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Idealizado

Idealizado

Status: Terminada
Genre:Elección equivocada / Completas
Popularitas:1.7k
Nilai: 5
nombre de autor: criis jara

Idealizado es una novela juvenil que narra la vida de Elena, una adolescente atrapada en un hogar marcado por la violencia doméstica y el abuso psicológico de su padre. A través de su amistad con Carla, un breve romance con Lucas y su propio proceso de resiliencia, Elena enfrenta el dolor, la pérdida de su madre y la búsqueda de justicia. Con un estilo emotivo y crudo, la historia explora temas de empoderamiento, superación y la lucha contra el silencio, culminando en un mensaje de esperanza y amor propio.

NovelToon tiene autorización de criis jara para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Rumbo al pasado

Habían pasado unos meses desde que la vida de Elena dio un giro irreversible. El colegio seguía su curso, las clases eran las mismas, los profesores también… pero nada en ella era igual.

Al salir esa tarde, el sol caía lento sobre el patio del colegio. Carla caminaba a su lado como lo hacía desde entonces: firme, presente, más hermana que amiga. Cruzaron la reja sin hablar demasiado. Las palabras entre ellas, muchas veces, sobraban.

El auto negro las esperaba estacionado en la esquina. El chofer bajó para abrir la puerta.

—A casa, por favor —dijo Elena, al acomodarse en el asiento trasero.

Pero justo antes de que el auto arrancara, el celular de Chófer vibró. La pantalla se iluminó con un número desconocido. Atendió con rapidez, escuchó en silencio, y luego colgó sin decir una palabra.

Elena alzó una ceja.

—¿Y bien?

Carla la miró, seria por un instante…

—Ya lo encontraron dijo el chófer. Está en otra provincia. No dio nombre falso. Se hacía pasar por otra persona, pero ya está.

Elena sonrió. No con dulzura, sino con una calma filosa.

—Entonces hay trabajo que hacer.

Volvió la vista al frente, como quien se prepara para una batalla que ya tiene ganada. Luego miró a Carla, que le sostuvo la mirada con la misma energía.

—Allá vamos, infeliz —dijo Elena, con una mueca cargada de ironía.

Y ambas se rieron, mientras el auto arrancaba dejando atrás el colegio. El juego había cambiado. Esta vez, era ella quien marcaba las reglas.

Después de varias horas de viaje, el auto se detuvo lentamente frente a un sendero arbolado. Las hojas anaranjadas caían como si el otoño hubiese decidido acompañarlas en silencio. Carla y Elena iban en el asiento trasero; el chófer en el volante mantenía el motor encendido, sin decir una palabra.

—Es acá —dijo Carla, bajando la voz casi por instinto.

Frente a ellas, un camino angosto se extendía, como salido de una postal antigua. La brisa movía las ramas, y el crujido de las hojas secas bajo los neumáticos era lo único que rompía el silencio.

Pasaron unos minutos, y entonces... aparecieron.

Una pareja caminaba de la mano, seguidos por un niño de unos cinco años que iba dando saltitos entre las hojas, como si jugara a no pisar las líneas invisibles del suelo. El hombre reía. La mujer le hablaba al niño con dulzura. El cuadro era perfecto. Demasiado perfecto.

Pero lo que a otros les parecería tierno, para Elena fue una puñalada seca.

—Es él —susurró, helada.

El corazón le latía en los oídos, no por nervios, sino por el sabor agrio de la traición. Se quedó mirándolos unos segundos más mientras se alejaban lentamente por el sendero, como si fueran parte de una película que ella nunca eligió ver.

Abrió la puerta del auto y bajó.

El crujido de las hojas bajo sus botas pareció resonar más fuerte de lo normal. Se quedó parada, quieta, mirando cómo el hombre que la arruinó… ahora sonreía como si nunca hubiese hecho daño.

Como si su madre nunca hubiese existido.

Como si él mismo no la hubiera dejado rota y sola.

Elena sintió que algo dentro de ella se comprimía. No era rabia, no era tristeza… era una mezcla cruel que no tenía nombre.

Carla bajó apenas para mirarla.

—¿Estás bien?

Elena no respondió. Solo negó con la cabeza muy levemente, mientras tragaba saliva.

Después de unos segundos, subió de nuevo al auto sin mirar atrás.

—Vamos —dijo con voz firme, seca.

El chofer arrancó sin preguntar.

Carla se giró hacia ella, pero no dijo nada. No era necesario. El silencio dolía más que cualquier palabra.

Elena se quedó viendo por la ventanilla todo el camino, mientras el auto avanzaba hacia la casa que su padre había construido con otra familia, como si el pasado nunca hubiera existido.

Pero ella estaba ahí para recordárselo.

...----------------...

Unas horas después, la casa permanecía en un silencio tenso. Las luces apagadas, las ventanas tapadas y cada sombra parecía contener la respiración. Carla, el chófer y Elena estaban ocultos, esperando. Nadie hablaba. Ni un susurro. Solo el tic-tac del reloj colgado en la cocina servía como recordatorio de que el momento se acercaba.

Y entonces… el ruido.

La puerta principal se abrió.

Pasos, voces. Risas.

La voz de él. Inconfundible. La misma voz que antes gritaba y humillaba, ahora sonaba cálida, familiar… como si nada.

—¡Quieto! —gritó el chófer desde la sala, apuntándole directamente con un arma. El hombre se paralizó. La sonrisa se le borró en un segundo.

—¿Qué es esto? ¿Qué…? —balbuceó, hasta que vio a Elena salir de la sombra.

Su rostro se desfiguró de miedo.

—Hola, papi.

La mujer que lo acompañaba soltó un chillido, pero uno de los hombres del equipo del chófer la hizo callar de inmediato. El niño empezó a llorar asustado, sin entender.

—No... ¡no le hagan nada al nene, por favor! —suplicó la mujer, temblando.

Elena se adelantó. Con una firmeza sorprendente, se arrodilló frente al pequeño.

—Tranquilo, ya va a pasar —le dijo con voz dulce. Él sollozaba bajito, como un gatito asustado. Elena lo tomó en brazos y lo levantó con cuidado.

—¿Qué vas a hacer? ¡Es solo un niño! ¡Es inocente! —gritó la mujer, casi al borde de un colapso.

—Lo sé —dijo Elena sin mirarla—. Justamente por eso.

Mientras los demás contenían a los adultos, Elena subió por las escaleras con el niño temblando contra su pecho. Entró a la que parecía ser su habitación: juguetes por todos lados, una cama con sábanas de dinosaurios y una lámpara con forma de estrella.

—Vamos a jugar a que dormimos, ¿sí? —le susurró, mientras lo acostaba y lo tapaba con una manta.

—¿Dónde está mi mamá? —preguntó entre lágrimas.

—Está bien. Todo estará bien. Solo dormí, campeón. Te voy a cuidar.

Y el nene, confiado por el tono maternal de Elena, se quedó quieto.

Ella lo miró unos segundos, sin saber si sentir rabia o ternura. No era su culpa haber nacido de alguien tan despreciable.

Cerró la puerta con cuidado. Cuando bajó, su rostro ya no mostraba suavidad. Había vuelto a ser la Elena que no perdonaba.

La sala estaba en penumbra, iluminada solo por una lámpara tenue del rincón. El hombre estaba atado a una silla, manos detrás, tobillos amarrados con fuerza, la boca cubierta por una cinta plateada que apenas le dejaba respirar. Sudaba frío, los ojos desorbitados. Ya no quedaba nada del patriarca arrogante, del macho dominante que una vez controló todo con gritos y puños.

Elena se acercó despacio. Tenía un arma en la mano, y con la otra sostenía una copa con un poco de vino. Tomó un sorbo, luego se relamió los labios con una sonrisa burlona.

—Hola, papi... —dijo, mientras caminaba a su alrededor—. ¿Me extrañaste?

Se agachó a su altura y apoyó la pistola suavemente en su mejilla. El hombre giró la cara, pero ella no se lo permitió. Lo obligó a mirarla.

—¿No me vas a saludar? —le dijo con fingida ternura—. Pensé que estarías feliz de verme. ¿No eras vos el que decía que no hay nada más fuerte que la familia? —Acercó el cañón del arma a su cuello—. Bueno... vine a hacerte una visita familiar.

El padre forcejeó un poco en la silla, pero no tenía escapatoria. La cinta en su boca lo mantenía callado, y los ojos gritaban más que cualquier palabra.

Elena se alejó unos pasos, caminando lenta, elegante, como si estuviera en una pasarela. Se detuvo frente a la mujer, atada también en otra silla, nerviosa, temblando, pero sin ataduras en la boca.

—Ella no tiene la culpa —murmuró Carla desde el fondo, preocupada. Pero Elena levantó una mano, silenciándola.

—Lo sé —dijo en voz baja—. Por ahora.

Luego, giró de golpe y apuntó a la mujer con el arma. Fue ahí cuando su padre se retorció con fuerza, lanzó un sonido desesperado bajo la cinta, los ojos suplicantes. Intentaba hablar. Desesperado.

Elena giró la cabeza lentamente hacia él, como si hubiera escuchado algo curioso.

—¿A ver? ¿Querés decirme algo, papi?

Se acercó. Le arrancó la cinta con un tirón seco. El hombre jadeó con fuerza, escupió al suelo.

—¡Por favor, no le hagas nada a ella ni al nene! ¡No tienen nada que ver!

Elena sonrió con desprecio.

—¡Ah! ¡Mirá vos! ¡Hablás! —le gritó de golpe, con una carcajada burlona—. ¿Dónde quedó ese macho que me decía que estaba fea? ¿El que trataba a mi mamá como basura? ¿Dónde está ese que me gritaba que era una inútil?

Se inclinó hasta su oído y susurró:

—No sabés cuántas veces soñé con este momento.

Luego, le pasó el arma por el pecho, lento, con un temblor tan suave que era casi sensual. Después le acarició la cara con la punta, como si se tratara de una caricia. Él temblaba. Cada fibra de su cuerpo lo delataba.

—¿Qué se siente saber que ya no tenés poder? —dijo con tono ácido—. Que la hija que vos hiciste pedazos está de pie... y vos no.

El silencio era denso, pesado. Carla miraba desde atrás, sabiendo que ese momento no era suyo.

—¿Creés en el infierno, papá? —preguntó Elena al fin, con voz quebrada.

Él no respondió.

—Yo sí —susurró—. Porque lo viví. Y vos eras el diablo.

Elena se quedó mirándolo unos segundos, y aunque el arma aún estaba en su mano, no temblaba. Lo tenía en sus manos... y no necesitaba disparar.

El verdadero castigo recién empezaba.

Elena miró a Carla de reojo, se acercó despacio y le susurró al oído con una calma peligrosa:

—Ve con el nene. Jugá con él, hacelo gritar... Que parezca que algo le pasa. Que parezca que está en peligro.

Carla la miró, con los ojos bien abiertos. Dudó un segundo, pero la firmeza en la mirada de Elena la hizo asentir. Caminó hacia dónde estaba el niño y, con voz suave, dijo:

—Ey, campeón… ¿querés jugar a los monstruos? Yo soy el malo… ¡y vos tenés que gritar bien fuerte para que no te atrape!

El nene dudó, pero la sonrisa dulce de Carla y sus gestos exagerados lo convencieron. Al segundo gritaba entre risas fingidas mientras corría por el pasillo.

Dentro del salón, el padre de Elena se removió con violencia en la silla.

—¿Qué le están haciendo? —bramó con voz temblorosa— ¡¿Qué le están haciendo al nene?!

Elena se agachó frente a él. Apoyó el arma sobre su muslo y, con una sonrisa torcida, le acarició la mejilla con la punta de los dedos.

—¿Duele, papi? ¿Duele pensar que pueden estar lastimando a alguien que querés?

Él intentó moverse, forcejear. La impotencia le hervía en la piel.

—¡No! ¡No lo toquen! ¡Déjenlo!

—Ah, ahora te importa lo que le pase a alguien, ¿no? Qué tierno —dijo Elena con sarcasmo.

El hombre sudaba. La angustia se le escapaba por los ojos. Los gritos del niño seguían de fondo, como una melodía distorsionada del infierno.

—Lo que vos sentís ahora —dijo Elena, acercándose más— es una parte chiquita de lo que mamá sintió cada día contigo. Es una gota del océano de miedo que vivió en esta casa. Y vos lo sabías. Vos lo hacías.

El padre apretó los dientes. Intentaba negar con la cabeza, pero no podía sostener la mirada.

—¿Y sabés qué es lo peor? —continuó Elena, con la voz grave y contenida— Que tu castigo real no va a ser esta noche, ni esta arma. Tu castigo va a ser perder todo lo que tenías, como nos hiciste perder a nosotras.

Ella se enderezó, con el arma aún en la mano, mientras los gritos del niño seguían afuera como una cuerda que apretaba el alma del padre.

—Ahora sí, papi… ¿quién es el que llora como nena?

Los gritos del niño aún resonaban a lo lejos, amortiguados por las paredes de aquella casa que ahora era testigo de una verdad que durante años se había escondido bajo la alfombra del miedo.

Elena se acercó nuevamente a su padre, con el arma aún en mano, pero ahora colgando a su costado. No necesitaba levantarla. Su voz era suficiente.

—Decime por qué lo hiciste —susurró, agachándose hasta quedar cara a cara con él—. ¿Por qué la golpeaste?

El hombre no respondió. La vena de su cuello palpitaba con violencia. El sudor le corría por la frente. Se notaba el miedo, pero también la cobardía.

—¿Te creías un hombre? ¿Eso te hacía sentir poderoso? —Elena lo miraba como si observara una sombra, un despojo—. ¿Qué te hizo mamá? ¿Qué te hice yo? ¡Hablá!

El silencio fue su única respuesta.

Elena se irguió y caminó en círculos alrededor de él.

—La dejaste tirada, sangrando como si fuera basura. ¿Y todo por qué? Porque se te fue de las manos el poder. Porque mamá se fue una semana de vacaciones y vos no lo soportaste. Porque no eras el centro de todo. ¡Porque se te cayó la máscara!

El padre apretó los puños, aún atado. Su respiración se volvió más pesada. Apenas pudo balbucear:

—Yo… estaba… harto.

Elena se frenó en seco. Lo miró.

—¿Harto? —repitió con una risa amarga—. ¿Harto de qué? ¿De que alguien no te obedeciera? ¿De no sentirte dios en tu propia casa?

—Ella me humillaba —soltó con rabia contenida—. Me trataba como un inútil. Como si no valiera nada.

Elena lo observó en silencio, pero sus ojos ardían.

—¿Y por eso la mataste?

El hombre intentó hablar, pero no pudo sostener la verdad.

—No fue mi culpa… —murmuró—. Ella… me sacaba. Me provocaba. Siempre lo hacía.

Un silencio espeso llenó la sala.

Elena se inclinó, le acercó el arma al rostro y le susurró:

—Te escuchás, ¿no? Como todos los cobardes. Como todos los asesinos que necesitan culpar a la víctima para no sentirse tan monstruos.

Él no contestó. Bajó la cabeza. Se quebraba por dentro.

—Ella te amaba, ¿sabías? Hasta el último segundo. Hasta cuando ya no podía ni hablar, me decía que no te odiara. Que no me llenara de lo mismo que vos llevás en el alma. Pero es tarde, papi. Tarde.

Elena retrocedió. Los gritos del niño habían cesado. Carla se asomó al pasillo, nerviosa.

—¿Elena?

Ella respiró hondo, tragó saliva, y sin girar la cabeza, respondió:

—Ya casi termino.

Volvió a mirar a su padre. Su voz, ahora más baja, más rota:

—Quiero que sepas… que no voy a parar hasta que pagues. No solo por lo que hiciste esa noche. Sino por cada noche de miedo, por cada silencio, por cada lágrima que le robaste a mamá. Por todo eso… y por mí.

Elena se acercaba paso a paso. El arma en sus manos temblaba apenas, pero su mirada era fija, como si nada más existiera. El rostro de su padre, desencajado, sudaba. Tragó saliva. Por primera vez en mucho tiempo, supo lo que era el miedo de verdad.

Elena quedó a un solo paso de él. Levantó el arma. Apuntó directamente a su frente.

—¿Te creés valiente ahora? —susurró—. ¿Listo para enfrentar el infierno que sembraste?

Y, sin más, apretó el gatillo.

Click.

Un chasquido seco. Nada más.

El silencio se volvió más estruendoso que un disparo. El padre la miró, paralizado, sin entender.

Elena se rió. No con alegría, sino con esa risa seca de quien gana sin ensuciarse.

—Tranquilo, papi. ¿De verdad pensaste que te iba a dar el privilegio de escaparte así de fácil? —bajó el arma y la soltó sobre la mesa—. Era de juguete. Igual que vos. Un juguete roto.

El hombre resopló, aliviado, pero con la humillación brotando por los poros.

—No te preocupes —agregó Elena, caminando hacia la otra mujer, aún amordazada—. A vos nadie te va a hacer daño.

Le quitó la cinta de la boca y le cortó las ataduras. La mujer, temblando, no dijo nada. Solo abrazó al niño que Carla había llevado con cuidado a la puerta.

—Corré —le dijo Elena—. Y no mires atrás.

La mujer salió con su hijo en brazos, sin decir palabra. Las lágrimas hablaban por ella.

Elena volvió con su padre. Él la miraba con los ojos llenos de odio.

—¿Pensaste que ibas a escapar? ¿Que podías empezar una nueva vida sin pagar por la que arruinaste?

Sacó su celular del bolsillo, lo mostró.

—Grabado. Todo. Tu voz. Tu confesión. Tus excusas patéticas.

Marcó un número.

—Policía. Tenemos a un agresor prófugo. Responsable de violencia doméstica y homicidio. Lo tengo conmigo. Tengo pruebas. Vengan ya.

El padre intentó forcejear, pero estaba atado. Gritó insultos. Amenazas.

—Tu palabra ya no vale nada —le dijo Elena con calma—. Y no importa cuánto grites. Lo único que vas a escuchar ahora… es el ruido de una celda cerrándose.

Poco después, las sirenas se escucharon a lo lejos. Carla se acercó por detrás, tocándole suavemente el hombro.

—¿Estás segura?

—Nunca estuve tan segura de algo —respondió Elena, mientras observaba por la ventana cómo llegaban los patrulleros.

Y así, con el rostro en alto, los ojos firmes y el corazón latiendo con fuerza, Elena cerró uno de los capítulos más oscuros de su vida.

Pero no el último.

1
Blanca Ordaz
muy buena trama hermoso mensaje de amo y supervivencia felicidades por esta hermosa novela de aprendizaje
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