De Sirvienta A Reina

Un mes había pasado desde que Lissa había reencarnado en aquel extraño mundo, convirtiéndose en Eyra. Durante ese tiempo, se fue adaptando poco a poco a su nueva vida. La madame la instaló en la gran mansión y le dio su propia habitación. Al ver la rapidez con la que aprendía, no solo le consiguió todos los libros de medicina que Eyra le pedía, sino que también contrató varios maestros para instruirla y desarrollar aún más su potencial.

Sus profesores quedaron asombrados con su capacidad para aprender y con las teorías que proponía. En sus clases de historia y geografía, Eyra descubrió que se encontraba en el continente de Valdoria, específicamente en el reino de Eldoria. Además de ese reino, existían cuatro más, además del gran Imperio de Alderidge, que limitaba con Eldoria. Desde la creación de ambos reinos, las tensiones políticas habían estado a punto de desencadenar una guerra.

En ese mundo, la magia existía y, como le había mencionado la madame, solía manifestarse a partir de los siete años, justo la edad que tenía ella actualmente. Además de la magia, existían los dones, habilidades muy raras que no estaban vinculadas a ningún elemento. Solo había dos formas de obtenerlos: por descendencia, si se trataba de un don que había sido transmitido desde que el hijo de la diosa Atheria los repartió entre ciertos humanos hace millones de años; o por otorgamiento, cuando la guardiana de la Runa de la Magia, el hijo de la diosa o sus descendientes concedían dicho don.

Intrigada, Eyra preguntó a su profesor de magia y herbología por qué su magia, o en caso de tenerlo, su don, aún no se había manifestado.

—Cualquiera de los dos aparece en determinadas circunstancias o cuando nos exponemos a emociones intensas —explicó mientras dibujaba un diagrama en la pizarra—. Existen cuatro elementos básicos: agua, fuego, aire y tierra —señaló cada uno—. De ellos se derivan los elementos secundarios. Por ejemplo, del agua surgen el hielo y la niebla; del aire, el viento y el sonido; de la tierra, la roca y la arena; y del fuego, la explosión y las cenizas.

—¿No pueden dominarse todos los elementos? —preguntó Eyra con genuina curiosidad.

—Sí se puede, pero quienes lo logran no son llamados magos —el maestro tomó uno de los libros y se lo mostró—. Son conocidos como brujas. Pueden controlar cualquier elemento, además del don propio con el que nacen.

Más tarde, tras terminar sus clases, una de las doncellas de la mansión le informó que la madame la estaba esperando en el jardín para tomar el té juntas.

Eyra se apresuró y, al llegar, encontró a la madame y a la joven Miranda, la misma chica que había curado semanas atrás. Miranda era una mujer de extraordinaria belleza, con piel clara, ojos ambarinos brillantes y cabello rubio claro cortado hasta la barbilla.

Mientras se acercaba, Eyra recordó lo que Miranda le había contado semanas atrás sobre la madame. Thyra Eriksson, en su juventud, había pertenecido a una de las familias nobles más importantes de Eldoria. Su linaje llevaba el título de marqueses desde generaciones, y su fortuna y prestigio eran tan grandes que muchas familias deseaban hacer negocios con ellos o unirse a su casa.

Pero todo cambió cuando la madre de Thyra falleció. Su padre, el marqués, decidió casarse con su amante, la hija de una familia de barones. Aquella mujer, una vez convertida en marquesa, desplazó a Thyra en favor de sus propios hijos. Durante su infancia y adolescencia, la joven creció sola y sin amor, volviéndose fuerte e independiente.

Cuando Thyra cumplió quince años, el marquesado comenzó a enfrentar problemas financieros. La nueva marquesa acumulaba enormes deudas de juego, y el marqués enfermó gravemente debido a una plaga mortal. La situación se tornó insostenible. Finalmente, su familia cayó en ruinas y, para pagar las deudas, la marquesa vendió a su hijastra a cambio de saldar las cuentas.

Thyra fue llevada a la región fronteriza y vendida como esclava en una de las casas de entretenimiento de la zona. Sin embargo, no se dejó vencer. Aprovechó todo lo aprendido en sus clases de etiqueta y lo que había aprendido por sí misma para ascender de posición. A los veintidós años, reunió suficiente dinero para comprar su propio establecimiento y fundó su negocio: El Salón de las Musas.

Aunque muchos lo veían como una casa de placeres, no lo era. Thyra acogía a niñas huérfanas, las educaba y les enseñaba a desarrollar sus talentos en diversas artes. Solo aquellas que decidían voluntariamente vender su cuerpo lo hacían; el resto se dedicaba a la danza y la música, alegrando el ambiente. Con el tiempo, se hizo un nombre hasta convertirse en la madame. Aunque parecía fría, había ayudado a muchas jóvenes que fueron vendidas o abusadas en conventos y orfanatos, como Miranda y Eyra.

Eyra también investigó qué había ocurrido con la antigua familia de Thyra. Tras venderla, los marqueses lograron saldar sus deudas y obtener algo de dinero, pero tardaron años en recuperar su estatus. Finalmente, sus malas decisiones los llevaron nuevamente a la ruina. El marqués murió y sus hijos, ineptos para administrar el marquesado, terminaron llevando a la familia a la bancarrota. La marquesa, incapaz de controlar su vicio por el juego y las apuestas, acabó trabajando en una casa de entretenimiento para pagar sus propias deudas.

El karma había hecho su trabajo.

Eyra salió de sus pensamientos y se acercó a las dos mujeres. Miranda le sonrió gentilmente, pero la madame la observó con seriedad. La pelinaranja tomó asiento frente a ellas y cogió un bocadillo de la mesa.

—Creí que ya dejarías de ser tan amargada, anciana —bromeó con una sonrisa burlona—. Relájate o no conseguirás ni siquiera un polvo de medianoche.

—Qué mocosa tan insolente —respondió la madame, bebiendo su té, aunque esbozó una leve sonrisa—. ¿Y quién dice que no los consigo?

Miranda se atragantó con su té, incapaz de contener la risa tras el comentario. Más aún al ver la expresión de Eyra.

—Madame, dígale por qué la citamos aquí —intervino Miranda, recuperando la compostura.

—Mejor vamos al grano —concordó la madame, dejando su taza sobre la mesa y entregándole un sobre a Eyra—. Aquí tienes toda la información que pediste, aunque es lo mismo que ya te había dicho antes.

—Gracias, madame —respondió Eyra, tomando el sobre y abriéndolo—. Solo quería saber exactamente dónde queda el convento de Las Hermanas de la Paz.

Sonrió maliciosamente.

—Me gusta que las personas paguen por sus crímenes. No puedo esperar a que el tiempo lo haga todo solo —tomó otro bocadillo—. Me gusta ayudar al karma a actuar.

—Tienes mi apoyo, mocosa. Ya conoces mi historia —dijo la madame con firmeza—. Si quieres hacerlas pagar, adelante. Pero aún no estás preparada. Aunque parezca un convento común, no lo es.

Observó a Miranda, quien asintió en silencio.

—Primero debes entrenar y aprender a defenderte. Además, todavía no sabemos si posees magia o algún don.

—Está bien —aceptó Eyra, poniéndose de pie y dirigiéndose hacia la salida del jardín—. Soy paciente y puedo esperar.

Esa misma noche, Eyra estaba en su habitación, leyendo e informándose sobre la política del reino y sus gobernantes. En uno de los libros encontró los nombres de cada miembro de la familia real actual, acompañados de un retrato grupal.

Mientras recorría los nombres con la mirada, un extraño presentimiento la invadió. Había algo familiar en ellos, aunque no lograba recordar exactamente qué. Pasó la página y, de pronto, su corazón pareció detenerse por un instante. Frente a ella había un retrato familiar: una hermosa mujer de largos cabellos azabache y ojos morados a la izquierda, un hombre alto y apuesto de cabello rubio y ojos esmeralda a la derecha, y en el centro dos pequeños niños de cabellos dorados.

Eyra leyó los nombres nuevamente y, de repente, soltó una carcajada que resonó en toda la habitación.

—Sabía que todo me resultaba familiar —susurró, acariciando con la yema de los dedos el contorno del rostro de la mujer y de uno de los niños—. Sibylla Eldorian y Alexander Eldorian… pagarán muy caro todo lo que le hicieron a la verdadera Eyra.

Se levantó de su asiento y caminó hasta el balcón de su habitación. La luz de la luna bañaba su piel mientras contemplaba la noche con una sonrisa ladina.

—Y no podemos olvidar a la dulce y bella protagonista… Sunna.