En un mundo donde zombis, monstruos y poderes sobrenaturales son el pan de cada día... Martina... o Sasha como se llamaba en su anterior vida es enviada a un mundo Apocaliptico para sobrevivir...
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capítulo 22
Karl pasó los dedos por el borde de los estantes, palpando los lomos de los libros en busca de algo que sobresaliera o hiciera clic. Martina, con el ceño fruncido, se inclinó junto a él, mientras Diego usaba la linterna de su reloj para iluminar cada rincón.
Rebeca, en cambio, observaba con los brazos cruzados.
—No creo que funcione como en las películas —dijo, aunque su tono no era del todo incrédulo.
—Calla y ayúdanos —gruñó Diego.
Karl se detuvo ante un libro forrado en cuero gastado, sin título visible. Lo empujó ligeramente, pero no pasó nada. Entonces lo inclinó hacia un lado... y se escuchó un clic.
Un leve temblor recorrió el estante. Con un crujido seco, el librero se separó lentamente de la pared, revelando una abertura oscura y estrecha.
Martina contuvo el aliento.
—¿Un pasadizo?
—Parece que sí —murmuró Rebeca, ahora tan fascinada como los demás.
Del interior salió una ráfaga de aire viciado, cargado de polvo y algo más… un olor metálico, como de óxido o sangre antigua.
Karl tomó una linterna del escritorio y apuntó hacia el interior. El pasillo descendía ligeramente, con paredes de piedra cubiertas de humedad y telarañas.
—¿Qué demonios es esto? —susurró Diego.
—Una parte del refugio que no conocíamos —respondió Martina con voz baja y tensa—. O que alguien se encargó de ocultar.
—¿Crees que el mensaje de radio venga de ahí? —preguntó Karl.
Martina asintió lentamente.
—No hay otra fuente de sonido. Y si ese radio está encendido... alguien, o algo, lo mantiene con energía.
El silencio se volvió denso. Nadie quería decir lo obvio: entrar en ese pasadizo podía significar muchas cosas… y ninguna parecía buena.
Martina se enderezó, tomó una linterna y, sin vacilar, dijo:
—Vamos.
—¿Ahora? —dudó Rebeca—. ¿No deberíamos esperar al amanecer? O al menos avisar al resto…
—Si alguien está pidiendo ayuda, no podemos esperar. Y si no es alguien... sino algo... mejor saberlo ya, antes de que nos sorprenda a nosotros.
Diego asintió. Karl tragó saliva, pero no retrocedió. Rebeca resopló, resignada, y desenfundó su cuchillo.
Uno a uno, comenzaron a descender por el pasillo oculto, las luces de sus linternas oscilando con cada paso. A medida que bajaban, el aire se hacía más frío, más espeso, más cargado de tensión.
Y en medio de ese silencio subterráneo, el radio volvió a sonar:
—¿Me oyen...? Estoy atrapado... por favor… si alguien escucha esto…
Martina apretó la mandíbula. El mensaje no era grabado. Era una voz humana. Viva.
—Vamos —susurró—. Rápido, pero en silencio.
Y desaparecieron entre las sombras.
El pasadizo descendía varios metros, los pasos amortiguados por la humedad del suelo. Al llegar al final, una pesada puerta metálica bloqueaba el camino. Martina tanteó el panel al lado… y, sorprendentemente, aún funcionaba. Introdujo un código improvisado —0000— y, para su asombro, se escuchó un clic.
La puerta se abrió con un quejido mecánico, revelando un enorme laboratorio subterráneo, completamente funcional.
Las linternas dejaron de ser necesarias. Luces fluorescentes se encendieron en el techo, parpadeando unos segundos antes de estabilizarse. La habitación estaba llena de equipos tecnológicos: microscopios, centrifugadoras, refrigeradores de muestras, computadoras encendidas, pantallas mostrando datos en tiempo real. A un costado, varias camas de hospital yacían alineadas, algunas con sábanas dobladas, otras con signos de haber sido usadas.
En el centro, sobre una mesa de trabajo de acero, estaba el radio.
—¿Pero qué…? —susurró Rebeca.
Martina dio un paso al frente, boquiabierta. Reconocía todo: las marcas, las configuraciones. Había crecido entre aquel tipo de máquinas.
—Esto… esto es de ellos —dijo con la voz quebrada—. De mis padres. Y de los de Mike. Sabía que trabajaban para el gobierno, sí… pero jamás me dijeron que tenían esto aquí.
Diego no pudo contener su entusiasmo. Corrió hacia una de las computadoras, encendiendo la pantalla con rapidez. Sus ojos se iluminaban como si estuviera en Disneylandia.
—¡Mierda, esto es increíble! Hay historiales médicos, análisis químicos, pruebas de tejido, y… ¡autopsias! ¡Esto es una locura! —parecía a punto de explotar de la emoción—. Esto es exactamente lo que necesito para practicar. ¿Ven esto? ¡Incluso hay informes de necropsias comparativas con sujetos alterados genéticamente! ¡Alterados, Martina!
Karl se acercó al radio. Estaba funcionando con una fuente de energía secundaria, una batería interna de alto rendimiento que parecía haber sido reemplazada recientemente. El cableado estaba bien cuidado. Había actividad reciente allí.
—Esto no está abandonado —dijo—. Alguien ha estado aquí hace poco. Tal vez aún esté aquí.
Diego, mientras tanto, ya se había puesto unos guantes quirúrgicos y hojeaba un archivo impreso.
—Martina, escucha esto: “Sujeto B-03 presenta alteraciones celulares compatibles con mutación inducida por radiación combinada con gen modificado…” —levantó la vista, anonadado—. Esto no es solo medicina. Esto es ingeniería genética avanzada.
Martina se sentó al borde de una de las camas, aún en shock.
—Creí que tus padres eran solo científicos aburridos que estudiaban bacterias —dijo Rebeca, caminando con cautela—. Pero esto… esto es un laboratorio de experimentación humana.
—No lo sé… —murmuró Martina. Parte de lo que decía Rebeca era verdad. En la novela que había leído sobre ellos, se mencionaba que ayudaban a encontrar la cura del virus zombi. Pero viendo cómo todo se había ido al demonio… quizás estaban buscando revertir los efectos de las mutaciones.
De pronto, el radio soltó un zumbido... y una voz volvió a escucharse, clara, pero débil:
—Martina… si escuchas esto… por favor, no vengas sola… no confíes en nadie...
La voz de una mujer. Familiar. Cercana.
Martina se levantó de golpe.
—Esa era mi madre.
Martina quedó de pie, inmóvil, con el rostro pálido y los ojos clavados en el radio como si fuera una bomba a punto de estallar.
—¿Estás segura? —preguntó Karl, acercándose con cautela.
—Claro que está segura —intervino Rebeca, con un tono más suave de lo habitual—. Esa voz… sonaba real.
Martina asintió, tragando con dificultad.
—Era ella. Mi mamá. Está viva.
El silencio volvió a apoderarse del laboratorio. Incluso Diego, con los guantes aún puestos y los ojos brillantes por el descubrimiento, se detuvo.
—Pero si está viva —dijo en voz baja—, ¿por qué no ha salido? ¿Por qué envía mensajes desde un radio escondido? ¿Y por qué el mensaje decía que no confiaras en nadie?
La pregunta flotó en el aire como un veneno lento. Martina se giró hacia la puerta por donde habían entrado, como si esperara que algo —o alguien— los estuviera espiando.
—Tal vez está atrapada en otra sección —sugirió Karl—. O tal vez la están reteniendo. Esto no es un laboratorio cualquiera… hay demasiado aquí, demasiado bien conservado.
—O tal vez… —empezó Rebeca, pero se calló al ver el rostro de Martina. No era el momento para teorías conspirativas, aunque todas parecieran posibles.
Martina se dirigió hacia la mesa donde estaba el radio. Lo examinó con manos temblorosas. Había un botón de respuesta. Una línea de comunicación aún abierta. Dudó un segundo… y luego presionó.
—Mamá… soy yo. Soy Martina. Estamos aquí. Te escuchamos. ¿Dónde estás?
Solo hubo estática.
El corazón de Martina latía con fuerza. Volvió a intentarlo.
—Por favor, dime dónde estás. No estoy sola. Estoy con Mike en la casa. Podemos ayudarte.
Unos segundos de silencio… y luego, un chasquido. La misma voz, apenas más fuerte, volvió a hablar:
—Martina… están en el ala oeste… no… no vayan… no todos… hay… hay algo con ellos…
La transmisión se cortó. Un chillido agudo llenó la sala durante un segundo antes de desaparecer por completo.
—¿“Algo con ellos”? —repitió Rebeca en voz baja—. ¿Qué diablos quiso decir con eso?
Martina apretó el botón de nuevo, desesperada, pero esta vez no hubo respuesta.
Diego miró hacia las pantallas que todavía mostraban signos vitales, informes de seguridad y mapas térmicos del complejo.
—Hay movimiento —dijo de repente, señalando uno de los monitores—. En la sección este. Una figura… sola. Es ella. Tiene que ser ella.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Martina, con firmeza—. Si ella está viva, tengo que encontrarla. Y si hay peligro, lo enfrentaremos juntos. Pero no me quedaré sin saber la verdad.
Rebeca suspiró, resignada.
—Lo sabía. Sabía que esto no iba a ser solo un paseo curioso por un sótano olvidado.
—Bien —dijo Diego, ya recogiendo un par de instrumentos que podrían servir como defensa—. Entonces vamos. Pero esta vez, con más cuidado. Quien sea que ande por aquí, no quiere que lo encontremos.
Martina asintió. Y mientras todos se preparaban para adentrarse aún más en los secretos del laboratorio subterráneo, una idea oscura se instaló en su mente:
¿Y si su madre no era prisionera… sino parte de todo aquello?