Antonieta, una joven noble de catorce años, vive atrapada entre las estrictas reglas de la alta sociedad y su pasión secreta: volar en un caballero móvil. Mientras se prepara para cumplir con su rol como dama y conocer a su prometido, entrena en secreto para dominar la tecnología que le permitirá surcar los cielos. Pero no todos están dispuestos a aceptar su sueño, y Antonieta deberá decidir si seguir las normas o romperlas para volar libre.
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Capítulo 2: Salomon
[Interior – Mansión de la familia Alcalá de la Alameda, Comedor Principal – Día]
Narrador:
Antonieta estaba frente a la gran puerta de madera labrada. Al mínimo roce de los nudillos de la sirvienta, esta se abrió lentamente con un crujido suave, revelando el corazón de la casa: el comedor principal.
Era una estancia imponente, de techos altos, decorada con retratos de ancestros severos y un enorme candelabro de cristal colgando del techo, tan pesado que parecía desafiar la lógica. La mesa de roble pulido era tan larga que requería mayordomos para cubrir ambos extremos al servir.
Los hombres de su familia ya estaban allí. Todos compartían rasgos similares: mandíbulas cuadradas, ojos fríos como el acero, posturas rígidas. Solo uno de ellos desentonaba ligeramente: su hermano mayor, con un rostro más fino, mentón triangular y una mirada pícara.
A su lado, las esposas de los presentes mantenían una compostura ensayada y, más allá, su prima Alison —siempre tan silenciosa— jugaba con el tenedor sin tocar su plato.
Antonieta casi iba a tomar asiento, pero su mirada vagaba, inquieta. Faltaba uno. El más importante. El que daba sentido a ese ambiente de tensión contenida.
Narrador (tono reverente):
Salomón Alcalá de la Alameda.
Un nombre que evocaba miedo, respeto… y leyenda.
En su juventud, Salomón fue conocido como el Caballero de las Mil Heridas, un hombre que dominó los campos de batalla a bordo de su mecha Striker. Su sola presencia hacía temblar ejércitos. No necesitaba levantar la voz: su silencio bastaba.
Era idéntico a sus hijos, sí. Pero no había confusión posible. Las arrugas marcaban su rostro como surcos de experiencia. Y sus ojos… eran los de alguien que había visto demasiado como para dormir en paz.
(La puerta se abrió con un golpe seco. Un silencio absoluto se apoderó de la mesa. Todos se pusieron de pie al instante.)
Narrador:
Cada paso que daba retumbaba con eco. Era como si el suelo se preparara para sostener el peso de su autoridad. No sonreía. Nunca lo hacía. Caminó hasta el extremo de la mesa y se sentó, sin decir una palabra. Entonces, los demás lo imitaron, como engranajes bien aceitados de una máquina ancestral.
Y fue en ese instante cuando Antonieta cometió su primer error.
Nadie comía antes que él.
Era una regla sagrada, una tradición inviolable.
Lo comprendió tarde, con el tenedor ya a medio camino. Sintió la mirada de todos… menos la de uno.
Salomón (sin alzar la mirada, con tono grave):
—Richard. Valmond. ¿Cómo van sus intentos de disolver a los rebeldes?
Richard (serio):
—Nuestros esfuerzos han dado frutos. Hemos diezmado una cantidad considerable.
Valmond (igual de serio):
—Pensamos en establecer patrullajes constantes. No sabemos cuándo intentarán algo.
Salomón:
—Están en el norte. Cerca de varios pueblos. Me parece prudente.
Antonieta, ¿qué opinas de lo propuesto por tu hermano y tu padre… o comer antes de tiempo no significa nada?Narrador:
Antonieta se tensó. No sabía qué decir. Pero entonces, algo cruzó su mente. El norte… el norte tenía lagos. Y esos lagos conectaban con varios pueblos. Recordó algo. Una vieja técnica de guerra: agentes nocivos en los cuerpos de agua.
Antonieta (con voz temblorosa):
—Recuerdo haber leído algo… ¿Saben si ellos tienen acceso a venenos? O cosas que puedan dañar la salud…Narrador:
La mesa quedó en silencio. Todos la miraban. Todos, menos Richard.
Richard (con tono burlón):
—Hermanita… ¿a qué viene esa pregunta?
Antonieta (mirando su plato, sin levantar la voz):
—Leí que, en el pasado, algunos ejércitos buscaban cuerpos de agua que conectaran con puntos clave… y al envenenarlos, obtenían una ventaja.
Salomón (sin cambiar el tono):
—¿Puedes confirmar lo que dices?
Antonieta:
—Más que una confirmación… es una corazonada.
Richard (con un dejo de molestia):
—Perdónenla. Apenas está aprendiendo sobre cosas útiles.
Salomón (tajante):
—Si tuvieras razón… ¿qué querrías a cambio?
Antonieta (tras un breve silencio):
—Quiero pasear en un Caballero Móvil.
Salomón:
—Coman. La comida se enfría.
Narrador:
En ese momento, todos agarraron sus cucharas y comenzaron a comer.
Antonieta sintió que el estómago se le revolvía. La tensión no se había ido. Pero comió.
Porque en esa casa… no se mostraba debilidad.
[Interior – Mansión de la familia Alcalá de la Alameda, Habitación de Antonieta – Día]
Narrador:
Después del desayuno más tenso que pudo tener en mucho tiempo, iniciaban las clases para ser una dama. Comenzaban con etiqueta, impartida por Beatriz Lombardi, conocida por usar una regla cada vez que alguien se equivocaba.
Beatriz (furiosa):
—¡No, niña estúpida! ¿Cuántas veces necesitas entender cómo comer? ¿Acaso eres un cerdo?Narrador:
En ese momento, la regla golpeó la mano de Antonieta. Ella dejó caer uno de los seis tenedores alineados en la mesa. Intentó recogerlo, pero recibió otro golpe.
Beatriz (furiosa):
—¡No! Eso solo lo hacen los sirvientes. ¿Acaso olvidaste todo lo aprendido?
Antonieta (llorando):
—¡Perdóneme! ¡No lo olvidaré!
Narrador:
Después siguió la clase de baile de salón. Antonieta no sabía bailar y sus tobillos sangraron en consecuencia. Luego, el maestro de arte y cultura la reprendió y ridiculizó tras confundir a dos pintores.
Por último, casi al atardecer, el maestro de sociedad y formación, Arturia Dargo, le azotó las manos con una regla.
[Interior – Mansión de la familia Alcalá de la Alameda, Oficina de Salomón – Tarde]
Narrador:
Salomón estaba en su oficina. Una habitación amplia, pero a diferencia de otras, esta era más minimalista, con excepción de una gran ventana que filtraba la luz naranja del atardecer. Como siempre, ordenaba y firmaba documentos cuando la puerta se abrió. Era su segundo hijo, Aurelio.
Aurelio:
—Padre, creo que debe ver esto.Narrador:
Aurelio le pasó una pantalla a Salomón, quien observó con atención. Allí estaban los rebeldes: algunos atados y listos para ser interrogados, otros menos afortunados, ya sin vida.
Aurelio:
—Como me ordenó, desplegué mi escuadrón en el río. Al principio no encontraron nada, pero río abajo hallaron lo que buscábamos.
Salomón (serio):
—Entonces la corazonada fue cierta…
Aurelio:
—Sí, padre. Al parecer lo leyó en la biblioteca. Por cierto… ¿cumplirá lo que dijo?
Salomón (con una sonrisa):
—Sí. Ella merece una recompensa.
[Interior – Mansión de la familia Alcalá de la Alameda, Habitación de Antonieta – Noche]
Narrador:
Como si fuera una broma del destino, Antonieta lloraba en su cama, adolorida por las correcciones no solo de Beatriz, sino de todos sus maestros. Sus manos ardían. Sus tobillos dolían cada vez que los movía. Y la pobre solo podía llorar en silencio.
Antonieta (susurrando):
—¿Por qué esta vida…? Pensé que no tendría que pasar por esto…
Narrador:
Lloró toda la noche. Solo pudo dormir cuando por fin su cuerpo pidió descanso.