Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.
Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.
Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.
Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.
Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.
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🩸Capítulo 19: La Llama en la Tormenta
El sonido del viento era lo primero que recordaba. No el viento manso de las colinas, sino uno que rugía como una bestia herida, un lamento antiguo que arrastraba cenizas y secretos.
Annabelle se despertó con los dedos crispados sobre las sábanas de lino, el corazón desbocado como si hubiese corrido a través de un bosque ardiendo. El sueño aún estaba allí, suspendido en las orillas de su mente como neblina densa: un altar cubierto de cenizas, una figura de ojos grises extendiendo su mano, y una llama —una llama viva— que se deslizaba dentro de su pecho, como una promesa o una advertencia.
—No era un sueño —murmuró, aún sin abrir los ojos.
La presencia del fragmento, que había permanecido silente en su cajita de ébano desde la noche del Cónclave, ahora palpitaba como un segundo corazón. Ya no era solo una reliquia de los Eternos; se había convertido en una extensión de su alma, un espejo que le devolvía algo que aún no comprendía, pero que ardía con una urgencia innegable.
Cuando descendió al jardín interior de la residencia Velharrow, el amanecer aún no rompía el cielo. Las estatuas estaban envueltas en sombras, y el rocío cubría los pétalos como una promesa de que algo había sido lavado… o que algo pronto sería arrasado.
La encontró allí: la mentora, Lyraé, de pie junto al estanque de mármol.
—Sabías que vendría —dijo Annabelle, sin preguntarlo realmente.
Lyraé asintió, aunque sus ojos parecían mirar más allá del agua.
—La llama respondió, ¿verdad?
Annabelle dudó. ¿Cómo se ponía en palabras lo que ardía sin consumir? ¿Cómo describir un fuego que no quema la piel, sino la historia?
—La sentí —respondió, finalmente—. Como si no fuera mía, pero me perteneciera.
—Ese es el primer signo. El despertar no es solo un recuerdo: es un retorno.
Annabelle dio un paso hacia ella.
—¿Retorno a qué?
—A lo que fuiste. A lo que eras antes de la noche. Antes del pacto.
Hubo silencio. Las palabras parecían vibrar en el aire, cargadas de algo antiguo. La noche anterior, Annabelle había visto la silueta de Théodore en las sombras de su mente, había sentido su temor, su distancia. Pero ahora… ahora todo parecía más grande. Como si incluso su historia juntos no fuera más que un hilo en un tapiz mucho más vasto.
—¿Y qué pasa si no quiero recordar? —preguntó, de pronto—. ¿Qué pasa si no soy lo que el fuego espera?
Lyraé se volvió hacia ella, por primera vez con verdadera ternura en el rostro.
—Entonces el fuego te cambiará. A su tiempo. A su modo. Pero arderás igual.
Las clases ese día se desarrollaron bajo un silencio extraño. Los Eternos mayores evitaban mirarla directamente. Algunos, como la elegante Vashti, apenas ocultaban el desdén tras sus ojos pulidos. Otros, como Casian, parecían observarla como si ya no fuera del todo humana.
Pero lo más desconcertante fue Théodore.
Estaba allí, en el aula de historia arcaica, sentado en su lugar habitual, con el cabello revuelto y los dedos entrelazados. Pero no la miró. Ni una sola vez.
Y eso dolía.
Más que las visiones. Más que la llama. Más que la soledad que venía con ser distinta.
Al finalizar la jornada, el cielo se había tornado del color del acero. Un presagio de tormenta. Annabelle salió hacia los jardines antes de que comenzaran las gotas, con el fragmento apretado contra su pecho. No sabía por qué lo llevaba consigo. Solo sentía que algo estaba por romperse, y necesitaba tenerlo cerca, como un ancla… o como un testigo.
Fue allí donde lo encontró. Théodore. Bajo la pérgola rota, mirando al bosque.
—No te escondes muy bien —dijo Annabelle, sin intentar suavizar el tono.
Él no respondió al instante. Cuando por fin lo hizo, su voz sonaba como un eco antiguo.
—Te vi en el Cónclave. Vi lo que hiciste. Lo que fuiste.
Annabelle tragó saliva.
—No sé qué fui. Solo sé lo que soy ahora.
Él se volvió lentamente. Había tormenta en sus ojos, pero también dolor.
—¿Y qué eres, Annabelle?
La pregunta era simple. El peso, no.
—Estoy descubriéndolo —dijo ella, con la verdad desnuda en su voz—. Pero no estoy segura de querer hacerlo sola.
Por un instante, el silencio los envolvió como un manto. Y entonces, sin decir nada más, Théodore se acercó. Lentamente, como si cruzar esa distancia fuera un rito. Cuando estuvo frente a ella, no dijo palabras vacías. Solo alzó su mano y la posó sobre el fragmento, que ardía entre sus cuerpos.
—Esto… está cambiando todo —susurró—. Pero aún te reconozco.
Annabelle sintió la primera gota de lluvia tocar su mejilla.
—¿A quién?
—A la niña que temía la oscuridad —dijo él, con una sonrisa rota—. Y a la llama que siempre estuvo esperándola.
Se quedaron así. Bajo la lluvia. El fragmento brillaba tenuemente, como un corazón compartido. Y por un momento, el mundo pareció detenerse.
Esa noche, mientras las paredes del antiguo internado crujían por el viento y los sueños de los otros Eternos estaban poblados por sombras, Annabelle se sentó frente a su ventana abierta. La tormenta rugía, y ella no tenía miedo.
En sus manos, el fragmento latía.
Y desde su interior, una voz que no era suya —y a la vez lo era— susurró una palabra en una lengua que no comprendía, pero que encajaba en su alma como una llave en la cerradura:
—Ignis aeternum…