La Reencarnación De La Hija Ignorada Del Duque

Las sombras de la noche caían pesadamente sobre el castillo, pero no lograban apagar el fuego de determinación que ardía en el corazón de Liliane. Desde que la noticia de la caída de Adrian se había esparcido, el aire estaba cargado de una mezcla de dolor, miedo y desconfianza. Los pasillos que antes resonaban con risas y conversaciones ahora solo susurraban rumores y miradas recelosas.

Liliane sabía que no podía permitirse quebrarse, no cuando el imperio estaba al borde del abismo. Con cada amanecer, sus pensamientos volvían a la imagen de Adrian cayendo por el acantilado, la desesperación grabada en sus ojos, y la promesa no dicha de regresar.

Una tarde, mientras supervisaba la distribución de provisiones para las aldeas cercanas, su dama de compañía Mariel se acercó con expresión preocupada.

—Mi señora, ¿no debería descansar un poco? Sus ojos están cansados y su cuerpo lo siente —dijo con voz suave, cuidando cada palabra.

Liliane alzó la mirada, sus ojos aún intensos pero cargados de fatiga.

—No puedo, Mariel. El pueblo espera acciones, no lamentos. Cada día que pasa sin actuar es una oportunidad para que Aiden y sus cómplices se fortalezcan —respondió con voz firme.

Mariel suspiró, incapaz de persuadirla, pero admiraba la fuerza inquebrantable de su señora.

Mientras tanto, en un lugar apartado y oculto del reino, Adrian despertaba lentamente. Un grupo de monjes errantes lo había rescatado del acantilado tras días de búsqueda. Sus heridas comenzaban a sanar, pero su memoria era un lienzo en blanco.

Un anciano monje, de mirada serena y voz pausada, se sentó junto a su cama improvisada.

—Has sobrevivido a lo imposible, joven —dijo con una sonrisa amable—. Pero tu alma está perdida en la niebla del olvido.

Adrian intentó sentarse, frunciendo el ceño.

—¿Dónde estoy? ¿Quién soy? No puedo recordar nada, pero siento… un vacío, como si alguien me esperara.

El monje asintió lentamente.

—Eres Cael, hijo del viento y las estrellas, aunque tu verdadero nombre pronto resonará en los valles y montañas. Por ahora, debes sanar y encontrar la verdad cuando llegue el momento.

Adrian cerró los ojos, un torbellino de emociones lo invadía, entre la confusión y la esperanza.

De vuelta en el castillo, Liliane había comenzado a notar señales inquietantes: pequeños documentos que desaparecían, palabras susurradas en pasillos vacíos, miradas furtivas de algunas criadas. Una noche decidió seguir sus instintos.

Escondida entre las sombras del pasillo, vio a Elyra, su doncella de mayor confianza, encontrándose en secreto con un hombre encapuchado.

—¿Tienes todo lo que pedimos? —susurró Elyra.

—Sí, Aiden debe estar informado. No podemos permitir que Liliane gane más terreno —respondió la voz masculina.

Liliane sintió cómo se le tensaba el cuerpo. No podía creer que alguien tan cercano a ella estuviera traicionándola.

—Elyra, ¿cómo has podido? —su voz salió más firme de lo que esperaba.

La doncella giró con ojos llenos de miedo y culpa.

—Mi señora, solo hago lo que debo para sobrevivir. No quiero herirte, pero Aiden es poderoso y teme que tu ascenso destruya su futuro.

Liliane apretó los puños, tratando de contener la ira y la tristeza.

—Guarda silencio. Guardaré esto para que la justicia se imponga —dijo con voz cortante.

Elyra fue arrestada esa misma noche. Liliane sabía que esta era solo una pequeña pieza del rompecabezas oscuro que Aiden había tejido.

Al día siguiente, mientras revisaba documentos antiguos en la torre oriental, Liliane encontró un baúl sellado con el emblema imperial. La curiosidad y el presentimiento la impulsaron a abrirlo.

Dentro había cartas y pergaminos cuidadosamente conservados. Una carta destacaba, sellada con un emblema familiar: el de la emperatriz consorte.

Sentada en su escritorio, comenzó a leer con voz baja:

"Mi querido esposo, el peligro en la corte crece como tormenta oscura. Para proteger a nuestro hijo y salvaguardar el imperio, hemos tomado la dolorosa decisión de fingir nuestra muerte y escondernos hasta que el caos amainé. Confío plenamente en que la luz de la justicia prevalecerá y que pronto volveremos a estar juntos."

Liliane sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, mezclado con una esperanza inesperada.

—Entonces no están muertos —murmuró para sí, con los ojos brillando entre lágrimas—. Eso cambia todo.

Convocó a Mariel a sus aposentos y le mostró las cartas.

—Si el emperador y la concubina están vivos, significa que aún podemos ganar esta batalla.

Mariel la miró, con el corazón latiendo con renovada fuerza.

—Tenemos que encontrarlos, mi señora. Ellos son la esperanza del imperio.

Liliane asintió, con la convicción creciendo en su interior.

Sin embargo, la carga personal no cesaba. Liliane se sentía cada vez más cansada, y con razón: llevaba en su vientre al hijo que esperaba de Adrian. Era un secreto que apenas compartía con Mariel, temerosa de cómo podría ser visto en tiempos tan turbulentos.

Una noche, mientras Liliane se recostaba, Mariel le habló con cariño.

—No tienes que cargar con todo sola. Este niño es una bendición y una fortaleza para ti.

Liliane acarició suavemente su vientre, sonriendo débilmente.

—Este hijo es mi promesa. No solo de amor, sino de un futuro que construiré para él y para nuestro pueblo.

Poco a poco, la red de traiciones se deshilachaba. Elyra, enfrentando la justicia, confesó que había estado enviando información a Aiden y la emperatriz Elenora, quienes maniobraban en las sombras para mantener el poder.

Al escuchar la noticia, Liliane decidió preparar su próxima jugada.

—No podemos permitir que estos traidores sigan destruyendo todo lo que amamos. La verdad debe salir a la luz —declaró con determinación.

En el silencio del amanecer, mientras el castillo despertaba, un mensajero llegó con noticias inquietantes: el emperador y la emperatriz, aunque ocultos, estaban vivos y aguardaban el momento justo para regresar y restaurar el orden.

Liliane sintió que el destino del imperio estaba cambiando de rumbo. Cerró los ojos, apretó el medallón que llevaba colgado al cuello, y susurró:

—Por ellos, por mi hijo, por nuestro pueblo… la lucha apenas comienza.