pérdida.
Él apoyó los anchos hombros en la pared forrada de madera y miró a su alrededor.
–Tiene una casa preciosa.
Marina cruzó los brazos sobre el pecho para ocultar su escalofrío. Él tenía la voz más sexy que había oído nunca y su leve acento la fascinaba.
–No, sí... quiero decir que no es mía –intuyó que él lo había dicho con sarcasmo–. Como sin duda le parece obvio –murmuró, lanzándole una mueca irónica antes de echarse a reír.
–Procuro no juzgar por las apariencias –dijo él, recorriéndola de pies a cabeza con la mirada.
–Eso no siempre es fácil.
En ese momento le resultaba difícil no juzgar a ese hombre por el aura de superioridad y desdén que emitía. Suponía que la arrogancia era natural para alguien que veía ese rostro en el espejo a diario. Cuando recorrió su cuerpo con la mirada, supo que eso también ayudaba. Aparte de estar más que en forma, tenía una elegancia innata.
Ruborizándose, bajó las pestañas. No era momento para desnudar mentalmente a un intruso.
–La verdad es que yo solo trabajo aquí... –movió la mano indicando la elegante habitación forrada de madera y llena de antigüedades–. Es preciosa, ¿verdad? –a su modo de ver, la mezcla entre museo y paraíso de diseñador de interiores no parecía habitada. No había periódicos viejos, libros abiertos o suéteres abandonados sobre el respaldo de una silla; ninguna señal de que alguien vivía allí. Era todo demasiado perfecto.
La asombraba que alguien pudiera ser dueño de algo tan bonito y no pasar tiempo allí.
El resto de los empleados le habían hablado de las muchas casas, coches y aviones que poseía su elusivo jefe. Era obvio que a Alessandro Belluci le gustaba comprar cosas, las necesitara o no. Marina siempre había sospechado que la gente que necesitaba símbolos de estatus era insegura. Pero tener una cuenta bancaria siempre al borde de los números rojos también hacía que una persona se sintiera insegura. ¡Marina sabía mucho de esa clase de inseguridad!
–Entonces, ¿el dueño ha permitido que su hogar se utilice para este evento? –él enarcó las cejas–. Muy generoso y confiado de su parte.
Marina se ruborizó. No podía haber dicho nada que la hiciera sentirse más culpable. Bajó los ojos.
–Piensa mucho en la comunidad –dijo. Se tragó una risita histérica al imaginarse la expresión que pondría el multimillonario que no quería relacionarse con los lugareños.
Miró la librería llena de libros valiosos, preguntándose si él leía esas primeras ediciones o si, como el pabellón de críquet, no eran sino un símbolo más de la perfecta casa de campo inglesa.
¿Qué sentido tenía restaurar un pabellón de críquet si no se tenía intención de utilizarlo? ¿Para qué comprar libros que nadie iba a leer?
–La entrada a la casa no está permitida.
Él no dijo nada. Miraba un cuadro con lo que a ella le pareció excesivo interés.
Se puso pálida al comprender por primera vez lo vulnerable que era la casa. Si él había entrado, podría haberlo hecho cualquier otra persona. Con ojos azules cargados de suspicacia, observó al alto desconocido. La había desconcertado tanto su reacción física hacia él que ni se le había ocurrido que su presencia allí pudiera no ser accidental.
–El sistema de seguridad es excelente, hay bastantes guardas.
Él captó el nerviosismo de su voz y, al ver la dilatación de alarma de sus pupilas, sonrió lentamente. Ya podía estar preocupada. Era muy posible que algunas de sus valiosas posesiones ya estuvieran en los bolsillos de algún visitante. Su equipo de seguridad tendría suerte si salía del evento manteniendo el empleo.
–Así que no podría llevarme... –simuló que estudiaba la habitación y agarró una miniatura con un marco dorado. Era una de una pareja que le había ganado en una subasta a un oligarca ruso hacía seis meses. No le había importado pagar un precio excesivo porque las miniaturas iban a volver a donde habían sido pintadas–. ¿Esto?
A ella se le contrajo el estómago. Cuando se incorporó al trabajo, casi había andado de puntillas, intimidada por el valor de los tesoros que había allí y temiendo estropear algo. Aunque ya se había relajado un poco, ver que alguien trataba así un objeto tan valioso era alarmante.
Dejó escapar una risita nerviosa. «Cálmate, un ladrón auténtico no sería tan descarado», se dijo.
–No, no podría –tragó aire y luchó contra el poco práctico instinto de acercarse y arrebatárselo. Ni en broma podría quitarle algo a un metro noventa y tres de sólido músculo. Miró su pecho y, tragando saliva, se llevó la mano al estómago, donde los nervios se le habían desatado.
–¿Es auténtica? –preguntó él, sujetando el delicado marco entre el índice y el pulgar.
–Una buena copia –mintió ella con voz aguda–. Todo lo valioso está en una caja de seguridad.
–Por eso no la preocupa que algún visitante se meta algo en el bolsillo y se lo lleve.
Marina observó cómo se metía la miniatura en el bolsillo de los bien cortados vaqueros, pero consiguió mantener una expresión de calma divertida. Contestó a su sonrisa lobuna moviendo la cabeza. Incluso en un momento así no había podido evitar fijarse en sus musculosas piernas.
–Si alguien sintiera esa tentación, el equipo de seguridad se encargaría de evitarlo –no vio ninguna necesidad de explicar que ese equipo estaba controlando la entrada y salida de las zonas de aparcamiento. Se sentía aún más culpable por eso, dado que había aprovechado la ausencia del jefe del equipo de seguridad para convencer a su ayudante para que relajara las normas. Había utilizado todas las armas posibles, incluyendo el chantaje moral y un efectivo aleteo de pestañas.
–Entonces, ¿me detendrían antes de que saliera del edificio?
Marina, aunque se colocó ante la puerta, era muy consciente de que no podría detenerlo si intentaba salir. En realidad, no daba la impresión de querer salir, parecía feliz asustándola con esa posibilidad…