Después de escapar de las brutalidades de mi manada, he estado viviendo en las sombras como humana durante años, tratando de olvidar el pasado y construir una vida nueva. Pero cuando una incursión real amenaza con desestabilizar todo, me veo obligada a enfrentar mis demonios y proteger a los inocentes que me han aceptado. No puedo permitir que me arrastren de regreso a esa vida de opresión y miedo. Kaiden el rey alfa descubre que soy su compañera predestinada. Desde entonces me persigue e insiste en que mi lugar está junto a él.
Pero me niego a pertenece a alguien y lucharé por mi libertad y por aquellos que me importan, sin importar el costo.
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Se las llevo
El aire se sentía pesado, cargado de una presencia que no podía ver, pero que sentía hasta los huesos. Desde que Kaiden, el Rey Alfa de la manada del Sol Naciente, me había olfateado en aquel rincón del bosque oscuro, mi vida se había convertido en un constante estado de alerta.
Él, mi compañero predestinado, según las antiguas leyes de los lobos. Yo, Adeline, una loba salvaje, libre por elección, no por destino.
Hace años que dejé atrás las ataduras, las manadas, las reglas. Mi camino era la soledad, la libertad de moverme donde la necesidad me llamara, de proteger a los débiles sin rendir cuentas a nadie. Pero Kaiden había irrumpido en mi vida como una tormenta, un torbellino de poder y una conexión que mi instinto salvaje rechazaba con todas sus fuerzas.
No quería lazos, no quería ser propiedad de nadie, y mucho menos de un Alfa que representaba todo lo que había huido.
Y ahora, él me buscaba. No de forma directa, no como un lobo que desafía a otro. No. Él usaba sus recursos, sus hombres. Hombres lobos con miradas penetrantes, que se movían entre las sombras de los bosques que yo consideraba míos, como fantasmas vigilantes.
Cada vez que me creía a salvo, que encontraba un refugio temporal, aparecía uno de ellos. Un joven lobo con la marca de la Luna Creciente en su cuello, o un guerrero curtido con la mirada de quien ha visto demasiadas batallas. Se interponían en mi camino con una reverencia forzada, casi burlona.
—Adeline— decían, su voz resonando con una autoridad que me irritaba profundamente. —El Rey Alfa Kaiden quiere verte—
Otras veces, la amenaza era más velada, pero igual de efectiva.
—El Alfa Kaiden te espera en el claro del Roble Ancestral. No tardes—
O la más directa, la que me helaba la sangre:
—Si no vas tú, él vendrá—
Sentía sus ojos sobre mí incluso cuando no estaban presentes. Podía oler su rastro en el viento, una fragancia amaderada y salvaje que me recordaba la conexión que él sentía, pero que yo me negaba a reconocer. Era como si el bosque entero estuviera de su lado, susurrándole mi paradero.
Me movía de un lugar a otro, cambiando de forma, intentando despistarlos, pero siempre, siempre, encontraban mi rastro. La frustración me consumía. Quería la libertad, pero él la estaba robando, pedazo a pedazo, con su obsesión. ¿Acaso no entendía que mi rechazo era absoluto? ¿Que mi salvaje corazón no anhelaba ser encadenado?
La próxima vez que uno de ellos se atreviera a acercarse, a pronunciar su nombre, sentía que algo dentro de mí iba a estallar. Mi paciencia, mi control, estaban al límite.
Estaba de vuelta en la ciudad.
Aquí, entre el asfalto y el hormigón, podía relajarme un poco, sentirme menos expuesta. Había aprendido a mezclarme entre los humanos, a imitar sus gestos, sus rutinas. Era un disfraz, sí, pero uno que me había permitido encontrar un atisbo de paz.
Y luego estaban ellas. Mis hermanas. Lili y Surley. Dos almas brillantes en este mundo a veces tan gris. Compartíamos un apartamento, un espacio que habíamos convertido en nuestro santuario. Sus risas, sus charlas, sus pequeños dramas cotidianos eran el ancla que me mantenía conectada a algo más que mi propia existencia salvaje. Sabía que si algo salía mal, ellas serían las primeras en notarlo.
Al abrir la puerta del apartamento, un silencio antinatural me golpeó. No era el silencio acogedor de una casa en calma, sino uno denso, antinatural, cargado de una quietud que me heló la sangre.
—Hola, ya llegué— mi voz sonó extrañamente fuerte en la quietud, y la ausencia de una respuesta inmediata me alertó.
Ellas siempre estaban aquí a esta hora, listas para recibirme con un saludo o una pregunta sobre mi día.
Un escalofrío brutal me recorrió la espina dorsal, no por el frío de la calle, sino por un frío interno, un instinto de loba que gritaba peligro. Mi piel se erizó, cada vello de mi cuerpo se puso de punta. Algo estaba terriblemente mal.
Mis manos, que hasta hacía un momento se sentían seguras en mi bolsillo, ahora buscaban instintivamente el peso familiar de mi cuchillo.
El acero frío contra mis dedos era un consuelo precario, una pequeña promesa de defensa en medio de la creciente inquietud.
Avancé con cautela por el apartamento, mis sentidos agudizados al máximo. Cada crujido del suelo bajo mis pies, cada sombra que danzaba en la penumbra, me ponía en guardia. Mis ojos escudriñaban cada rincón, mi olfato tratando de captar cualquier aroma ajeno, cualquier señal de intrusión.
—¿Chicas? ¿Están en casa?— mi voz era un susurro tenso, cada sílaba cargada de aprensión. El silencio me respondía.
El instinto primario se apoderó de mí, borrando el miedo y dejando solo la furia y la necesidad de proteger. Me asomé por la ventana que daba al jardín trasero, un espacio que usualmente era un remanso de paz. Y allí lo vi. Un hombre, saliendo de la penumbra, sus movimientos demasiado fluidos, demasiado rápidos para ser humano.
No necesité más. La adrenalina inundó mi sistema. Salí disparada por la puerta, mi cuerpo transformándose casi por completo en la agilidad salvaje de mi naturaleza loba. Él me vio, y sus ojos brillaron con una intensidad que me confirmó mis sospechas. Corrió. Y yo, con él.
Mi poder se activó, una fuerza ancestral que me impulsaba, que me hacía sentir parte del viento, de la tierra. Corrí tras él, cada zancada una declaración de guerra. El bosque que rodeaba el apartamento se convirtió en nuestro campo de batalla, las sombras cómplices de nuestra persecución.
Tras lo que pareció una eternidad, lo alcancé. Mi velocidad, mi ferocidad, eran superiores. Lo acorralé contra un viejo roble, mi cuerpo tenso, y mi aliento agitado pero firme. El cuchillo, mi fiel compañero, se deslizó de mi bolsillo y ahora apuntaba a su cuello, el acero frío reflejando la escasa luz.
—¿Quién eres y dónde están ellas?— mi voz era un gruñido bajo, cargado de furia contenida. Mis ojos, ahora más penetrantes que nunca, lo taladraban, buscando la verdad en su mirada.
Él jadeaba, su pecho subiendo y bajando con rapidez. La sorpresa y el miedo se reflejaban en su rostro.
—Solo recibo órdenes— su voz era ronca, tensa. —Me envió Bruno a recogerlas. Están con él—
Bruno. El nombre resonó en mi mente como una campana fúnebre. No era Kaiden directamente, pero sí uno de sus hombres de confianza, alguien que obedecía sus órdenes sin cuestionar. Y si Bruno las tenía, significaba que Kaiden estaba detrás de esto.
La amenaza de mi cuchillo no flaqueó. —¿Bruno? ¿Y dónde está él con ellas?—
—Al otro lado de las afueras de la ciudad—
—Vamos. Me vas a llevar— lo tiro al suelo y lo amarro con la coleta que traía en mi cabello, uso estas para una ocasión como está.
Ahora nos encontramos yendo al lugar donde están. Enfrentaré está situación de una vez por todas...