Romina Bruce, hija del conde de Bruce, siempre estuvo enamorada del marqués Hugo Miller. Pero a los 18 años sus padres la obligaron a casarse con Alexander Walker, el tímido y robusto heredero del ducado Walker. Aun así, Romina logró llevar una convivencia tranquila con su esposo… hasta que la guerra lo llamó a la frontera.
Un año después, Alexander fue dado por muerto, dejándola viuda y sin heredero. Los duques, destrozados, decidieron protegerla como a una hija.
Cuatro años más tarde, Romina se reencuentra con Hugo, ahora viudo y con un pequeño hijo. Los antiguos sentimientos resurgen, y él le pide matrimonio. Todos aceptan felizmente… hasta el día de la boda.
Cuando el sacerdote está a punto de darles la bendición, Alexander aparece. Vivo. Transformado. Frío. Misterioso. Ya no es el muchacho tímido que Romina conoció.
La boda se cancela y Romina vuelve al ducado. Pero su esposo no es el mismo: desaparece por las noches, regresa cubierto de sangre, posee reflejos inhumanos… y una nueva y peligrosa obsesión por ella.
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¿Y el amor cómo es?
Romina estaba sentada mientras una de sus damas terminaba de colocar una peineta en su cabello, acomodando el peinado con cuidado.
—Listo, señorita —dijo la dama.
—Gracias, Érica —respondió Romina, triste.
—No me gusta verla así…
—¿Y cómo no estarlo? Mis padres me obligan a casarme con un hombre que no quiero, que no me gusta.
—Señorita, el hijo del duque es un gran partido. Además, es muy educado; siempre trata a todos con el mismo respeto, nobles y plebeyos. Con el tiempo usted llegará a quererlo, estoy segura.
—Pero yo siento algo por Hugo… Él me gusta mucho y es muy atractivo, a diferencia de ese gordo.
—No es gordo, señorita. Solo es más alto y ancho que los demás. De hecho, su padre es más robusto que él. Claro… el joven Walker es más alto, ahí la diferencia.
—Suenas igual que mi madre.
—Debe de ser por algo. Trate de llevarse bien con él. Además, no es feo; es atractivo… ese cabello rubio y esos hermosos ojos azules son un encanto.
—Odio el azul —dijo Romina con una mueca.
—Señorita… créame que puede llegar a amarlo.
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Romina llegó a la sala acompañada de su dama. En ese momento, vio a Hugo con el rostro serio.
—Hugo… —dijo ella acercándose.
—Tu padre y mi padre están en el despacho. Ha sido negado mi cortejo… ya que te casarás con Alexander Walker.
—Yo no quiero eso, pero mis padres insisten.
Hugo apartó la mirada.
—Claro, es un mejor partido. Felicidades… pronto serás duquesa.
—Yo no quiero eso —repitió Romina.
—No importa lo que quieras.
El conde salió junto al marqués. Al verlos, Romina hizo una reverencia.
—Romina, estoy feliz por tu futuro compromiso. Me hubiera gustado que fueras parte de mi familia, pero bueno… no se pudo. Aun así, te deseo felicidad —dijo el marqués.
—Gracias, marqués —respondió ella.
Marqués y su hijo se marcharon. Romina los vio alejarse y corrió a su habitación, seguida por su dama. Al llegar, se tiró en la cama y comenzó a llorar.
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Las horas pasaron y la condesa entró a la habitación.
—Romina, Alexander y su madre están aquí. Levántate.
—No quiero, madre…
La condesa dio un suspiro y se acercó a ella.
—Romina, sé que no quieres… incluso debes estar odiándome. Pero créeme: esto es por tu bien, y por el bien de todos.
Romina se levantó limpiándose los ojos.
—Madre, no quiero casarme con ese hombre. Yo amo a Hugo.
—Hija… no lo amas. Te gusta. Eso es enamoramiento, pero no es amor.
—¿Cómo diferente, madre?
—El enamoramiento es que te guste alguien; te sientes contenta, un poco nerviosa, sientes mariposas en el estómago. Quieres verlo todos los días, sueñas con esa persona, la ves como lo más grande del mundo, como un ser perfecto.
—Eso es lo que siento por Hugo, madre. ¿Y el amor cómo es?
—El amor es diferente, hija. No siempre estarás contenta cuando veas a esa persona; a veces te pondrás nerviosa, enojada. No sentirás mariposas en el estómago. Querrás no verlo a veces… incluso desearás no verlo nunca. No lo verás como lo más grande del mundo, sino como el tonto más grande… un ser imperfecto. Pero habrá algo que te una a él, una fuerza que no podrás ver. Verás sus defectos, algunos te molestarán… pero aun así convivirás con ellos.
—¿Crees que yo llegue a sentir eso por Alexander…?
—No lo sabrás si no lo intentas.
—¿Tú sientes eso por mi padre?
La condesa sonrió.
—Sí, querida. Al principio pensé en huir. No quería estar casada con tu padre. Una noche hice una pequeña maleta y pensaba irme lejos, donde nadie me conociera… pero las cosas salieron mal y me quedé.
—¿En serio, madre?
—Sí, cariño.
—¿Y qué pasó?
—Bueno… durante mucho tiempo seguí pensando en escapar. Pero siempre encontraba una excusa para no hacerlo. Y cada día me acercaba más a tu padre… luego llegaron ustedes.
—¿Y padre lo sabía?
—Sí. Él tampoco me quería, y por eso se hacía de la vista gorda. Pero poco a poco buscaba excusas para retenerme a su lado. Y aquí estamos, años después. Cariño… date una oportunidad con Alexander.
—¿Y si no soy feliz? Madre, ¿y si nunca lo amo? ¿Y si no soy feliz?
—De alguna forma u otra, las mujeres en esta sociedad somos infelices. Aunque te cases enamorada, la diferencia está en dónde eres infeliz. Y créeme… es mucho mejor llorar en una gran mansión, con empleados y comida, que hacerlo en una pequeña casa, sola, buscando migajas para calmar el hambre.
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En el gran salón de la mansión, la duquesa conversaba con el conde. A su lado estaba un joven de veinte años: alto, fornido, de cabello rubio que caía hasta la nuca, con expresión calmada.
Todos levantaron la cabeza cuando Romina y su madre llegaron. Al estar frente a ellos, Romina hizo una reverencia.
—Duquesa. Joven Walker… bienvenidos.
El hombre se acercó, tomó su mano y dejó un beso en ella.
—Es un gusto conocerla, señorita Romina.
Romina observó sus ojos azules, grandes y hermosos.
—El gusto es mío, joven Walker.
—Por favor, solo llámeme Alexander.
—Siendo así, usted dígame Romina.
Los padres de ambos sonrieron. La condesa intervino:
—He preparado el jardín para que conversen con más tranquilidad. Preparé té y bocadillos. Vayan, por favor.
Romina miró al joven.
—Acompáñeme, por favor.
Él la siguió. La condesa hizo una seña a la dama para que los acompañara como chaperona. Cuando los jóvenes salieron, la duquesa habló:
—Estoy segura de que se llevarán muy bien.
—Yo también —respondió la condesa.
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En el jardín, los empleados habían servido el té y los bocadillos. La dama se encontraba cerca, bordando en silencio mientras observaba a los jóvenes.
Alexander habló:
—Señorita Romina, me siento halagado de que sus padres hayan aceptado mi cortejo. Usted es la mujer más hermosa de este reino. De hecho, desde hace tiempo pensaba pedir permiso a su padre. La he observado desde la distancia.
Romina levantó la mirada.
—Yo no recuerdo haberme encontrado con usted.
—Bueno… es que usted no me vio. Yo siempre paso desapercibido. Si no fuera hijo del duque, sería invisible.
—Lo lamento, joven Alexander.
—No se preocupe. Quiero decirle que, si nos casamos, seré un buen esposo. La trataré como una reina. No pasará penurias a mi lado.
Romina apretó los labios y desvió la mirada.
—No lo dudo —murmuró.
Los ojos azules del hombre la observaron con suavidad.
—Sé que usted siente cierta apreciación por el hijo del marqués Miller. La vi en las fiestas… cómo se miraban. Sobre todo, cómo usted lo miraba a él.
Romina abrió los ojos.
—Yo… no sé qué decir.
Alexander intervino:
—Señorita Romina, no quiero hacerle daño con este compromiso. Si usted no está feliz, y siente que no será feliz a mi lado, puedo hablar con sus padres y cancelar esto. Diré que no me siento cómodo, que deseo otras cosas… que el problema no es usted, sino yo.
Romina lo miró. Podría estar con Hugo… Pero recordó las palabras de su madre: si el cortejo se arruinaba, la enviaría lejos. La amenaza era real, aunque la condesa hubiera sido amable ese día.
Entonces habló:
—Joven Alexander… yo quiero intentarlo. Es cierto que estaba algo animada con el joven Miller, porque nos conocemos desde niños, y a usted no lo conocía. Pero quiero conocerlo mejor. Quiero intentarlo con usted.
El hombre sonrió.
—Entonces me hace usted el hombre más feliz del mundo. Le juro que la haré muy feliz.
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Al caer la tarde, la duquesa y su hijo se marcharon. Romina regresó a su habitación, seguida por su madre.
—Y dime, ¿cómo te fue?
—Bien, madre. Vendrá tres días a la semana… lunes, miércoles y viernes. Aquí y cerca del lago.
—Bien hecho, hija. Estoy orgullosa de ti —dijo la condesa al salir de la habitación.
Romina no respondió. Se acostó en la cama, mirando el techo, preguntándose si había tomado la mejor decisión.
aunque sea feo, la condesa tiene total razón, Romina creció en todo lo bello, pero lo cruel de la sociedad no lo vivió, no lo ha sentido en carne, así que es mejor así.
Y es mejor que Romina se mantenga al margen xq así evitarás que se mal entienda su compadrajo