Soy Eros Montalbán. A simple vista, un estudiante brillante de medicina. Pero por dentro, soy otra cosa. Algo que no encaja. Algo que no se puede domar.
Desde niño he sentido esa pulsión: el cosquilleo en los dedos, la sed, la oscuridad. Mi madre me enseñó a mantenerla bajo control, a domar la bestia… pero incluso ella sabe que es cuestión de tiempo. Porque la sangre de Lucas Santori corre por mis venas, y su legado me pertenece.
Mientras el mundo celebra mi genialidad, yo observo desde la sombra. No busco amor, ni redención. Busco respuestas. Y si el precio es desatar lo que llevo dentro… entonces que el mundo arda.
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CAPITULO 20
AÑOS ATRÁS
DANTE.
La salud de Lucas mejoró lo suficiente como para que el equipo médico diera luz verde. Las cirugías podían empezar.
Yo lo observaba en silencio cada día, tratando de encontrar rastros del hombre que había sido. Pero Lucas… Lucas ya no estaba ahí. Su cuerpo sí, su mirada a veces se posaba en mí, como si me reconociera, pero lo hacía sin emoción, sin fuerza. Era como ver un cascarón vacío, uno que respiraba y se movía a duras penas, pero que ya no contenía la voluntad feroz de mi hermano.
Su voz, cuando murmuraba algo, ni siquiera era la suya. Sonaba extraña, ahogada, casi infantil. Como si hubiese nacido de nuevo en una versión distorsionada de sí mismo. Eso dolía más que cualquier herida visible. Dolía más que la sangre, que las cicatrices, que el recuerdo de aquel disparo que vi con mis propios ojos.
No sabía cómo iba a tomar Lucas todo lo que yo estaba haciendo. No sabía si algún día iba a odiarme por decidir por él. Por reconstruirle el rostro, por arrancarle la identidad, por querer condenarlo —o liberarlo— a una nueva vida.
Pero tampoco podía pedirle permiso. Él no era él. No pensaba, no hablaba, no reaccionaba como solía hacerlo. Y si algún día volvía a ser ese hombre orgulloso y feroz, tal vez me partiría la cara por esto. Tal vez me odiaría para siempre.
Pero aun así, seguí adelante.
La primera cirugía fue delicada: reducción de cicatrices, corrección de los daños en el hueso parietal, y una reconstrucción parcial del maxilar que había sido comprometido. Luego vino el trabajo más minucioso, los pequeños retoques, los injertos, los cambios en la estructura ósea. Todo medido al milímetro. Cada detalle planeado para borrar cualquier rastro de Lucas Santori.
El médico me preguntó si estaba seguro. Yo asentí sin vacilar, pero por dentro me rompía. Porque sabía que con cada intervención se iba desdibujando un poco más el hombre que amaba, mi pequeño hermano… y que, tal vez, jamás volvería a ver completo.
Pasaron semanas. El proceso fue lento, exigente. En las madrugadas me despertaban los balbuceos ininteligibles de Lucas desde la habitación contigua. A veces eran gemidos. A veces, mi nombre. O eso creía yo.
No sabía si eran recuerdos atrapados en alguna parte de su cerebro o simples impulsos sin sentido. Pero me aferraba a la idea de que algo de él seguía ahí. Aunque fuera un susurro. Aunque fuera una chispa tenue entre las ruinas.
Había apostado todo. Su rostro. Su historia. Su pasado. Todo lo había enterrado bajo bisturí y mentiras. Porque si tenía que vivir… al menos que pudiera hacerlo sin cadenas.
Pero aún me quedaba una duda amarga y constante:
¿Qué pasaría el día en que recuperara la memoria?
Las cirugías fueron exitosas. Su rostro había cambiado lo suficiente como para que cualquiera lo confundiera con otro hombre. Y, sin embargo, por dentro, Lucas seguía roto. No hablaba casi nada. Sus ojos vagaban sin dirección, a veces se quedaban fijos en la nada durante minutos, como si lo estuvieran reteniendo en un mundo que sólo él podía ver. Un mundo al que yo no tenía acceso. Uno que, probablemente, ni siquiera existía.
Seguía ahí por él, día tras día. Lo alimentaba, lo ayudaba a caminar, lo limpiaba cuando era necesario. Yo, Dante Santori, el que siempre había sido el tonto, el impulsivo, el que nadie imaginaba cuidando ni siquiera de sí mismo… ahora era el único sostén de mi hermano.
Sabía que pronto necesitaría algo más. Una vida nueva. Una identidad. Un nombre que no cargara con la sangre, el miedo ni los cadáveres de Lucas Santori.
Así que empecé a mover mis hilos.
Llamé a viejos contactos, de esos que prefieren no tener nombres. Algunos eran fantasmas del gobierno, otros, simplemente fantasmas de la calle: falsificadores, exfuncionarios corruptos, genios del anonimato. Gente que sabía borrar rastros como quien sopla cenizas al viento.
En menos de una semana, tenía lo que necesitaba: una nueva cédula, un pasaporte limpio, antecedentes vírgenes, un historial clínico falso… y un nombre nuevo.
Lucas Santori había muerto oficialmente, y en su lugar… nació otro: Adrián Marconni.
Me quedé observando esa carpeta como si pesara toneladas. Lo había logrado. Le había dado la salida que tanto merecía. Lo había liberado de todos, incluso de sí mismo. Y aun así, una punzada de duda se me clavó en el pecho.
¿Estaba haciendo lo correcto?
¿Tenía derecho a decidir tanto por él?
¿Debería decírselo a Valeria…?
No había un solo día en que no pensara en ella. En lo que compartieron. En lo que quedó incompleto.En mi pequeño sobrino que aun no nacía. En que lloró a Lucas, lo maldijo, lo enterró. Para ella, Lucas estaba muerto y a veces, yo mismo llegaba a creerlo también.
¿Valía la pena retroceder el tiempo…?
Porque si algo había aprendido en estos meses es que hay cosas que, una vez rotas, no se pueden volver a armar. Y algunas, simplemente… no deben.
Pero entonces lo escuché decir mi nombre. Murmurarlo. Apenas un susurro.
Y volví a pensar en la promesa que me hice desde el primer día.
Si iba a vivir, al menos que pudiera hacerlo libre.
Aunque eso significara que jamás volviera a ser mi hermano.
Lisboa fue la huida. El exilio dorado donde quise sepultar todo lo que dolía. Me llevé a Lucas… y a Helena, mi hija. Quería alejarlos de todo el caos, de los cuerpos, de la sangre, del peso maldito del apellido Santori. Soñaba con empezar desde cero. Creí —ilusamente— que una mentira bien contada podía construir una vida.
Pasaron los años.
Lucas se convirtió en otra persona. O tal vez no. Tal vez sólo fue una versión anestesiada de sí mismo. Aprendió a caminar sin arrastrarse, a hablar sin trabarse, a mirarse al espejo sin preguntarse quién demonios era. Lo vi reír por primera vez en mucho tiempo. Lo vi vivir, maldita sea...Vivir. Y eso fue suficiente para seguir sosteniendo la mentira.
Le inventé un accidente. Uno del que supuestamente había sobrevivido de milagro. Le dije que perdió la memoria, que antes era otro, alguien que no merecía recordar. Que el pasado no importaba y él me creyó.
Se aferró a esa historia como un náufrago a un trozo de madera.
Estudió, lo impulsé a hacerlo. Siempre fue brillante, incluso cuando su mente era un campo minado. Se graduó, hizo su maestría. Terminó trabajando en una universidad respetada. Todos lo conocían por su nuevo nombre, por esa identidad limpia que yo le fabriqué con bisturí y papeles falsos y cada día que pasaba, yo me repetía que había hecho lo correcto.
Pero los recuerdos… esos cabrones nunca mueren del todo.
A veces se le escapaban frases que no entendía. Se quedaba viendo películas de crimen con una intensidad inquietante, o se despertaba sudando en la madrugada, susurrando nombres que no debía conocer.
Y cuando me miraba con esos ojos entrecerrados, como si intentara encajarme en algún recuerdo roto, yo le sonreía con naturalidad. Le decía que era un sueño. Que su mente aún estaba jugando con él. Que el rostro del hombre que veía en esos flashes no tenía nada que ver con el suyo. Y él… me creía.
O fingía hacerlo.
No lo sé.
Y esa duda había sido un cuchillo en mi garganta todos los días.
Helena amaba a su tío. Lo llamaba por su nombre nuevo, lo abrazaba sin miedo. Para ella, él era simplemente un hombre bueno, tranquilo, sabio. Y lo era. Pero también era una bomba esperando detonar. Porque no importaba cuántas mentiras hubiera inventado, cuántas capas de normalidad le impusiera… dentro de él seguía ardiendo la sombra de Lucas Santori.
Solo que aún no lo sabía.
Esa noche escuché el estruendo seco del espejo haciéndose pedazos. Al principio pensé que había sido un accidente. Un resbalón. Un mal paso. Algo sin importancia, pero apenas crucé la puerta de su habitación, lo supe.
El espejo no se rompió solo. Él lo había destrozado con sus propias manos. Estaba hecho trizas, y la sangre le chorreaba por los dedos como si no le importara el dolor. Como si necesitara ver el rojo para creer que estaba despierto.
Y entonces me miró.
Dios… me miró como antes. Como cuando todo se iba al infierno y él lo disfrutaba. Como cuando la furia lo devoraba por dentro y yo no podía detenerlo. Esa mirada. Esa jodida mirada que pensé que jamás volvería a ver.
Lucas Santori estaba de vuelta.
Atrás había quedado el maestro de voz pausada, el hombre amable, el desconocido que fingimos que era. Lo vi. Lo sentí. Y fue como si el demonio que llevé años drogando, silenciando, enterrando bajo bisturíes y mentiras, hubiera abierto los ojos.
—¿Qué carajo me hiciste, Dante? —me escupió con odio, con asco, con la furia de quien despierta en una pesadilla fabricada por el que más confiaba.
Y supe, sin margen de duda… Que ya no había vuelta atrás.