Idealizado es una novela juvenil que narra la vida de Elena, una adolescente atrapada en un hogar marcado por la violencia doméstica y el abuso psicológico de su padre. A través de su amistad con Carla, un breve romance con Lucas y su propio proceso de resiliencia, Elena enfrenta el dolor, la pérdida de su madre y la búsqueda de justicia. Con un estilo emotivo y crudo, la historia explora temas de empoderamiento, superación y la lucha contra el silencio, culminando en un mensaje de esperanza y amor propio.
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A Pesar del Silencio
Elena despertó con una mezcla rara entre paz y ansiedad. Afuera, el cielo de domingo tenía ese gris apagado que no sabés si va a terminar en lluvia o simplemente en más silencio. Se quedó unos segundos en la cama, abrazada a la almohada, todavía saboreando la emoción de la noche anterior. El recuerdo de Lucas, de sus palabras, de su risa, la envolvía como un abrigo invisible.
Se sentó en la cama. Tenía el cabello enredado, los ojos aún pesados. Escuchó el ruido de la loza en la cocina: su mamá ya estaba despierta, como siempre. No sabía cómo hacía. Siempre la encontraba haciendo algo, como si su cuerpo nunca pudiera permitirse descansar del todo.
Se puso una remera vieja y bajó descalza. El olor a café y pan tostado la recibió como una caricia.
—Buen día —murmuró, con una sonrisita tímida.
Su madre giró desde la cocina y le respondió con otra sonrisa. No preguntó nada enseguida. Sirvió dos tazas de café, puso unas tostadas con manteca y mermelada en un plato, y se sentó con ella en la mesa.
—Dormiste tarde, ¿eh?
Elena asintió, con la mirada medio baja.
—Fui a la fiesta.
Su madre no se sobresaltó. La miró un momento y asintió con calma.
—Lo se hija.
—¿Te enojaste?
—No —respondió con honestidad—. Solo me preocupé. Pero también entiendo. Yo también quise escaparme muchas veces.
Elena sonrió. Tomó un sorbo de café.
—Fue una linda noche. Me sentí libre. Como si… por un rato, pudiera ser yo sin miedo.
—¿Y qué te lo impide acá? —preguntó su mamá, con suavidad.
—No sé… él, supongo. Esta casa. A veces siento que camino en puntas de pie todo el día para que nada explote.
Su madre bajó la mirada. Apretó la taza entre las manos.
—Yo también camino así —dijo—. Pero no deberías tener que hacerlo vos.
Elena la miró. En esos ojos cansados todavía vivía algo dulce. Algo que dolía también.
—Conocí a alguien —se animó a decir, con una sonrisa que le nació sola.
La madre alzó las cejas, divertida.
—¿Ah, sí?
—Lucas. Es… diferente. Me escuchó. Me hizo sentir importante, sin exigirme nada.
—Entonces, disfrutá. Pero con los ojos abiertos. No todos los que te hacen sentir especial lo hacen de verdad. Algunos solo saben actuar bien.
—Con él fue real. Lo sentí.
—Entonces cuidalo. Pero sobre todo, cuidate vos. Que nadie te haga sentir menos. Nunca.
Ambas sonrieron. Por un momento, el desayuno se volvió un refugio cálido.
Pero la paz duró poco.
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El portazo del baño quebró el ambiente como una cuchilla. Luego, pasos pesados, gruñidos bajos. Elena y su madre intercambiaron miradas. Ya sabían lo que venía.
—¡¿Dónde mierda está el café?! —rugió la voz de su padre desde la cocina.
La madre se levantó en automático.
—Voy a hacérselo —dijo con voz bajita.
—No tenés que atenderlo como si fueras su sirvienta, má —murmuró Elena.
—No es por él. Es por la paz.
Elena se quedó quieta. Su estómago se revolvió. Y ahí apareció él: desalineado, con la camiseta manchada, los ojos hinchados y la voz cargada de esa agresividad que ya se les hacía cotidiana.
—¿Y vos? —le dijo de golpe a Elena—. ¿Desde cuándo te levantás temprano?
—Voy a salir a caminar un rato.
—¿A caminar? ¿Y desde cuándo sos deportista? Seguro es una excusa para irte a juntar con algún vago. Acá se estudia, nena. No para que andes perdiendo el tiempo por ahí.
Elena lo enfrentó con la mirada, aunque le temblaban las manos.
—Solo quiero despejarme.
—Volvé a tu cuarto.
—Papá...
—¡A tu cuarto, te dije! No quiero andar con nenas rebeldes que después lloran cuando las cosas salen mal.
—¡Basta! —saltó su madre—. ¡No le hables así! Solo va a salir un rato, no está haciendo nada malo.
—¿Nada malo? ¡Claro, vos la criás blanda! Después no llores cuando la veas embarazada a los dieciséis.
—¡No hables así de ella!
—¡Hablo como un padre que no quiere una hija en cualquiera! Mirate vos, cómo la criaste. Con esa carita de mosquita muerta y vete a saber qué anda haciendo por ahí.
Elena ya estaba subiendo las escaleras, tragándose las lágrimas como podía. Cada palabra la lastimaba, pero lo que más dolía era el rostro de su madre: tratando de defenderla, pero apagándose con cada grito.
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En su cuarto, cerró la puerta con firmeza. Se tiró al piso, como tantas veces, buscando un rincón donde respirar sin que le duela. Se sacó los auriculares del bolsillo y puso su música. Aunque el volumen estuviera bajo, aunque todavía se escucharan las voces de abajo, necesitaba esa burbuja, ese mínimo espacio donde el ruido no entrara.
Abrió su cuaderno.
Ese cuaderno tenía dibujos, cartas que nunca envió, frases que se le ocurrían cuando no podía dormir. Era su lugar seguro.
Tomó su marcador negro y escribió, con el corazón latiéndole en la garganta:
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“Esta casa no me contiene. Me ahoga.
Este no es mi hogar, es un campo de minas donde tengo que medir cada paso.
No quiero seguir fingiendo. No quiero seguir callando.
Quiero salir. Volar. Respirar aire nuevo.
Quiero que mi mamá sepa que no está sola. Que yo la veo. Que cuando él la apaga, yo la abrazo con los ojos.
Y a vos, que me gritás para sentirte fuerte: no me vas a romper.
Ser mi padre no te da derecho a maltratarme.
Nadie tiene derecho.
Ni la sangre, ni el apellido, ni las paredes compartidas te dan permiso para herirme.
Yo no soy menos por ser mujer.
Ni soy tonta por querer algo distinto.
Y si estás leyendo esto y te sentís como yo, acordate:
NO te acostumbres.
NO te calles.
NO es tu culpa.
Y si algún día salgo de este infierno…
no voy a mirar atrás.”
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Elena cerró el cuaderno. Apoyó la frente sobre sus rodillas. No lloró. Ya no. Las lágrimas se las había llorado hace rato. Ahora solo quedaba eso: la certeza de que algún día iba a ser libre.
Y que cuando llegara ese día, nadie más le iba a gritar. Nadie más iba a callarla.