Corazón Dominante

Desde el momento en que nacemos, la mayoría de las personas reciben un nombre. Es lo primero que nos identifica y es una prueba de que pertenecemos a alguien Además, los padres dan amor y cariño a sus hijos donde los acurrucan en sus brazos y prometen protegerlos.

Ese no fue mi caso.

Crecí sin recuerdos de mis padres y sin una historia que contar. Solo tenía una nota descuidada que la directora guardaba con indiferencia: “Cuídelo por mí”. Tres palabras escritas sin emoción. Sin un nombre, sin una despedida y sin la más mínima señal de preocupación. ¿Qué se supone que debía significar eso? ¿Qué fui un estorbo del que alguien quiso deshacerse así de fácil? ¿Qué mi existencia no valía lo suficiente como para recibir un simple nombre?

En el orfanato, no éramos niños, sino números. Yo era el 251. Una cifra más en una lista interminable. No había identidad de cariño, solo un sistema frío y cruel. El hambre era una sombra constante, mi cuerpo era delgado y cada enfermedad me golpeaba con fuerza, como si en cualquier momento pudiera romperme. Pero eso no era lo peor, sino los golpes. Los más fuertes se desquitaban con los débiles. En ese tiempo podría describirme como un cristal que podía quebrarse con un simple empujón.

Además, era un blanco fácil y me lo hicieron saber con cada puñetazo, con cada patada y con cada herida que nunca terminaba de sanar del todo. Aún tengo cicatrices que me recuerdan esos días. Las palizas continuaron una y otra vez, pero aprendí. Aprendí a no llorar, a no mostrar miedo y a levantarme aunque mi cuerpo doliera.

Entonces llegó el día en que mi segundo género se manifestó. Para sorpresa de todos, era un alfa débil y enfermizo… pero no cualquiera, sino un dominante. Una anomalía que nadie quería en ese lugar y más aún en el revuelo que causó en la sociedad con sus apariciones. Me echaron como si fuera una basura. Dijeron que no iban a gastar recursos en un fenómeno.

Con solo seis años, terminé en la calle, sin techo y ni un futuro. Aprendí a robar para sobrevivir y a esconderme en cualquier rincón para evitar a los adultos que veían a un niño solitario como una molestia. Peleé hasta con perros callejeros por un trazo de pan y me aferré a la vida con todo lo que tenía.

Vagué por distintos lugares, desplazándome de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo. Durante los inviernos, me refugiaba donde podía, abrazándome a mí mismo para no morir congelado. Siempre que encontraba un río, me sumergía en sus aguas para mantenerme limpio. Sabía que si enfermaba, no habría nadie que me ayudara. Mi ropa se volvía harapos con el tiempo, así que cuando no quedaba otra opción, robaba ropa de los tendederos en las casas.

Para ser solo un niño, mi vida fue una aventura… una cruel y despiadada. Eventualmente, desperté en un país extranjero. No sé cómo llegué allí. Tal vez alguien me metió en un tren mientras dormía o simplemente me perdí en el camino. Lo único que sabía era que la gente hablaba de una forma completamente distinta y no entendía ni una sola palabra.

Tuve que empezar de cero. Observé con atención sus gestos, escuché cada conversación e intenté imitar lo que decían. Al principio, solo repetía sonidos sin sentido, pero poco a poco fui comprendiendo. Con el tiempo, las palabras dejaron de ser un misterio y cuando aprendí a leer, todo fue más sencillo. No tuve a nadie que me enseñara, solo tenía mi instinto y mi determinación.

Fue entonces cuando conseguí mi primer trabajo vendiendo periódicos. Caminaba por las calles sin descanso, gritando frases llamativas para convencer a la gente de comprar. Si vendía lo suficiente, podía comer. Aprendí a leer mejor a través de los titulares y con cada edición nueva, mi comprensión del idioma mejoraba. Me hice conocido entre los vendedores callejeros, algunas me veían con simpatía y otros con envidia por mi energía inagotable.

El hambre… siempre odié esa sensación desde el orfanato. Me prometí a mi mismo que, sin importar lo que pasara, nunca más pasaría hambre. La salud es lo más importante, porque si no estás bien, no puedes hacer nada en la vida.

Pero aún me faltaba algo. Un nombre. “251” no significaba nada. Era solo una sombra del pasado que no quería cargar. Pero un nombre… un nombre podía darme una identidad que yo mismo escogería.

Un día, mientras recorría la ciudad vendiendo como de costumbre, me detuve frente a una tienda de electrónicos. En las pantallas de los televisores en exhibición, un hombre hablaba con una seguridad que jamás había visto antes. Transmitía una determinación inquebrantable, como si supiera que el mundo entero estaba a su alcance. Y entonces, dijo una frase que se grabó en mi mente:

“Only those who persevere will have the life of their dreams”.

Me sentí identificado con esa frase y desde ese día, deje de ser un número y me convertí en Christopher.

Los días en la calle me llevaron a conocer a muchas personas, algunas con buenas intenciones y otras no tanto. Pero entre todas ellas, hubo una que dejó una marca imborrable en mi vida. Era un beta mayor, de aspecto descuidado y ropa gastada, alguien que, al igual que yo, había convertido la calle en su hogar. Su forma de sobrevivir era distinta a la mía: tocaba la guitarra y cantaba en plazas y parques, dejando que la música hablara por él.

Por alguna razón, me enseñó a tocar. No solo a hacer sonar las cuerdas, sino a sentir la música y a entender que era más que un sonido: era una forma de expresar lo que a veces las palabras no podían. A su lado, por primera vez, no me sentí completamente solo. Pero la calle no es un lugar amable para nadie y la muerte no hace excepciones. Un día, simplemente no despertó. Se fue sin despedirse, dejando atrás una de las pocas conexiones que había tenido en mi vida.

Antes de morir, me entregó su guitarra con una sonrisa cansada, como si ya supiera que su tiempo se estaba agotando. Sus últimas palabras quedaron grabadas en mi memoria:

—This will help you move forward… it will ease you sorrows…

En aquel momento, no entendí del todo lo que quiso decir, pero con el tiempo lo hice. Porque cuando toqué esas cuerdas, cuando dejé que la música fluyera, sentí algo diferente. No era solo un instrumento, era un refugio, una forma de conectar con algo más allá del dolor.

Desde entonces, además de vender periódicos, comencé a tocar y cantar en parques y plazas, igual que él. Al principio, no sabía si lo hacía bien o mal, pero la gente se detenía a escucharme. Algunos sonreían, otros se quedaban un rato disfrutando de la melodía y, de vez en cuando, alguien dejaba unas monedas en mi gorra. No era solo el dinero lo que importaba, era la sensación de que, por primera vez, tenía algo que ofrecer al mundo. Fue en ese momento cuando nació un sueño en mí: quería ser cantante.

La vida, que hasta entonces había sido una lucha constante, comenzó a darme pequeños destellos de esperanza. Tal vez, si seguía adelante, si no me rendía, una puerta se abriría para mí.

Y así fue.

A los diez años, cuando ya había dejado de esperar milagros, la oportunidad apareció de la forma más inesperada.

Aquel día lo recuerdo con claridad. Estaba en una esquina concurrida, tocando la guitarra y cantando sobre el bullicio de la ciudad. No esperaba nada, solo hacía lo que sabía hacer: seguir adelante. Pero entonces, una mujer se detuvo frente a mí.

No tenía la mirada de quienes solo sentían lástima ni la curiosidad pasajera de los que se preguntaban qué hacía un niño solo en la calle. Su mirada fue distinta y más profunda.

Cuando terminé mi canción y me disponía a marcharme, ella se acercó. Se agachó a mi altura y, con una voz cálida, me preguntó:

—What´s your name, little one?

No dudé en responder.

—I´m Christopher.

Ella sonrió, como si entendiera algo que yo no. Luego, con una seguridad que me desconcertó, me tendió la mano y dijo algo que nunca imaginé escuchar:

—I want you to be my son.

Me quedé en silencio. Nadie en mi vida me había dicho algo así. Nadie me había mirado con tanta certeza, como si realmente creyera que yo debía ser parte de su familia. Sujeté con fuerza la guitarra de mi viejo amigo, sintiendo el peso de sus palabras en mi pecho.