¿Qué pasa cuando el amor de tu vida está tan cerca que nunca lo viste venir? Lía siempre ha estado al lado de Nicolás. En los recreos, en las tareas, en los días buenos y los malos. Ella pensó que lo había superado. Que solo sería su mejor amigo. Hasta que en el último año, algo cambia. Y todo lo que callaron, todo lo que reprimieron, todo lo que creyeron imposible… empieza a desbordarse.
NovelToon tiene autorización de Yazz García para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Crecer rápido
...📀...
Una semana.
Una jodida semana sin dirigirle la palabra a mi mamá.
Y aún así… no se inmutó. Ni cuando no llegué a dormir esa noche. Ni cuando Claudia me abrió las puertas de su casa y me preparó chocolate caliente como si tuviera cinco años otra vez. Ni cuando me puse a llorar sola en el sofá. Mi mamá sabía dónde estaba. Sabía que estaba con ellos. Y aún así, no dijo nada. Ni un mensaje. Ni una llamada.
Solo me habló en la mañana siguiente, justo cuando cerraba la puerta para ir al colegio.
—Estaré en el instituto. Tengo reunión con el director —dijo, como si nada. Como si todo esto no nos estuviera deshaciendo por dentro.
Tenía una piedra en el estómago desde que me subí al auto con Nicolás. Y ahora, mientras entrábamos al colegio, sentía que todos los ojos nos escaneaban. Como si de verdad llevara una marca en la frente. Como si todas las miradas supieran.
Y probablemente sí lo sabían.
—Ignóralos —me susurró Nico—. Tú solo camina derecho. Ya vuelvo, voy al baño.
Asentí en silencio y seguí hasta el salón con la garganta seca y las tripas revueltas.
—No les hagas caso —Matteo se me acercó apenas entré. Me miraba con preocupación, pero su sonrisa intentaba darme paz—. Es pura gente sin oficio. Toma, traje juguito de manzana, dicen que es muy bueno.
Lo recibí sonriendo.
—Gracias, Mat —susurré, tratando de disimular.
Sofía llegó como un torbellino junto a Kevin, con el celular en la mano y la cara más tensa que nunca.
—Ya todos lo saben —dijo en voz baja—. Tu mamá… acaba de entrar a la dirección.
Y ahí supe que no había marcha atrás.
Me senté. Esperé y cuando Nicolás volvió, me tocó el hombro suavemente.
—¿Estás bien?
Asentí. Mentí.
Porque no estaba bien. Porque sentía que el mundo me estaba cayendo encima. Porque no sabía cómo detener las lágrimas que me escurrían por las mejillas sin hacer ruido.
—Lía —dijo Nico, nervioso.
Pero no dije nada. Solo me apreté las mangas del suéter mientras Sofía me pasaba una servilleta arrugada de su bolso. Matteo me ofreció otro pañuelo. Kevin se alejó un poco, dándome espacio, pero atento.
Y entonces entró el profesor de Sociales… acompañado del director.
Todos se callaron.
—Lía Castellanos, por favor recoge tus cosas —dijo el director con una voz firme, seca, sin ningún tacto—. Tu madre te espera. No deberías estar aquí.
Me congelé.
—¿Cómo dice? —preguntó Sofía, cruzándose de brazos.
—Lo que escuchaste —respondió el director, sin mirarla—. El reglamento del instituto es claro. Este no es el ejemplo que deseamos promover entre nuestros estudiantes.
—¡¿Ejemplo?! —Sofía se echó para adelante—. ¿Ejemplo de qué? ¿De ser una adolescente embarazada? ¿Eso la hace menos digna de estudiar? ¡Estamos en el siglo XXI, por Dios!
—Ese reglamento es arcaico —dijo Matteo, con los puños cerrados—. No pueden sacarla así como así. No ha hecho nada malo.
—¿De verdad van a echar a una estudiante por estar embarazada? —preguntó Kevin, molesto—. ¿Esa es la solución que proponen? ¿Excluirla?
—¡Basta! —levantó la voz el director, aunque ya todos los alumnos los miraban, atentos a la tormenta que crecía en el salón—. Esto no es un debate. Ya fue discutido con sus padres. Ella debe abandonar el aula inmediatamente.
—Yo estoy aquí —intervino Nicolás, de pie—. Yo también soy parte de esto, ¿me van a echar a mí también?
—Tu caso será tratado con tus padres —respondió el director con frialdad—. Pero ella… ella lleva la consecuencia más visible.
Yo ya no podía hablar.
Ni moverme.
Solo me quedé ahí, con todos los ojos encima, sintiendo cómo cada palabra me golpeaba como una piedra.
Y aún así, ninguno de ellos —ni Sofía, ni Kevin, ni Matteo, ni Nicolás— me dejó sola.
Salí con la mochila a cuestas. No porque quisiera irme.
Sino porque no quería que ellos —los que se quedaron adentro gritando por mí— sufrieran las consecuencias.
El sol me cayó como una bofetada. Había gente mirando desde las ventanas. Me sentía…exhibida. Como si todo mi cuerpo estuviera hecho de cristal y se estuviera resquebrajando con cada paso.
Mi mamá estaba parada al lado del auto, con los brazos cruzados. Inmutable. Como si no acabaran de echarme como si fuera basura.
—Sube —dijo.
—¿Eso fue todo lo que tuviste que decirle al director? —pregunté, sin moverme—. ¿Estuviste de acuerdo que me sacara?
—Lía, no hagas una escena.
—¿Una escena? —me reí, pero fue más un estallido de algo que dolía—. Me echaron del aula. Me trataron como si fuera una vergüenza. Y tú, que eres mi mamá, ¿solo viniste a firmar la sentencia?
—Te advertí, Lía. Te dije que esto iba a arruinar tu vida.
—¡No! Tú arruinaste la mía desde que dejaste de verme como tu hija y empezaste a verme como un error que te recuerda a tus propios fracasos.
Sus ojos se abrieron. Dolió. Lo vi.
—¡Yo no fui el que te dejo embarazada! Niña ingrata.
Pero no me detuve.
—¿Sabes qué fue lo peor? Que no te importó que no llegara a dormir. No te preocupó si estaba bien. Ni siquiera preguntaste.
—Yo no… quiero pelear más contigo.
—¿Entonces me borraste? ¿Así de fácil?
Me subí al carro y cerré la puerta de un portazo. Me temblaban las manos. Me ardía la piel. Me sentía llena de cosas que no podía gritar. Y mi mamá solo encendió el motor. Manejaba con esa cara neutra que tanto odiaba.
Cuando llegamos a casa, me bajé sin mirarla.
No sé cuánto tiempo pasó.
La luz de la tarde se colaba por la persiana, y mi cara ardía de tanto llorar.
Cuando creí que ya no podía llorar más, alguien tocó la puerta.
—Lía —la voz de mi mamá era seca, casi como si costara decir mi nombre—.Claudia va a pasar por ti en veinte minutos. Van a empezar los chequeos médicos.
Me quedé en silencio.
—¿Escuchaste?
—Sí señora—respondí sin verla.
Escuché sus pasos alejándose por el pasillo.
Ni una palabra más. Ni una disculpa. Ni una muestra de apoyo.
Solo una instrucción, como si fuera una carga que se estaba quitando de encima.
Me arrastré al baño y me lavé la cara. Me peiné como pude.
No me sentía preparada para nada de esto, pero tampoco podía seguir ignorándolo.
Ese bebé estaba ahí, dentro de mí, y yo necesitaba saber si estaba bien.
Si yo estaba bien.
Bajé las escaleras en silencio.
Mi mamá estaba sentada en la sala, con una taza de café en las manos.
Ni siquiera me miró.
Y cuando el auto de Claudia se detuvo frente a la casa, ella simplemente dijo:
—No llegues tarde.
Me mordí la lengua. Porque tenía tantas cosas para escupirle en ese momento, pero me aguanté.
Claudia bajó del auto y vino hasta mí. Su rostro estaba serio.
—¿Estás lista?
Asentí con la cabeza.
Subimos al auto.
El silencio al principio fue tenso, pero luego ella habló:
—Lía… no tienes que fingir que estás bien conmigo. Puedes llorar, puedes gritar si quieres. Esto no es fácil, lo sé. Pero no estás sola, ¿sí? Aunque todo se sienta como una montaña… yo estoy aquí.
Quise responder.
Quise decirle gracias, porque eso era lo que necesitaba escuchar desde el primer día.
Pero solo pude bajar la mirada y parpadear para no romperme otra vez.
—Vamos a ir con una doctora excelente, de confianza —agregó—. No estás enferma, estás embarazada y mereces respeto. Aunque te hayas equivocado. Te lo voy a recordar cada día si es necesario.
Y en ese instante, sentí que alguien sí me estaba sosteniendo.
Que alguien, por fin, no me estaba viendo como una decepción.
Solo como una chica asustada que necesitaba que alguien la cuidara… sin juzgarla.
Cuando el auto se detuvo frente al instituto, no sabía si me sentía más nerviosa por ver a Nicolás o por la consulta.
Lo vi salir por las escaleras, con el uniforme desordenado y el ceño fruncido. Pero cuando vio el carro, cuando me vio a mí, sus facciones se suavizaron.
Claudia bajó la ventanilla del copiloto.
—Súbete, Nico. Ya casi nos toca.
—Hola, má —dijo él, más tranquilo de lo que parecía por dentro.
Se subió al asiento trasero, justo a mi lado.
Me miró.
Me miró con eso que me rompía y me armaba al mismo tiempo.
Y entonces, sin decir nada, me tomó de la mano y me dio un beso suave en la frente.
Ese beso… ese gesto…
Fue suficiente para que los ojos se me llenaran de lágrimas otra vez.
Pero esta vez no eran de dolor. Eran de alivio.
El seguía aquí. Conmigo.
Claudia no dijo nada. Solo encendió el auto y tomó la avenida rumbo a la clínica.
...📀...
Todo era blanco, pulcro, casi frío.
Yo solo podía escuchar el latido de mi corazón, más fuerte con cada minuto.
Cuando llamaron mi nombre, me levanté, pero Nicolás también lo hizo.
—¿Puede pasar contigo? —preguntó Nico. Claudia, que ya estaba hablando con la recepcionista.
—Claro, si ella lo permite —respondió la enfermera.
Lo miré. Asentí.
Él me tomó la mano otra vez.
Entramos juntos.
La doctora era una mujer de unos cuarenta, de mirada tranquila y voz pausada.
Me explicó todo con delicadeza, como si supiera que cada palabra era un abismo nuevo.
—Vamos a hacerte una ecografía. Es pronto, pero podríamos ver el saco gestacional. Tal vez incluso escuchar el latido, si hay suerte.
Me acosté en la camilla. Nicolás no me soltó la mano.
Estaba tan pálido como yo. Y cuando el gel frío tocó mi vientre y el sonido llenó la sala…
Un pequeño “tic tic” se escuchó por el altavoz del aparato.
Mi corazón se detuvo.
—Ahí está —susurró la doctora—. Tienes unas seis semanas, quizás un poco más. El embrión es pequeño aún, pero el latido está fuerte. Eso es buena señal.
Me mordí el labio. No sabía si llorar o reír.
Estaba ahí.
De verdad.
Miré a Nicolás.
Tenía los ojos vidriosos, pero no decía nada. Solo me miraba con una mezcla de miedo, amor y una culpa imposible de esconder.
—¿Estás bien? —le pregunté en voz baja.
Él solo asintió.