Lucia Bennett, su vida monótona y tranquila a punto de cambiar.
Rafael Murray, un mafioso terminando en el lugar incorrectamente correcto para refugiarse.
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Capitulo 22
El jardín resplandecía bajo las luces colgantes, las copas tintineaban entre risas forzadas y conversaciones superficiales. Pero Rafael ya no escuchaba nada de eso.
Había observado cada gesto, cada mirada, cada palabra cargada de veneno disfrazada de cortesía. Y, sobre todo, había visto cómo Lucía se mantenía firme, serena, desarmando con elegancia y conocimiento cada intento de humillarla. La intervención sobre el tema de la conservación del patrimonio histórico había dejado en silencio incluso a los más altivos.
—Ven conmigo —le susurró al oído, tomándola de la mano.
Lucía lo miró con curiosidad, pero se dejó guiar sin protestar. Atravesaron un sendero de arbustos perfumados y llegaron hasta una terraza privada, alejada del murmullo del banquete. Desde allí se veía el lago reflejando la luna como un espejo antiguo.
—¿Te pasa algo? —preguntó Lucía, en voz baja.
Rafael se volvió hacia ella, todavía con ese brillo entre molesto y orgulloso en los ojos.
—No soporto cómo te miran —dijo, sin rodeos—. Como si no merecieras estar aquí... y no saben que los dejaste en ridículo con una sola respuesta.
Lucía sonrió con ternura, rozándole el pecho con los dedos.
—No importa cómo me miren ellos, Rafael... yo vine por ti. Y no necesito demostrarle nada a nadie.
Él la abrazó con fuerza, hundiendo el rostro en su cuello.
—Me enloquece cómo eres. No tenés idea.
—Lo sé... —murmuró ella, sonriendo— y eso los enloquece a ellos también.
Rafael soltó una carcajada seca.
—¿Quién diría que la mujer más peligrosa esta noche no lleva pistola?
Lucía alzó la mirada hacia él, divertida y cómplice.
—No necesito una. Estoy con Rafael Murray.
Rafael la besó con pasión, como si ese beso fuera un escudo contra todo el veneno del mundo. Allí, en la penumbra del jardín, se olvidaron por unos minutos de Giorga, de los invitados, de la sangre Murray, y hasta del apellido Rivetti.
Solo eran ellos dos. Por fin, solos.
Rafael deslizó los dedos por la cintura de Lucía, atrayéndola más hacia él. El beso se volvió más lento, más profundo. La brisa jugaba con los mechones sueltos del cabello de ella, y el murmullo del agua a lo lejos parecía marcar el ritmo de la intimidad que crecía entre ellos.
—No quiero volver ahí —susurró él, rozando su frente con la de ella—. Quiero quedarme así, con vos, toda la noche.
—Van a notarlo —respondió Lucía, acariciando su mejilla con dulzura—. Y tu madre... bueno, ya le di suficientes motivos para hablar esta noche.
—Que hable —dijo Rafael, con voz grave—. Lo único que me importa sos vos. Y que estés bien.
Lucía sonrió, tímida, pero no se apartó. Dejó que él la recostara suavemente sobre el diván de mimbre que adornaba la terraza. Sus manos se entrelazaron, y los besos se multiplicaron en la piel desnuda de sus hombros. Rafael la adoraba con la mirada, como si estuviera descubriéndola por primera vez. Y ella, en sus caricias, le daba todas las respuestas que no necesitaban palabras.
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Dentro de la mansión, en el salón más privado de la casa, Matilde se sirvió una copa de vino mientras observaba el jardín desde la ventana, pensativa. Pedro, apoyado contra una estantería con los brazos cruzados, también parecía absorto en sus pensamientos.
—No fue casualidad —dijo Matilde, al fin.
—¿El qué?
—Que todos la miraran. Que hablaran entre dientes. Pero ella... —Matilde giró lentamente la copa entre los dedos— no perdió la calma ni por un segundo. Respondió con inteligencia, con elegancia. No se rebajó a nada.
Pedro asintió, serio.
—Le recordó a algunos aquí que la inteligencia no tiene apellido. Ni origen.
Matilde lo miró de reojo.
—Y sin embargo... no puedo evitar pensar en Giorga. Su madre estuvo sentada en esa misma mesa hace años. Parecía que todo encajaría.
Pedro sonrió con ironía.
—Tal vez encajaba demasiado bien. A veces lo que no encaja es lo que necesitamos.
Matilde bebió un sorbo, en silencio. Luego, dejando la copa en la bandeja con delicadeza, murmuró:
—No sé si me gusta la idea de que Rafael la haya traído... pero tengo que admitir que ella se ganó mi respeto esta noche.
Pedro la miró con atención.
—Entonces tal vez esta vez él sí eligió bien.
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Lucía se acomodó el cabello con los dedos y alisó suavemente su vestido mientras volvían a caminar por el sendero de piedra iluminado por faroles tenues. Rafael no la soltó en ningún momento, su mano firme entrelazada con la de ella, como si temiera que, si lo hacía, el hechizo se rompiera.
Al llegar nuevamente al jardín donde continuaba el banquete, las miradas se posaron en ellos una vez más. Sin embargo, esta vez, Rafael se mostraba aún más protector. La rodeó por la cintura con seguridad y la guio hasta su sitio, donde aún quedaban copas a medio llenar y murmullos que no cesaban.
Lucía sonrió con amabilidad a un par de invitados que se acercaron a comentarle su respuesta anterior durante la charla. Ella respondió con simpleza, sin dar demasiada importancia al asunto. Rafael, en cambio, no podía apartar la vista de ella: su porte natural, su templanza, lo fascinaban.
Pero entre los rostros y las luces, hubo alguien más que no apartó la mirada. Giorga Bianchi, desde un rincón semioculto del jardín, los observaba fijamente. Su copa de vino se mantenía intacta en su mano. El gesto amable que había mostrado durante la cena ya no estaba en su rostro. Había algo más oscuro en su mirada, algo que mezclaba celos, frustración... y determinación.
—Ella no tiene idea de lo que significa estar con un hombre como Rafael Murray —susurró para sí misma.
Pero Giorga no estaba sola en su observación.
A unos metros, entre las sombras del jardín y los muros cubiertos de enredaderas, Enzo no perdía detalle. Vestido de traje oscuro, con una actitud discreta, llevaba una pequeña radio en la muñeca oculta bajo la manga. No hizo movimiento alguno, pero sus ojos seguían cada gesto, cada palabra que escapaba de los labios de Giorga.
Enzo frunció apenas el ceño cuando la vio acercarse a un invitado al azar, riendo como si nada. Pero él sabía lo que había visto: esa mujer no tenía intenciones inocentes. Y si ella creía que estaba jugando sola… estaba muy equivocada.
Sin que nadie lo notara, presionó un pequeño botón en el intercomunicador y dijo en voz baja:
—Tengo a la rubia en visual. Está inquieta… pero no sola.
Desde el otro lado, la respuesta fue clara y directa:
—Seguíla de cerca. Que no se acerque a la señorita.
Enzo asintió apenas, y volvió a fundirse con la oscuridad, como una sombra más entre los invitados.
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Lucía se excusó con una sonrisa amable antes de levantarse de su asiento. Con paso elegante pero tranquilo, se dirigió hacia los baños del interior de la villa, dejando tras de sí una estela de discreta curiosidad entre algunos invitados que todavía la observaban con atención.
Rafael permaneció en su sitio, bebiendo un sorbo de vino mientras sus ojos la seguían hasta que desapareció tras la puerta de mármol blanco.
Fue entonces cuando un hombre mayor, de estatura media, cabello completamente blanco peinado hacia atrás, con gafas y un moño sobrio sobre su camisa de lino, se acercó con paso pausado. Su bastón de madera oscura apenas tocaba el suelo, más por costumbre que por necesidad.
—Rafael —saludó con voz grave pero suave, casi con tono paternal—. ¿Puedo?
—Por supuesto, Don Benito —respondió Rafael, poniéndose de pie con respeto.
El anciano tomó asiento a su lado y clavó su mirada en él, aunque sus ojos parecían ver más allá de la simple fachada de la fiesta. Luego miró en dirección a la villa, por donde Lucía se había ido.
—Una joya. Eso es lo que es —murmuró con tono reflexivo—. Esa muchacha tiene algo que muchos aquí no entenderán jamás... ni tolerarán.
Rafael entrecerró los ojos, sabiendo que las palabras del anciano no venían vacías.
—Es diferente a nuestro entorno, Rafael —continuó—. Brilla por lo que es, no por lo que pretende ser. Pero tú sabes mejor que nadie que en este mundo... la luz demasiado pura molesta a quienes habitan en la sombra.
Benito giró sutilmente la cabeza hacia la izquierda, donde Giorga reía forzadamente con un grupo de invitados. Su copa de vino apenas rozaba sus labios, pero sus ojos, en cambio, buscaban algo. O a alguien.
—Ella no dañaría a nadie. No es su naturaleza. Pero los que están aquí, sí. Y muchos lo harían sin ensuciarse las manos. Con una sonrisa. Con una palabra venenosa.
Hizo una pausa y bajó la voz aún más.
—La inteligencia y la prudencia pueden ser armas nobles, hijo... pero aquí, las armas que se usan son más crueles. Y muchas veces... fatales.
Rafael apretó la mandíbula, comprendiendo la advertencia disfrazada de consejo. Sus ojos se endurecieron al mirar hacia Giorga, que justo en ese momento desvió la mirada.
—No permitiré que nadie le haga daño —dijo Rafael, con la voz tan baja como firme.
Benito asintió.
—Entonces tendrás que ser más astuto que todos ellos juntos. Porque la quieren fuera... antes de que se vuelva imposible separarla de ti.
Lucía regresaba entonces, sin saber que su sola presencia ya había comenzado una guerra silenciosa.
Éste tipo ya la localizó
y ahora?