Serena estaba temblando en el altar, avergonzada y agobiada por las miradas y los susurros ¿que era aquella situación en la que la novia llegaba antes que él novio? Acaso se había arrepentido, no lo más probable era que estuviera borracho encamado con alguna de sus amantes, pensó Serena, porque sabía bien sobre la vida que llevaba su prometido. Pero entonces las puertas de la iglesia se abrieron con gran alboroto, los ojos de Serena dorados como rayos de luz cálida, se abrieron y temblaron al ver aquella escena. Quién entraba, no era su promedio, era su cuñado, alguien que no veía hacía muchos años, pero con tan solo verlo, Serena sabía que algo no estaba bien. Él, con una presencia arrolladora y dominante se paro frente a ella, empapado en sangre, extendió su mano y sonrió de manera casi retorcida. Que inicie la ceremonia. Anuncio, dejando a todos los presentes perplejos especialmente a Serena.
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Capitulo 9
El tiempo siguió su curso, y con él, el lazo entre Serena y Rhaziel se fortalecía cada día un poco más. Serena no solo le enseñaba a leer, sino también a escribir. Ambos compartían momentos que para cualquier otro podrían parecer triviales, pero que para ellos eran todo: risas tímidas, silencios cómplices, palabras torpes que terminaban por convertirse en apoyo mutuo. Eran, en medio de su soledad, el único respaldo que tenían.
Aquel día, sin embargo, escondía un detalle que Serena prefería guardar en secreto. Era su cumpleaños. No se lo había dicho a Rhaziel porque, para ella, aquella fecha nunca había significado algo digno de celebrar. Jamás había recibido una felicitación sincera ni un regalo, y los recuerdos de cumpleaños pasados se resumían en indiferencia y vacío. Solo sabía que cumplía once años, y eso le bastaba.
Mientras hojeaban juntos un libro, la curiosidad se le escapó sin pensar demasiado.
—Oye, Rhaziel… ¿cuántos años tienes? ¿Y cuándo es tu cumpleaños?
Por un instante, él permaneció en silencio. Luego, encogió los hombros con naturalidad.
—No lo sé. —Su respuesta fue tan simple como devastadora.
Serena se quedó petrificada, y enseguida un calor incómodo le subió al rostro. La vergüenza y la culpa se mezclaron en ella por haber hecho una pregunta tan imprudente.
—Lo siento… —murmuró, bajando la cabeza.
Rhaziel la miró de reojo y negó suavemente.
—No tienes por qué disculparte. No es tu culpa.
Aun así, la incomodidad permaneció en Serena. Se mordió el labio, deseando poder retroceder el tiempo para no haber pronunciado esas palabras que podrían haber sido hirientes para Rhaziel. Rhaziel, en cambio, parecía tomárselo con una serenidad que escondía mucho más de lo que decía.
Mientras los niños compartían aquellos días en su refugio, ajenos en lo posible a lo que sucedía en la mansión principal, la Condesa Julia estaba al borde de un colapso nervioso.
Había regresado de una fiesta de té, donde, se había convertido en el centro de atención de las conversaciones, y no por los motivos que le hubieran gustado. Las damas, con sonrisas envenenadas, no hablaban de otra cosa que de los escándalos de Roger. Al parecer, había asistido a una fiesta de la que Julia ni siquiera tenía conocimiento, y en ella había causado disturbios que se convirtieron en comidilla de toda la nobleza. Para empeorar la situación, se rumoreaba que mantenía estrecha relación con el dueño de un local ilegal de apuestas y diversiones prohibidas, siendo, según los murmullos, su cliente más fiel.
Julia regresó a la mansión con el rostro desencajado y el corazón ardiendo de ira. Apenas Roger cruzó la puerta, lo enfrentó sin rodeos.
—¡Roger! ¿Qué demonios crees que estás haciendo? ¿Sabes de lo que hablan de ti? ¿Sabes el ridículo al que me sometiste en esa fiesta?
El joven, con una expresión desdeñosa, se encogió de hombros como si sus palabras fueran aire.
—No entiendo de qué hablas. Solo estaba divirtiéndome. Soy un joven de veintiún años, madre, y disfruto de mi juventud. ¿Qué tiene de malo?
Julia lo miraba incrédula, con el rostro encendido de furia.
—¡¿Qué tiene de malo?! El príncipe heredero de Nurdian también tiene veintiún años, y ya es un comandante militar. Mientras que tú… tú solo causas problemas.
Las palabras, lejos de hacer reflexionar a Roger, encendieron en él un orgullo herido. Su expresión cambió, y sus ojos se afilaron como cuchillas.
—¿Acaso me estás menospreciando madre? —preguntó con una voz helada.
Julia se quedó en silencio, atrapada por el miedo de haber ofendido a su amado hijo. Su semblante cambió de inmediato.
—No, hijo mío, claro que no… —respondió con suavidad, acercándose a él—. No quiero molestarte. Solo… solo quiero lo mejor para ti.
Lo rodeó con sus brazos, abrazándolo con una mezcla de súplica y devoción. Roger, al sentirla, dejó escapar una sonrisa astuta, como quien sabe exactamente qué teclas tocar.
—Está bien, madre —dijo mientras le devolvía el abrazo con un aire calculador—. Te entiendo. Pero tienes que entenderme a mí también. Prometo que me comportaré… después del matrimonio.
Julia suspiró aliviada, dejándose engañar una vez más por aquella promesa que sabía endulzar su oído.
Esa misma tarde, Julia ordenó que llevarán a Serena ante su presencia. La joven acudió de inmediato, con el mismo aire obediente de siempre. La condesa la contempló de arriba abajo, aún era pequeña, demasiado delgada, con facciones que conservaban todavía la inocencia de una niña. Julia frunció el ceño con fastidio, como si aquella fragilidad fuese una afrenta personal.
—Apúrate en crecer —le espetó con frialdad—. Debes casarte y darle un hijo a Roger.
Las palabras se clavaron en la mente de Serena como un cuchillo helado. Se quedó paralizada, con los labios entreabiertos y los ojos muy abiertos, incapaz de reaccionar. Sintió un zumbido en los oídos, como si el mundo se hubiera reducido al eco de esa cruel sentencia.
Cuando por fin logró volver al anexo, caminó como un espectro. Su rostro pálido y la forma en que sus manos temblaban no pasaron desapercibidos para Rhaziel, quien al verla frunció el ceño con un gesto de alerta.
—¿Qué te ocurre? —preguntó con voz baja, acercándose a ella.
Serena levantó la mirada, todavía perdida en aquel aturdimiento. Las palabras salieron entrecortadas, cargadas de un miedo que no podía ocultar.
—La condesa me dijo... que debo apurarme en crecer, casarme con Roger... y darle un hijo.
Su voz se quebró. El nudo en la garganta cedió y las lágrimas comenzaron a correrle por las mejillas. Los divertidos y tranquilos días que había pasado con Rhaziel le habían hecho olvidar por completo el motivo por el que estaba en ese lugar, pare ser "la esposa de Roger Volrhat"
—Tengo miedo —confesó, sollozando—. No sé ni siquiera cómo se tiene un hijo... pero sé que algunas mujeres sufren mucho. Mi madre enfermó después de tenerme... y murió. No quiero terminar igual... no quiero...
Las manos de Rhaziel se crisparon a los costados. La rabia le recorrió el cuerpo como fuego líquido. Pensar en Roger, su medio hermano, lo llenaba de repulsión, un hombre cruel, brutal, incapaz de cuidar siquiera de sí mismo, mucho menos de alguien tan delicada como Serena. Ella, que era como una flor frágil y luminosa, terminaría destruida en manos de aquella bestia. La sola idea le erizó la piel y lo hizo apretar los dientes con furia contenida.
Se inclinó hacia ella, con la mirada ardiendo.
—Si no quieres casarte... no lo hagas. —Su voz salió grave, cargada de una determinación que estremeció a Serena—. Yo te sacaré de aquí.
Ella lo miró, sorprendida. Su primera impresión fue que solo lo decía para consolarla, como cualquiera lo haría con una niña asustada. Pero Rhaziel no apartaba la vista de ella; sus ojos reflejaban algo demasiado serio, demasiado intenso.
—Podemos huir juntos —continuó, casi con urgencia—. Yo te protegeré de todo, de cualquiera que intente hacerte daño. Te lo prometo.
Serena lo observó en silencio, con las lágrimas aún en sus mejillas. Al ver directamente a sus ojos, entendió que no hablaba en vano. Rhaziel lo decía en serio.
Y en medio del miedo y la desesperación, sintió que aquella promesa era un refugio, una luz tenue pero real, que podía salvarla de un destino que la aterraba.